lunes, 2 de septiembre de 2024

SALMO 76(75).- Oda al Dios temible



https://youtu.be/VfAbtivFwVY

Salmo 76 (75)

1 Del maestro de coro. Para instrumentos de cuerda. Salmo.de Asaf Cántico.

2 Dios se manifiesta en Judá,

su fama es grande en Israel.

3 Su tienda está en Jerusalén,

y su morada en Sión.

4 Allí quebró los relámpagos del arco,

el escudo, la espada y la guerra.

5 Tú eres deslumbrante y célebre,

con montañas de botín conquistadas.

6 Los valientes duermen su sueño,

y les fallan los brazos a todos los guerreros.

7 A tu amenaza, Dios de Jacob,

carro y caballo quedaron inmóviles.

8 Tú eres temible, ¿quién puede resistir

ante ti, cuando estás airado?

9 Desde el cielo proclamas la sentencia:

la tierra se paraliza de miedo,

10 cuando Dios se levanta para juzgar

y salvar a todos los pobres de la tierra.

11 Alcanzado por tu ira, el hombre te alaba,

y los que escapan del castigo te rodearán.

12 Haced votos al Señor vuestro Dios y cumplidlos, y que los vasallos paguen tributo al Temible.

13 Él deja sin aliento a los príncipes,

él es temible para los reyes de la tierra.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

 La victoria del Mesías

Es este un himno de aclamación que canta la victoria de Yavé en el   combate contra sus enemigos: «Dios se manifiesta en Judá, su fama es grande en Israel. Su tienda está en Jerusalén, y su morada en Sión. Allí quebró los relámpagos del arco, el escudo, la espada y la guerra...». Como vemos, el salmista se sirve de las palabras típicas y normales que se emplean para describir las guerras de su época: arco, escudo, espada...

Israel tiene conciencia y experiencia del combate que Dios hace por él, por su causa, contra todo y todos los que se interpongan en su historia de elección. A este respecto, podemos hacer una mención especial a la noche en que Israel salió de Egipto. Nos dice que Yavé pasó toda aquella noche de guardia, como un centinela, velando por su pueblo para que éste pudiese acceder a la libertad: «Noche de guardia fue esta para Yavé, para sacarlos de la tierra de Egipto» (Éx 12,42).

Sin embargo, hemos de tener presente que todos los combates, con sus respectivas victorias, que realiza Yavé por su pueblo, no son sino pálidas imágenes de lo que ha de ser el combate definitivo que Dios enfrentará contra el mal y su príncipe: Satanás. El total aniquilamiento del príncipe del mal, del enemigo del hombre, lo llevará a cabo Jesucristo, el Hijo de Dios.

En una ocasión en que le trajeron un endemoniado, Jesucristo expulsó al espíritu del mal que había dentro de él y aprovechó para ofrecernos una catequesis que vislumbraba cómo iba a ser este combate con su correspondiente victoria contra el príncipe del mal: «Nadie puede entrar en la casa del fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte; entonces podrá saquear su casa» (Mc 3,27).

Satanás, a quien Jesús llama el mentiroso, con su engaño y seducción ha aprisionado al hombre. Sometidos por su mentira, nos hemos convertido en su ajuar, su botín. Jesucristo entra en su casa, la casa del fuerte, y acepta morir en ella, que es el recinto maldito del Calvario. El Hijo de Dios engañó al fuerte, al príncipe del mal, haciéndose maldición por nosotros como dice san Pablo: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice : maldito todo el que está colgado de un madero» (Gal 3,13).

Jesús, el Señor, dio este paso trascendental que cambió la historia de la humanidad. En Él se han roto las fronteras de las elecciones de Dios, ya no es solamente Israel el pueblo elegido. En Él, la elección es universal, todos estamos bajo la bendición de Dios. Leamos las palabras que siguen al texto anteriormente citado: «A fin de que llegara a los gentiles, en Cristo Jesús, la bendición de Abrahán, y por la fe recibiéramos la promesa».

Jesús entra, pues, en la casa del fuerte y saquea su ajuar, su botín. Todos nosotros éramos el ajuar, el botín de Satanás. A partir de Jesucristo, somos botín, propiedad de Dios, destinatarios de la herencia de la vida eterna. Despojados y saqueados los demonios que nos sometían con su mentira, Jesús convirtió el recinto de la maldición –plaza fuerte de Satanás– en recinto de bendición. Abrió así al hombre al misterio de como lugar de su encuentro con Dios. Volvemos al salmo y encontramos estos títulos que el autor dirige a Yavé a causa de su fuerza: «Tú eres deslumbrante y célebre, con montañas de botín conquistado».

Jesucristo, Él es el deslumbrante, el célebre, el gran guerrero que aplastó en su combate la cabeza del príncipe de las tinieblas, tal y como había sido anunciado por Yavé a nuestros primeros padres a raíz del pecado original: «Yavé dijo a la serpiente: ...enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar» (Gén 3,14-15).

Isaías anuncia proféticamente el futuro combate del Mesías. No tiene un ejército a su lado, no le acompaña ningún grupo de hombres especializados en la lucha, no tiene a nadie, ni siquiera a sus discípulos que terminaron por abandonarle a su suerte. Oigamos al profeta: «Miré bien y no había auxiliador; me asombré de que no hubiera quien me apoyase. Así que me salvó mi propio brazo, fue mi fuerza la que me sostuvo» (Is 63,5).

Y, efectivamente, sabemos que el Hijo de Dios enfrentó el combate final en la más absoluta soledad. Una vez que Satanás había sembrado en el corazón de Judas la semilla de la traición, se dio el combate. Jesucristo entró en él, era la batalla decisiva, estaba en juego el hombre, su llegar a ser hijo de Dios, que esto es la salvación. Alzando su mirada a lo alto, forcejeó cuerpo a cuerpo con el tentador, a quien sometió con la fuerza y poder de su Padre; fuerza y poder que Él hizo suyos. Dejándose atar a la cruz con los clavos, ató para siempre todos los poderes del mal que actúan en detrimento del hombre. Nuevamente Isaías nos anuncia que el brazo de Yavé habría de revelarse al Mesías revistiéndole con su fuerza (cf Is 53,1). Con esta fuerza, Jesucristo combatió y venció.


 

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