miércoles, 25 de septiembre de 2019

Salmo 51.- Canto del Miserere

Salmo 51. Canto del Miserere

¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu amor!
Por tu inmensa compasión, borra mi culpa
¡Lava del todo mi injusticia,
purifícame de mi pecado!
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado;
contra ti, contra ti solo pequé,
haciendo lo que es malo a tus ojos.
Pero tú eres justo cuando hablas,
y en el juicio, resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.
Tú amas el corazón sincero,
y, en mi interior, me enseñas la sabiduría.
Purifícame con el hisopo y quedaré limpio.
Lávame y quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos que aplastaste.
Aparta de tu rostro mis pecados,
y borra en mí toda culpa.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, y renueva en mi pecho un espíritu firme.
No me rechaces lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, que me sostenga un espíritu generoso.
Enseñaré a los culpables tus caminos, y los pecadores volverán a ti.
¡Líbrame de la sangre, oh Dios,
¡Dios, salvador mío!
Señor, ábreme los labios
y mi boca proclamará tu alabanza.
Pues no quieres sacrificios,
ni te agradan los holocaustos.
Mi sacrificio es un espíritu contrito.
Un corazón contrito y humillado
tú no lo desprecias.
Por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén.
Entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas perfectas y holocaustos, y sobre tu altar se inmolarán novillos.

Reflexión Salmo 51- Danos un corazón nuevo

El rey David entona este canto penitencial que le sale del alma. Lo compone después que el profeta Natán arrojase luz sobre él, haciéndole ver la inmensa gravedad de su pecado. Sucede que David ha adulterado y ha hecho matar al marido de su amante, el general Urías.
David, postrado y humillado, apela a la ternura de Dios y le grita que, por su misericordia, limpie su pecado: Límpiame a fondo, purifica hasta lo más recóndito de mi corazón. «¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu amor! Por tu inmensa compasión, borra mi culpa. ¡Lava del todo mi injusticia, purifícame de mi pecado!»David tiene conciencia de su ser radicalmente pecador:
«Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre». Pero no por ello se queda en una actitud paralizante. Recurre a la osadía, solamente propia de los amigos de Dios. Sabe que no puede justificarse y, con la confianza de quien conoce a Dios, le ruega que sea Él mismo quien le justifique. Y así se lo suplica: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, y renueva en mi pecho un espíritu firme». Entramos con David en un concepto sublime del perdón de Dios: ¡Es un perdón creador!

El profeta Ezequiel anuncia a su pueblo, desterrado en Babilonia a causa de la idolatría y que ha perdido toda esperanza, que Dios les dará un corazón nuevo: «Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne»

Esta es la respuesta de Yahvé al ruego y súplica de David, ya que él personifica todos los pecados e idolatrías de Israel. Yahvé, que ha tenido el oído atento a la oración de David, proclama, por medio de Ezequiel, la promesa de que actuará conforme se le ha pedido. No hay duda que, en la relación hombre-Dios, osadía y misericordia se compenetran muy bien.

En Jesucristo, Yahvé cumple lo prometido a Israel por medio de Ezequiel. Él es, con su Evangelio, quien va a hacer posible la creación de un corazón nuevo. Nuevo porque, aun sujeto a la propia debilidad humana, tendrá sus ojos puestos en Dios. Además, en Jesucristo, la promesa ya no es solo para el pueblo de Israel sino para toda la humanidad. Oigamos al apóstol Pablo dando esta buena noticia a la comunidad de Éfeso: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios... En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos»

«Creados en Cristo Jesús», por lo que somos revestidos del título de hijos de Dios y, en cuanto hijos, también herederos. «El Espíritu se une a nuestro espíritu para testiguarnos que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo»

Es bueno insistir cómo Yahvé escuchó con agrado la súplica de David. De hecho, cumplió su deseo con creces y, además, para todo hombre por medio de su Hijo. Ha sido tan grande la acción de Dios, que nadie podrá nunca gloriarse de su propia fe o fidelidad como si fuese mérito suyo.

El apóstol Pablo tiene absoluta conciencia de esta primacía total de Dios en él y en todo hombre que acoge el Evangelio: «Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. De Él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: el que se gloríe, gloríese en el Señor»

Gloriarse en el Señor, como nos acaba de decir el apóstol, es fruto de la sabiduría. Sabiduría que consiste en comprender que es Él quien tiene la iniciativa en nuestro camino de conversión. Él es quien ha ofrecido su vida por nuestro rescate.
(P.Antonio Pavía)
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