XIV - Entrañas maternas
Entrañas de
madre las de Dios, quien hace partícipes de su amor maternal a aquellos que
llama a cuidar, proteger y apacentar sus
ovejas que, de hecho, son más suyas que de sus pastores, como vemos en tantos
textos de la Escritura como por ejemplo: “…así dice el Señor Yahvé: Aquí estoy
yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su
rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por
mis ovejas” (Ez 34,11-12a).
En este
sentido, nos causa sorpresa sumamente agradable ver a un hombre-pastor,
aparentemente rudo e incluso tosco por su impulsividad como el apóstol Pablo,
hablar de su dedicación al ministerio que Jesús le ha confiado en términos que
nos recuerdan la abnegación de las madres quienes, desafiando incluso la propia
salud, se entregan a toda clase de sacrificios y privaciones por sus hijos; son
capaces de pasar noches enteras en vela si alguno de ellos necesita su cuidado.
Esta disposición, entrega y desgaste físico la reconocemos también en Pablo con
respecto a sus ovejas en no pocos de sus escritos: “Por mi parte, muy
gustosamente me gastaré y me desgastaré totalmente por vuestras almas” (2Co
12,15).
Muy
gustosamente, especifica el apóstol. No le mueve ninguna obligación ni
compromiso. Si fuera solamente por ello podría decirse a sí mismo que ya ha
hecho bastante, de forma que a nivel de conciencia no tendría nada que
reprocharse. Pero la cuestión es que le mueve el amor. Las entrañas maternales
de las que Dios le revistió -prolongación
de las suyas- le elevan por encima de todo desgaste físico que supone el
pastoreo, la dedicación y la preocupación por las iglesias-comunidades (2Co
11,28). En definitiva, todo su ministerio apostólico le nace de dentro; Dios ha
infundido en él la riqueza del amor que construye al otro, este amor que no se
fabrica y que tampoco es resultado de la aplicación de una serie de principios
éticos o píos.
Cuando Pablo
dice que se desgastará muy gustosamente por el -o más bien- los rebaños que su
Maestro y Pastor le ha confiado, en realidad más que ponerse una medalla, se
sobrecoge ante el don que ha recibido. Gasta su vida por el anuncio del
Evangelio porque Alguien ha creado algo nuevo en sus entrañas. Si anteriormente
éstas estaban replegadas sobre sí mismas en un vano intento de retener y
conservar haberes y haceres posesivos, ese Alguien, el que le llamó para el
Evangelio de Dios (Rm 1,1), puso en ellas su sello maternal abriéndolas así al
mundo entero. Del seno de sus entrañas fluía impetuoso el Evangelio de su Señor
para cuyo anuncio fue llamado. No hay duda que cuando Jesucristo llama a
alguien se salta todas las normas de prudencia y eficacia; ésta es una
constante a lo largo de la historia de Dios con los hombres.
A tu prójimo como a ti
mismo
Al referirnos a
las entrañas maternales de Pablo, hablamos también -siguiendo el símil de la
madre- del sufrimiento que implica dar a luz a hijos en la fe. El apóstol, al
igual que todos los pastores que hacen del anuncio del Evangelio la prioritaria
razón de ser de su llamada y, más aún, su única y gran pasión, tiene dibujado
en las telas de su alma esta calidad de sufrimiento. De hecho sorpresivamente
nos dirá que sufre dolores de parto. “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo
dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros…” (Gá 4,19). Padeció
indeciblemente los dolores del alumbramiento al conducirlos hasta el bautismo,
sufrimientos que persistieron hasta -como precisa textualmente- ver a Cristo
Jesús, su Señor, formado en ellos.
Este deseo y
anhelo de Pablo de ver formado a Jesucristo en sus ovejas nace –así nos lo parece- de la riqueza de su
propia experiencia de comunión con su
Maestro y Señor. Es tal su identificación con Él, que llega a confesar: “Ya no
soy yo quien vivo sino que es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20).
Vemos aquí
el sentido real y profundo de la
respuesta que Jesucristo dio al escriba que le preguntó por el primero de los
mandamientos. Le dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente”. Y añadió: “y a tu prójimo
como a ti mismo” (Lc 10,26). He ahí el auténtico y verdadero amor de Pablo y de
todo pastor según el corazón de Dios por sus ovejas. Éstos no dan alimento sin
consistencia o consejos morales a las
ovejas, sin preocuparse de su crecimiento en una sana espiritualidad de la
Palabra: les dan la misma vida que rebosa del Evangelio y que, a su vez, ellos
han recibido de manos de Jesucristo. Pablo nos
lo testifica: “Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio
anunciado por mí, no es de orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de
hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gá 1,11-12).
Al puntualizar
Jesús al escriba que el mandamiento por excelencia revelado por Yahvé a Israel,
se desdoblaba hacia el prójimo en la dimensión de “como a sí mismo”, estaba
señalando un sello absolutamente indispensable que habría de marcar a sus
pastores: anunciar a sus ovejas “lo que Él ha hecho por ellos” (Lc 8,39). Así,
también ellas estarán en condición de ser beneficiarias del hacer salvífico del
Señor Jesús.
Para evitar
equívocos aclaro que no me estoy refiriendo a manifestaciones o experiencias
sensacionalistas, que siempre llevan consigo el peligro de condicionar
sicológicamente a las personas, sobre todo a aquellas que son más
influenciables. Me estoy refiriendo
al anuncio del Evangelio, que es
siempre palabra eficaz para el hombre (Hb 4,12).
Este pastoreo
hace que Jesús -al igual que vimos en Pablo- viva en las entrañas de las ovejas
pastoreadas, realizando así en ellas el Magisterio que sólo a Él compete (Mt
23,8) y que lleva consigo el enseñarlas a comer por sí mismas partiendo
la Palabra, por supuesto, siempre en comunión con sus pastores, con la
Iglesia.
Cada vez que un
pastor es testigo de que sus ovejas, una tras otra, son capaces de partir la
Palabra y alimentarse de ella, puede decir sin jactancia, pero sí con un
“magníficat” parecido al de María de Nazaret, que ha amado a sus ovejas como a
sí mismo. He ahí el sentido profundo de la respuesta que Jesús dio al escriba.
Les ha traspasado la mayor de las maravillas que Dios puede hacer a una
persona: partir la Palabra para su propio sustento. Maravilla que está
implícita en la oración que el mismo Jesucristo enseñó a sus discípulos: “Danos
hoy nuestro pan de cada día” (Lc 11,3).
Testigos del Invisible
Por supuesto
que en todo este proceso no hay nada de mecánico o programático. Nada de esto
responde a una especie de ensayo de laboratorio por el que la relación
causa-efecto está previamente proyectada. Estamos hablando de un proceso en el
que intervienen los resortes más propios e íntimos del hombre, como son la
libertad, el hambre de novedad –no hay mayor novedad que la acción de Dios-, la
perseverancia y la escucha, la calidad de la acogida, mas también los miedos,
los frenos causados por la debilidad, el temor y la desconfianza ante la
sospecha de ser engañados…
Los pastores
según el corazón de Dios conocen a fondo todos y cada uno de estos resortes.
Los han vivido en su propia carne, en su gestación a la fe adulta. Apoyados en
esta fe, están ahí velando por sus ovejas como lo está una madre ante sus hijos
cuando más la necesitan. Al igual que Pablo y, por supuesto, al igual que
Pedro, Juan, Santiago, Felipe, etc., todo pastor tiene, como don inherente a su
ministerio, corazón de madre. Corazón solícito por sus ovejas; atentos hasta la
extenuación a la obra que está haciendo en ellas por medio de su predicación y
acompañamiento entrañable.
Hasta la extenuación, acabo de afirmar, y a
más de uno o a muchos les parecerá una exageración. La verdad es que al
expresarme así no estoy en absoluto pensando en una palabra-impacto; estaba y
estoy pensando en Pablo, en su testimonio escrito cuando dice a los de Corinto
que no le importa el desmoronamiento de su cuerpo en sus afanes por anunciar el
Evangelio. Lo anuncia traspasando fronteras porque cree en él, aunque, a causa
de este su celo apostólico, se vea entregado continuamente a la muerte; sabe
muy bien que sus ovejas tendrán la vida en la medida en que él vaya muriendo.
“Aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de
Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne
mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida “(2Co
4,11-12).
Lo más bello
del testimonio de Pablo es que no va muriendo y desfalleciendo como esos
santurrones que van echando en cara a todo el mundo sus privaciones heroicas
–líbrenos Dios de estos “mártires”-. Nuestro apóstol proclama esta realidad
como alguien que está venciendo a la muerte, incluso al progresivo
desfallecimiento y deterioro de su cuerpo. Más aún, no cabe en sí de gozo al
saberse reconstruido interiormente en la medida en que se gasta por sus ovejas.
El testimonio que, de su puño y letra, vamos a transcribir, forma parte sin
duda de la antología de lo que es un pastor de nuestro Señor Jesucristo según
su amor: “Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va
desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. …a cuantos no
ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las
cosas visibles son pasajeras, mas la invisibles son eternas” (2Co 4,16-18).
Es innegable
que nos faltan adjetivos para describir la envidiable libertad interior y
exterior del apóstol y, con él, la de tantos y tantos pastores que han vivido y
viven su ministerio a la luz del binomio Evangelio-ovejas. Envidiable, sin
duda, la libertad de Pablo. Se le ha etiquetado con la marca de misógino, cuando casi improvisamente da un giro copernicano
en su pastoreo que nos deja sin habla: no le importa proclamar que sus entrañas
son de mujer-madre; que sufre dolores
de parto por la multitud de hombres y mujeres que Jesús le ha confiado.
La libertad de este hombre alcanza su culmen cuando llega a decirnos que su
perder la vida, su desgastarse por sus ovejas, no lo considera una carga que no
se puede quitar de encima, sino un regalo, una gracia de Dios. Es más, se
asombra de haber recibido la llamada al pastoreo, siendo como es no ya el menor
de los apóstoles, sino el menos indicado de todos los discípulos del Señor.
Conoce su debilidad, mas no se hace una víctima a causa de ella. Por el
contrario, sin perderla de vista, se eleva sobre ella para poder anunciar el
Evangelio, y esto sabiendo que es el menor de todos los santos, así es como
eran llamados los cristianos: “A mí, el menor de todos los santos, me fue
concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de
Cristo” (Ef 3,8). Una nota aclaratoria: Donde hemos puesto inescrutable, la
traducción original transcribe: “imposible de rastrear”.
Que el Espíritu Santo, cuya plenitud en la tierra celebramos este fin de semana, te capacite para hacer trabajos impresionantes para el reino de Dios. ¡Amén!
ResponderEliminarGracias William! Amén
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