domingo, 29 de septiembre de 2024

Salmo 96(95) - Yahvé, rey y juez

1 ¡Cantad al Señor un cántico nuevo!
¡Cantad al Señor, tierra entera!
2 ¡Cantad al Señor, bendecid su nombre!
¡Proclamad día tras día su victoria,
3 anunciad entre las naciones su gloria,
sus maravillas a todos los pueblos!
4 ¡Porque el Señor es grande y digno de alabanza,
más terrible que todos los dioses!
5 Pues los dioses de los pueblos son apariencia,
mientras que el Señor ha hecho el cielo.
6 Majestad y esplendor le preceden,
Fuerza y Belleza están en su templo.
7 ¡Familias de los pueblos, aclamad al Señor!
¡Aclamad la gloria y el poder del Señor!
8 Aclamad la gloria del nombre del Señor,
entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.
9 Adorad al Señor en sus atrios sagrados.
¡Tiembla, tierra entera, en la presencia del Señor!
10 Decid a las naciones: ¡El Señor es Rey!
Él afianzó el mundo y nunca vacilará.
Él gobierna a los pueblos con rectitud.
11 Que se alegre el cielo y exulte la tierra,
retumbe el mar y todo lo que contiene.
12 Que aclamen los campos y cuanto existe en ellos,
que griten de alegría los árboles del bosque
13 ante el Señor que viene.
Viene para gobernar la tierra:
gobernará el mundo con justicia
y las naciones con fidelidad


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Anunciad al mundo

El salmista hace una invitación al pueblo a expresar la 
grandeza y soberanía de Yavé prorrumpiendo en un himno 
glorioso, un canto triunfal que se extienda por toda la 
tierra. El eco de sus voces ha de llegar a todo ser 
viviente de forma que todos se asocien a la proclamación de 
la majestad de Yavé: «¡Cantad al Señor un cántico nuevo!
¡Cantad al Señor, tierra entera! ¡Cantad al Señor, bendecid 
su nombre!».
Esta celebración festiva que sale de las entrañas de 
lo que podríamos llamar la comunidad litúrgica de Israel, 
nos recuerda el cántico triunfal que el pueblo entonó 
cuando vio con sus propios ojos y sintió en sus carnes la 
salvación que Dios les concedió al atravesar incólumes el 
mar Rojo, al tiempo que sus perseguidores quedaban 
sepultados por las aguas: «Entonces Moisés y los israelitas 
cantaron este cántico a Yavé. Dijeron: Canto a Yavé pues se 
cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro. 
Mi fortaleza y mi canción es Yavé. Él es mi salvación. Él, mi Dios, yo le glorifico, el Dios de mi padre, a quien exalto...Mandaste tu soplo, los cubrió el mar; se hundieron 
como plomo en las temibles aguas. ¿Quién como tú, Yavé, entre los dioses? ¿Quién como tú, glorioso en santidad, terrible en prodigios, autor de maravillas?» (Éx 15,1-11).
Sin embargo, hay una nota distintiva entre el cántico 
de Israel al cruzar el mar Rojo y el que estamos viendo en 
este salmo. La distinción consiste en que se nos habla de 
un canto nuevo; y esto porque la salvación de Dios ya no es 
una experiencia exclusiva para Israel sino que se amplía a 
todos los pueblos; por eso hay que anunciarla a todos los hombres: «¡Proclamad día tras día su victoria, anunciad entre las naciones su gloria, sus maravillas a todos los 
pueblos!».
Es evidente que, conforme Israel va conociendo más a Dios, mayor es su conciencia de que la salvación no conoce frontera alguna. Hay, pues, que salir de los límites del 
pueblo para anunciar a toda la tierra que Dios es salvador universal. Todo hombre es digno de ver su gloria y sus maravillas. He aquí la novedad de este canto; sus ecos han de alcanzar a toda la humanidad.
El libro de Isaías termina con una profecía cargada de esperanza en este sentido. Nos anuncia que Yavé vendrá areunir a todas las naciones, que todas ellas serán testigos 
de su gloria. Para ello enviará a sus misioneros, incluso hasta las islas más alejadas: «Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria. Pondré 
en ellos una señal y enviaré de entre ellos algunos supervivientes a las naciones: a Tarsis, Put y Lud, Mesek, Ros, Tubal y Yaván; a las islas remotas que no oyeron mi 
fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las 
naciones» (Is 66,18-19).
El anuncio del profeta Isaías tiene su cumplimiento al enviar Dios a su Hijo no solamente al pueblo de Israel sino a todo el mundo, y no para juzgarlo sino para salvarlo, 
como Él mismo afirmó: «Porque tanto amó Dios al mundo que 
dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).
El Señor Jesús lleva a su término la misión encomendada por su Padre. Carga sobre sí los pecados de 
todos los hombres del mundo: los del pasado, presente y futuro. En este combate contra el mal sufre la aparente derrota de ser llevado al sepulcro. 
Dios Padre, cuya Palabra sobrepasa toda apariencia, hace resplandecer su fuerza levantando a su Hijo de la muerte. El Señor Jesús, con la victoria sobre el mal en sus manos, envía a sus discípulos a todas las naciones para anunciar el Evangelio Sade la salvación: «Jesús se acercó a ellos y les habló así: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas 
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».
Desde sus orígenes, la Iglesia entendió perfectamente 
que había recibido el Evangelio de la salvación como don de 
Dios para todos los hombres. Por ello los apóstoles, al mismo tiempo que se sintieron enviados por el Señor Jesús, saben que tienen el poder de seguir enviando discípulos para anunciar el nombre que da la vida eterna a todo ser humano.
Cuando aconteció el martirio de Esteban, muchos discípulos se dispersaron hacia países limítrofes como Fenicia, Chipre y Antioquía. Al principio anunciaban el Evangelio solamente a los judíos, pero pronto también lo transmitieron a los gentiles. Llegada la alentadora noticia a la Iglesia de Jerusalén de la buena disposición de los 
gentiles ante el anuncio, los apóstoles enviaron a Bernabé 
a Antioquía. Este, al ver cómo crecía la comunidad, fue en 
busca de Pablo y permanecieron allí durante un año entero 
anunciando la Palabra a una gran muchedumbre (He 11,19-26).

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