XXI.-Excluidos
con Él
De todos es
conocida la conmoción que sacudía los corazones de los que oían la predicación
del Hijo de Dios. Conmoción que se hizo patente, por ejemplo, a raíz de sus
catequesis del llamado Sermón de la Montaña. Comenta Mateo que la multitud
“quedó asombrada de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad,
y no como sus escribas” (Mt 7,28-29). Por poner otro ejemplo, recordemos
aquella vez en que incluso los guardias que habían sido enviados para detenerle
no se sintieron con ánimo para hacerlo, y la excusa que dieron a los sumos
sacerdotes y fariseos fue que “Jamás un hombre ha hablado como habla ese
hombre” (Jn 7,46).
¿Qué tenían de
especial las palabras de Jesús para marcar una diferencia tan abismal con la de
los escribas y demás maestros de Israel? La respuesta a esta pregunta no la
vamos a dar nosotros, sino que nos servimos de lo que dijo Pedro a Jesús
después de oír su catequesis sobre el Pan de Vida: “Tú tienes palabras de vida
eterna” (Jn 6,68b). He aquí la diferencia abismal. Mientras los otros maestros
de Israel le ofrecen consejos morales que, en definitiva, no son más que
palabras inertes, propias de un dios inerte llamado dinero (Mt 6,64), el Señor
Jesús proclama palabras vivas, propias del Dios vivo.
La cuestión es
que las palabras vivas del Hijo de Dios chocan frontalmente con el sistema
fraudulento que, tarde o temprano, toma cuerpo a causa del culto a la ley. Ante
este choque la exclusión de quien lo provoca está servida.
Imaginemos la
desestabilización que supuso para sus oyentes palabras como “mirad las aves del
cielo, mirad los lirios del campo; vuestro Padre celestial está pendiente de
ellos, ¿no lo va a estar mucho más de vosotros que sois preciosos a sus ojos?”
(Mt 6,25…). No digamos ya cuando exhortó a sus discípulos a amar a sus
enemigos, a los que les odian, a hacerles el bien sin esperar nada de ellos…
(Lc 6,27).
No hay duda de
que con esta forma de predicar y, por supuesto, de actuar, Jesús se ganó a
pulso, primero la sospecha, y después la exclusión del pueblo santo. Sí, Él es
el Gran Excluido de la historia. Exclusión más que “justificada” por los sumos
sacerdotes, escribas, fariseos y, para remate, de todo el pueblo al acoger a
Barrabás, culminando así el rechazo frontal al Hijo de Dios. Excluido,
rechazado y levantado en la cruz, se convirtió en fuente de vida y esperanza de
todos los excluidos por su causa, a los que Él mismo llama bienaventurados:
“Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira
toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos…” (Mt
5,11-12).
La mayúscula y
enorme paradoja estriba en que de Jesús, el Excluido por excelencia a causa de
sus palabras, habló Dios, su Padre, en el Tabor con una claridad que no admite
la menor duda. Dijo: “¡Escuchadle!” Sí, nos parece seguir oyendo al Padre:
Escuchadle, por más que lo que dicen de Él los que se llaman mis servidores,
tengan a mi Hijo por endemoniado, inculto, embaucador y hasta blasfemo (Mt
6,65). ¡Escuchadle!, porque “Yo vivo en él y él en mí” (Jn 14,11).
Los míos escuchan mi
Voz
¡Escuchadle, es
mi Hijo, mi Predilecto! La voz que resonó desde los cielos no admitió lugar a
dudas. Aun así, la resistencia a escuchar la Verdad es una constante no sólo en
el pueblo de Israel, sino también a lo largo de la historia de generación en
generación. El lamento de Dios por la “sordera congénita” de su pueblo ante o
frente a su Palabra, parece ser un mal crónico de todo hombre. El problema
radica en que los hombres medianamente buenos –tibios los llama Dios (Ap 3,15-16)-
siempre excluyen a Dios y a sus enviados, los pastores según su corazón. La
gloria de estos pastores es la de compartir exclusión con el Gran Excluido, su
Maestro y Señor.
Volvemos a la
Voz del Tabor: Escuchadle a Él, no hagáis como vuestros padres que sólo se
escuchan a sí mismos. No le hicieron caso y, por supuesto, tampoco al Enviado.
No obstante, el Señor Jesús continuó firme en su misión; no iba a permitir que
el Mal, con su Príncipe a la cabeza, le arrebatase a los suyos, a los que
habrían de creer en Él. Lo dijo en una ocasión: que nadie podría arrebatar a
sus ovejas de su mano. “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me
siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de
mi mano” (Jn 10,27-28).
Por más que el
rechazo a su persona y, por supuesto, a su misión, crecía imparablemente, el
Amado del Padre (Mt 3,17), fijos sus ojos en Él y en los hombres, se mantuvo
fiel proclamando sin cesar el Evangelio de la Gracia. En su fidelidad, aceptó
la exclusión y la muerte de malhechor (Lc 22,37), he ahí el precio que pagó por
nuestra salvación; por eso Pablo llama a su predicación el Evangelio de la
Gracia (Hch 20,24).
Era evidente
que el Evangelio proclamado por Jesucristo desequilibraba las formas y maneras
del pueblo santo, y esto no podía quedar impune. Por otra parte, no es que
Jesús fuera un soñador, un irresponsable. Sabía perfectamente de las conjuras
que, como hongos, crecían contra Él; sabía también que su persecución y
exclusión habrían de ser patrimonio glorioso de sus discípulos; que si el mundo
arremetería contra la Vid verdadera, el mismo fuego de odio alcanzaría a sus
sarmientos. “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros”
(Jn 15,18). La razón de tanta aversión radica en que sus discípulos reciben de
Él su Palabra, raíz y savia de su discipulado. Recordemos que “en ella –la
Palabra- estaba la Vida” (Jn 1,4a). Por eso el mundo les odiará siempre. “Yo
les he dado tu Palabra, y el mundo les ha odiado, porque no son del mundo, como
yo no soy del mundo” (Jn 17,14).
El mundo les
aborrece porque tiene todo menos la Vida, que es lo único que no puede ofrecer.
Los discípulos la tienen por su llamada, y la dan gratuitamente porque no hay
discípulo que no sea pastor. Cuando la dan, se identifican con su Maestro de
tal forma que éste les reconoce como sus pastores, sí, pastores según su
corazón. Dado que el signo identificador de estos pastores es la Palabra de
vida por medio de la cual fueron llamados, y que, después, hecha espíritu de su
espíritu, les envió al mundo, ésta se convierte en su Fuerza, el puerto seguro
en la tempestad de toda persecución.
El Señor Jesús
no engaña a nadie, dice a los suyos lo que les espera, para que cuando lleguen
a ser considerados, como dice Pablo, “la basura del mundo y el desecho de
todos” (1Co 4,13), se sientan acogidos por el Hijo de Dios como Él se sintió
acogido por su Padre. Los pastores según su corazón, en su desvalimiento, se
reconocen -seguimos con Pablo- ministros de Dios (2Co 6,4b). Ministros que,
“aunque pobres, enriquecemos a muchos; aunque nada tienen, todo lo poseemos”
(2Co 6,10).
Mi Padre os quiere
Ahí está la
extraordinaria grandeza de estos pastores, pobres y desposeídos de todo menos
de su gran ambición: Dios. Saben que están en sus manos. Enriquecen a todos
porque a todos ofrecen lo que sólo a Dios pertenece: la Vida. Ellos la conocen,
pues brota en un sin fin de ríos, manantiales y fuentes de la Palabra que, al
igual que María de Nazaret, han recibido y acogido.
Es ella –la
Palabra- el termómetro que marca su fidelidad, y también la autenticidad de su
ser discípulos y pastores. Por ello, y dado que son odiados y aborrecidos por
el mundo, su Señor Jesús les exhortará a mantenerse en su Palabra ante las
arremetidas de sus perseguidores. Jesús les está diciendo algo grandioso, que
el amor y la fidelidad tienen un nombre: mantenerse en su Palabra; ella les
llevará a la verdad, a la libertad y a la madurez como discípulos: “Si os mantenéis
en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y
la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
¡Manteneos en
ella por amor!, les dice su Maestro y Señor, el Gran Excluido. ¡Aceptad vuestra
exclusión, que hace parte de vuestro pastoreo!, pues ella os pone en comunión
conmigo; y no temáis, porque “nuestro Padre” no nos excluye. ¡Fijad vuestra
tienda en la cuerda floja del rechazo a la Verdad, y sabréis lo que es estar
acogidos, acompañados, sostenidos y amados! Todo esto es lo que “mi Padre y
vuestro Padre” (Jn 20,17) hará por vosotros. Fijad vuestra tienda en la
precariedad y conoceréis la seguridad.
No es fácil
así, sin más, creer en esto. No se llega a esta madurez en el discipulado y en
el pastoreo siguiendo los pasos de un plan o programa formativo. Se llega
haciendo la prueba, una y otra vez, de
si el Evangelio es realmente fuente de Vida o una simple utopía como tantas
otras. Experimentamos hasta que nos damos cuenta de que ¡sí, que el Señor Jesús
no habló en vano!, que sus Palabras no son utopías ni quimeras, que todo lo que
dijo de que su Padre cuidaría a los suyos lo cumple. Sí, dice Jesús: “…porque
el mismo Padre os quiere porque me queréis a mí” (Jn 16,27).
A estas alturas
ya sólo nos queda hablar de la Sorpresa de todas las sorpresas, lo nunca oído
ni imaginado: que el Hijo de Dios dé a sus pastores, los que lo son según su
corazón, su propio don en cuanto Palabra del Padre, el de poder –hablo de sus
pastores- decir a sus ovejas lo mismo que Él dijo a sus discípulos: “¡Bienaventurados
los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes
quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros
oís, pero no lo oyeron” (Lc 10,23-24).
Sí, el Maestro y Señor da a los pastores según su corazón
el don de abrir los ojos y oídos de sus ovejas haciéndolos accesibles al
Misterio; así, sin velos, con una trasparencia a la que no tuvieron acceso
Moisés, ni Judit, ni David, ni Esther, ni Jeremías... Por supuesto que no
estamos hablando de medidas de amor y fidelidad, esto solamente lo sabe Dios.
Una última puntualización: estos pastores ofrecen este Tesoro gratis, pues así
lo recibieron (Mt 10,8b). Además no hay dinero en el mundo para pagar esta
Sabiduría, ni cátedras para enseñarla.
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