IV - El maná escondido
El Señor Jesús previene
a los suyos: “Donde esté vuestro corazón, allí estará vuestro tesoro” (Lc
12,34). Con estas palabras establece la relación de un hombre de fe, un
discípulo, con las riquezas, con sus bienes. Es una exhortación que les suena
tan nueva como extraña y que, por supuesto, les deja asombradísimos. Ya les
había dicho anteriormente que a los ojos de su Padre son más valiosos que las
aves del cielo y los lirios del campo, a quienes provee y cuida (Mt 6,26…);
ahora su Maestro les habla al corazón para inculcarles que su relación con sus
bienes es el termómetro que marca la calidad de su fe y amor a Dios.
En realidad les
ha trazado el punto de partida que conduce al pastoreo según su corazón.
Decimos esto porque a continuación les imparte una catequesis que tiene el fin
de delinear este aspecto que define la identidad de su ser pastores, y que
consiste en compartir con Él sus entrañas de misericordia para con la multitud
vejada y abatida: “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque
estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36).
Volvemos al
texto de Lucas con el que comenzamos esta reflexión. Después de exhortarles e
indicarles la relación entre corazón y tesoro, añade: “Estén ceñidos vuestros lomos
y las lámparas encendidas…” (Lc 12,35 ss). Estad preparados para caminar como
vuestros padres en Egipto cuando salieron hacia el camino a la libertad: Yo soy
vuestro camino y vuestra libertad; ceñíos, pues, los lomos para poder seguir
mis pasos; “escuchad mi voz y seguidme” (Jn 10,27). Escuchadme y prestad
atención a mis huellas, las que llevan al Padre. Para ello, “tened encendidas
vuestras lámparas”; sólo con mi luz podréis sortear el valle de tinieblas que
se interpone ante vosotros (Sl 23,4). No temáis, no os dejaré solos, como nunca
solo me dejó mi Padre. “El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado
solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él” (Jn 8,29).
Ésta será,
podría seguir diciendo, vuestra mayor experiencia de fe. Que la Luz de Dios –que
soy yo mismo- estará siempre a vuestro alcance, como lo profetizó el salmista:
“Tú eres, Dios mío, la lámpara que alumbra mis tinieblas” (SL 18,29). A esta
altura, Jesús previene a los apóstoles de lo que podríamos llamar la desidia en
su ministerio, en su pastoreo; prevención que culmina con un apremio a estar
preparados porque “en el momento que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre”
(Lc 12,40).
Nos preguntamos
cómo cogió a los apóstoles esta exhortación catequética del Hijo de Dios. Tenemos
motivos para creer que un poco desprevenidos. Lo que escuchan tiene mucho de
novedad, no están acostumbrados a un lenguaje así, tan directo. Quizá la
experiencia que tienen de los pastores que les habían apacentado es de otra
índole; algo más sistemático, funcional y, por supuesto, sin la fuerza de
provocar grandes cambios en sus vidas. Pastores acostumbrados, que sólo
imparten normas, y celebran ritos que dejan a sus ovejas vacías, insatisfechas,
y, lo peor de todo, “acomodadas al sistema”.
Es evidente que
lo que oyen de su Maestro y Señor les espolea, más aún, les sabe a pan candeal,
tierno y humeante, como despidiendo aún el olor de las brasas; también a vino
nuevo. Sus paladares, los del alma, parecen despertar después de un largo
letargo. Podríamos decir que por primera vez los discípulos se percibieron que
estaban provistos del “sentido del gusto en el alma”. No obstante, junto a la
grandeza y sublimidad que se estaba apoderando de ellos, surge la normal pregunta
o inquietud; es Pedro quien la pone sobre la mesa: “Señor, ¿dices esta parábola
para nosotros o para todos?” (Lc 12,41).
Jesús acoge y
escucha atentamente la inquietud formulada. Su respuesta no deja lugar a dudas:
la proclama con la autoridad que le da el ser el “único Maestro” (Mt 23,8); y
además, esta respuesta es y llegará a ser la carta de ciudadanía que habrá de
identificar a los pastores según su corazón. Sus pastores, aquellos según su
corazón, serán administradores fieles y prudentes, pecadores y débiles, pero
con tanto amor a su Evangelio que se harán fiables. Por eso recibirán de Él el
alimento para poder nutrirse, primero, a sí mismos, y también a sus ovejas, a
las que proporcionarán “a su tiempo su ración conveniente” (Lc 12,42).
Lo que era
figura de los bienes futuros (Hb 9,11) se ha hecho realidad en Él y, por su
medio, en sus pastores. La ración de maná que los cabezas de familia de Israel
habían de recoger en el desierto para ellos y para los suyos (Ex 16,16),
alcanza su plenitud en los pastores según el corazón del Hijo de Dios, los que
Él llama.
Mi pueblo se saciará de
mis bienes
Lucas continúa
narrándonos el discurso bellísimo de Jesús acerca de los pastores; nos unimos a
los apóstoles para participar con ellos de su asombro. Asombro, porque nunca en
su existencia, a veces tan escasa de incentivos y novedades, se habían sentido
tan valorados y tan amados. ¡Resulta que el Hijo de Dios les considera aptos
para colaborar con Él, les hace partícipes de la misión a la que su Padre le
envió al mundo! Sin inmutarse, como quien está diciendo la cosa más natural,
Jesús acaba de proclamar que pondrá a los suyos -pastores según su corazón- al
frente de todos los bienes que el mismo Dios tiene preparados para los hombres.
Bienes de los que tenían noticia por
medio de los profetas.
Fijémonos en la profecía de Jeremías teniendo
en cuenta que los bienes de los que hace mención, pensando en la vuelta del
destierro, no son sino una pálida figura de aquellos que Dios ha puesto en
manos de su Hijo para nosotros (Ef 1,3 ss.) Nos detenemos, pues, en esta
profecía: “… El que dispersó a Israel le reunirá y le guardará como un pastor
su rebaño… Entonces se alegrará la doncella en la danza, los mozos y los viejos
juntos, y cambiaré su duelo en regocijo, y les consolaré y alegraré de su
tristeza; empaparé el alma de los sacerdotes de grasa, y mi pueblo se saciará
de mis bienes” (Jr 31,10b-14).
No nos es
difícil ver su cumplimiento en el gesto y acontecimiento del Buen Pastor, al
llamar a sus discípulos con el fin de enviarlos al mundo con su Evangelio. “Mi
pueblo se saciará de mis bienes” había dicho Dios por medio de Jeremías; y
vemos a Jesús empapando el alma de sus pastores con sus palabras que “son
espíritu y vida” (Jn 6,63). Él es quien les da el Pan de vida, lo da por que lo
es. “Yo soy el pan de vida” (Jn 6,35). Bien entendió esto –por supuesto
que a la luz del Espíritu Santo- el
salmista que nos dio a conocer el paralelismo entre el alimento que sacia el
cuerpo y el que sacia el alma: “Como de grasa y
médula se empapará mi alma (de Ti)” (Sl 63,6). Paul Jeremie traduce
catequéticamente este texto con la maestría a la que nos tiene acostumbrados:
Así como el cuerpo se deleita con la grasa y la médula –las mejores raciones de
la carne en aquel tiempo-, así el alma de los buscadores de Dios se empapan de
Él.
En este
contexto, bajo esta realidad, profecía y promesa se cumplen en los pastores
llamados por Jesús. Son pastores en consonancia con su ímpetu buscador del
rostro del Dios vivo en el Evangelio. Sólo así, empapados de Dios, pueden ser
administradores y repartidores de sus bienes, aquellos que hacen crecer a sus
ovejas “hasta ver al Señor Jesús formado en ellas” (Gá 4,19).
He ahí, pues,
uno de los signos de identidad con los que Dios reconoce si un pastor es o no
según su corazón. Lo es en la medida en que arden sus entrañas en búsqueda de
su Sabiduría, de su Palabra. No lo hace para instruirse simplemente, sino
porque ansía la vida. Jesús dejó muy claro la diferencia entre la búsqueda
académica y la existencial. Dice a los fariseos: “Vosotros investigáis las Escrituras,
ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de
mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida” (Jn 5,39-40), en realidad,
nos parece seguir oyéndole, no buscáis la vida eterna sino la vuestra; queréis
ser sabios sólo para vuestra gloria, y dejáis a las ovejas “vejadas y abatidas…”,
sin la Palabra donde está la Vida (Jn 1,4).
El pastor según
el corazón de Dios le busca, pues sabe que vive oculto en la letra de la
Escritura. Dios corona sus pesquisas, hechas con sencillez y con la clara
percepción de sus límites ante el Misterio de la Palabra, revelándoseles,
manifestándoseles en Ella. Al abrir su Misterio a sus corazones, les está
dando, tal y como prometió, “el maná escondido” (Ap 2,17a).
Una vez que
Dios pone en sus manos y en sus bocas el maná escondido, los pastores hacen
partícipes de este alimento a sus
ovejas. Esta es la predicación que alimenta de verdad al hombre. Delicia que
alegra y robustece el alma a través de una escucha paciente y amorosa. Lo
profetizó Isaías: “¡Oíd todos los sedientos, id por agua, los que no tenéis
dinero, venid, comprad y comed, sin dinero, y sin pagar, vino y leche!… Aplicad
el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma” (Is 55,1-3).
Saciados y
empapados los pastores por la Palabra que Dios mismo ha sacado a la luz para
ellos, la reparten a sus ovejas, que no son otras que aquellas que tienen
hambre y sed de vivir (Mt 4,4). Reparten el alimento de Dios con sencillez, sin
prepotencia ni derechos sobre nadie. Lo
expresa muy bien el autor israelita al mostrarnos la experiencia de un buscador
de Dios que, encontrándole, recibió su Sabiduría. “Con sencillez la aprendí y
sin envidia la reparto; no me guardo ocultas sus riquezas porque son para los
hombres un tesoro inagotable, y los que lo adquieren se granjean la amistad de
Dios” (Sb 7,13-14).
Pastores según
su corazón. Gratis han recibido los tesoros, los bienes de Dios, gratis y sin
jactancia los comparten con sus ovejas (Mt 10,8), como hacen los padres con sus
hijos. Al igual que Pablo, han comprendido que el Evangelio está todo él lleno
de las riquezas de Dios, las que empapan el alma de Vida, de Él; por eso lo
anuncian sin descanso (2Tm 4,2). Además, al igual que Pablo, saben que el que
predica el Evangelio participa de sus bienes (1Co 9,
No hay comentarios:
Publicar un comentario