VI - Reveladores de su
rostro
El contenido
catequético de Jesús en cuanto revelador del rostro y del misterio del Padre,
ha sido tratado en un sinnúmero de libros, artículos, simposios, etc., a lo
largo de la Historia. No obstante, es nuestra intención trascender el tema de
“Jesús revelador de Dios Padre”, desde el punto de vista de investigación
académica, y entrar en el campo de la experiencia que es donde emerge la fe
como fuente de vida.
Situados en
este espacio vital, iniciamos, por supuesto desde las Escrituras, nuestra
andadura espiritual, nuestra búsqueda, con el fin de encontrar el Rostro del
Padre en el Rostro de su Hijo, para no caer en el peligro de hacer afirmaciones
apoyadas únicamente en corazonadas o en anhelos subjetivos.
Las primeras
palabras de Jesús en las que fijamos nuestros ojos y oídos, son aquellas que
proclama después de haber liberado a la mujer adúltera de las manos justicieras
de unos hombres que ni siquiera eran conscientes de sus propios pecados.
Después de decir a esta mujer, “vete y en adelante no peques más…”, se vuelve
hacia ellos, que son víctimas de sus propios engaños y fanatismos, en estos
términos: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad,
sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Partamos con nuestras manos
temblorosas, el temblor gozoso de quien se siente a gusto junto a Dios, estas
palabras. Jesús, “resplandor de la gloria de Dios Padre” (Hb 1,3), hace
partícipe de su Luz al mundo entero y, además, promete que las tinieblas se
rendirán ante todos los hombres y mujeres que siguen sus pasos.
Grande, sublime
es esta promesa del Señor Jesús a los suyos; nuestro asombro y perplejidad se
agigantan al oír de la boca de su Maestro y Señor que, justamente porque
participan de su resplandor, también ellos son “luz del mundo” (Mt 5,14).
También, pues, los discípulos de Jesucristo, pastores según su corazón por su
cercanía, son a causa de la llamada recibida y misión confiada, reveladores del
Rostro de Dios Padre en favor del mundo entero.
De todas formas
no adelantemos acontecimientos. Nos centramos, pues, en contemplar al Señor
Jesús a fin de reconocerle como el revelador supremo del Rostro del Padre; por
eso es el Pastor por excelencia según el corazón de Dios anunciado por los
profetas (Jr 3,15). Ante su luz doblegó Pablo su cuerpo y su ser entero; fue
tal la experiencia que le llamó “Imagen de Dios invisible” (Col 1,15). Juan
Pablo II comenta exegéticamente esta magistral definición del apóstol en los
siguientes términos: “La luz del rostro de Dios resplandece en toda su belleza
en Jesucristo”.
Dicho esto,
pasamos al binomio creer-ver, es decir,
a su correspondencia. No es un binomio acuñado por ningún exegeta o
estudioso de la Biblia, sino por el mismo Hijo de Dios. Él es quien proclama
solemnemente que todo aquel que cree en Él, cree en el Padre, y que quien le ve
a Él, ve al Padre: “Jesús gritó y dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino
en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado”
(Jn 12,44-45).
Lo que habéis
contemplado
Jesús se presenta ante el mundo entero y ante cada
hombre en particular como el revelador del Padre, como la luz que nos permite
sondear su misterio; el oftalmólogo por excelencia que tiene poder para sanear
las pupilas de “los ojos interiores del alma” (San Jerónimo), capacitándolos
así para contemplar el Rostro.
No hace falta ningún
milagro para que esto suceda; me refiero, claro está, a cómo entendemos a nivel
popular el concepto de milagro en cuanto fenómeno esporádico que traspasa la
naturaleza y vinculado a personas concretas, específicas, en situaciones y
momentos específicos.
Sí es, sin
embargo, el gran milagro de Dios, el de hacerse fiable e incluso visible por
medio de la Palabra en su Hijo, a quien constituye como su Revelador; y por si
fuera poco -y aquí ya el asombro nos desborda- también sus discípulos
participan de esta misión del Hijo de ser reveladores del Rostro y del Misterio
de Dios. En definitiva, todo aquel que con sus ojos interiores contempla en las
entrañas de la Palabra de Dios su luz, la irradian; por eso son luz de Dios
para el mundo. Porque son por participación irradiadores del Rostro de Dios al
igual que el Hijo, participan también de la excelencia de su pastoreo: son
pastores según su corazón. Lo son porque, al igual que Juan Bautista, han
recibido y acogido con gratitud la misión de “iluminar a los que viven en
tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1,79).
La Iglesia
siempre tuvo conciencia clarísima de cuál era su misión en el mundo: darle a
conocer lo que “habían visto, oído, palpado y contemplado acerca de la Palabra
de la vida” (1Jn 1,1). Juan se refiere al anuncio de Jesús resucitado, a quien
todos los cristianos encontraban cada día vivo en el Evangelio. Este tipo de
anuncio y predicación no tenía como finalidad ganar adeptos o prosélitos; sus
miras eran mucho, muchísimo más elevadas. Con las entrañas paterno-maternales
con las que el Hijo de Dios les había enriquecido y formado en su pastoreo,
iban con su Palabra-luz al encuentro de los hombres a fin de tejer con ellos
una comunión desconocida, puesto que solamente es posible desde Dios. El fundamento
de esta comunión no era otro que el participar con ellos del: oír, ver, palpar
y contemplar a Dios en la Palabra de la vida. Es el mismo Juan quien nos lo
dice: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros
estéis en comunión con nosotros” (1Jn 1,3).
Recordemos la
feliz intuición catequética de san Ireneo: “La vida del hombre es ver a Dios”.
Ahora le vemos como en un espejo; más adelante le veremos cara a cara, como
dice el apóstol Pablo (1Co 13,12). Para ello hemos de ir a la Palabra con tanta
pobreza como amor, con la certeza interior de que si Dios no se nos abre en
ella, no hay predicación de lo alto, la que realmente llega al interior del
hombre. Es un ir a la Palabra “sin sabérsela”, de la misma forma que lo finito
se sitúa hambriento y expectante ante el Infinito. Es un situarse ante Dios
esperando que asome su Rostro para contemplarlo. Esto no son consideraciones
poéticas ni veleidades literarias, es el eje fundamental de la predicación. Sin
esta experiencia contemplativa de la Palabra, el predicador se ve abocado a
hablar solamente de lo “mucho que sabe” o, peor aún, de sí mismo, de sus obras
o de la institución eclesial de la que es miembro.
“Contemplar y
predicar a los otros lo que habéis contemplado”, dice Santo Tomás en sus
escritos. Si bien es cierto que los destinatarios eran en aquel tiempo sus
hermanos los dominicos, su intuición catequética es patrimonio de la Iglesia
entera, de todos los predicadores del Evangelio. Es toda una declaración que marca un estilo
o, para ser más exactos, el único estilo posible que identifica a los pastores
según Dios. Al no predicar desde ellos mismos sino desde la luz que irradia la
Palabra bajo la cual han plantado su tienda, se convierten, tal y como les
había prometido y profetizado su Señor y Maestro, en luces para el mundo
entero.
Recojamos,
ahora sí con calma, las palabras que a este respecto Jesús dirigió a sus
discípulos, y que trazaron, al menos en parte, las líneas maestras de su
misión, su pastoreo, su servicio a la humanidad: “Vosotros sois la luz del
mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte… Brille así
vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,14-16).
Brille así
vuestra luz para que los hombres vean vuestras buenas obras, les dice Jesús. Si
nos fijamos bien en el hablar y hacer de Jesús tal y como consta en el
Evangelio, descubriremos que, dada la
lógica dificultad que los israelitas tienen para reconocer su divinidad, apela
a las obras que hace desde y en nombre de su Padre; es a través de ellas que
pueden llegar a saber que, como Él mismo atestigua, “el Padre está en mí y yo
en el Padre” (Jn 10,37-38).
Como muestra de
lo que estamos afirmando, podemos recordar lo que dice Jesús cuando se dispone
a curar al ciego de nacimiento citado por Juan. Recordemos que sus discípulos
le preguntaron si la ceguera de este hombre era debida a sus pecados o bien a
los de sus padres. La respuesta de Jesús es categórica: “Ni él pecó ni sus
padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,3). Viendo
esta obra, Israel podrá reconocer que Jesús es el Mesías, luz de las naciones,
profetizado por Isaías (Is 46,49-6). Anunciado, pues, por los profetas y
confirmado por Simeón cuando recién nacido lo tuvo en sus brazos: “… Mis ojos
han visto tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos,
luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,30-32).
Jesús, Luz del
mundo entero, Revelador del rostro del Padre, envía a sus pastores como
antorchas luminarias del misterio de Dios. De hecho vemos cómo pasa a Pablo lo
que podríamos llamar el testigo de su misión, la de ser luz de las naciones; le
envía a los gentiles con la urgencia evangélica de anunciarles lo que ha visto
de Él y lo que continuará viendo, dado que seguirá manifestándosele a lo largo
de su pastoreo: “Me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo
tanto de las cosas que de mí has visto como de las que te manifestaré. Yo te
libraré de tu pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío, para que les
abras los ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz” (Hch
26,16-18).
“Para que vean
vuestras obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”, había
dicho Jesús a sus discípulos, aquellos que iban a continuar su pastoreo.
Volviendo a Pablo, fijémonos en el impacto que tuvo en la primera cristiandad
su encuentro con Jesucristo así como la aceptación de su llamada:
“Personalmente no me conocían las Iglesias de Judea que están en Cristo.
Solamente habían oído decir: El que antes nos perseguía ahora anuncia la buena
nueva de la fe que entonces quería destruir. Y glorificaban a Dios a causa de
mí” (Gá 1,22-24). He aquí a Pablo a quien vemos, por supuesto que al igual que
a los demás apóstoles, como paradigma de los pastores según el corazón de Dios.
Nos impresiona su respuesta ante la llamada recibida. Toda su vida fue una
irradiación de la gloria, el amor, la salvación y el rostro de Aquel que ama al
hombre con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas… Así son
también sus pastores.
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