XXII.-Éstos
son mis predilectos
Célebre es, por
poner sólo un ejemplo, la exhortación que dirigió a sus hermanos dominicos
dedicados en cuerpo y alma a la predicación del Evangelio, y que sirve para
todos los pastores enviados por el Señor Jesús al mundo entero. Les dijo:
“Anunciad lo que habéis contemplado”. El Tomás profesor, el académico, el
investigador minucioso de las Escrituras, da el salto que sella la identidad de
todo predicador del Evangelio. He aquí el salto: La Palabra va mucho más allá
de una comprensión intelectual; la Palabra se contempla y, desde lo que
nuestros ojos del alma han podido presenciar, se anuncia. Tenemos motivos
fundados para creer que Tomás no habría hecho esta exhortación, tan real como
profunda, si él mismo no hubiese experimentado esta contemplación.
Damos las
gracias, desde la comunión de los santos que nos une, a Tomás, y nos metemos de
lleno en una nueva dimensión del rostro de los pastores según el corazón de
Dios. Son pastores que han cogido entre sus manos posesivas y acariciadoras la
vida que habita en la Palabra, “en ella estaba la Vida” (Jn 1,4a). Una vez que
la Palabra ha posado sus alas en sus manos, estos pastores son llamados a hacer
una experiencia tan trascendente que podemos llamarla extramundana.
En sus manos el
Evangelio se hace ver, oír, es como si Dios se dejara palpar. Ser testigo de
esto es ser testigo de lo que es Dios: Todo. A partir de entonces y movidos por
un impulso irresistible, también irrenunciable, la Palabra es anunciada; es tal
la pasión que mueve al pastor que no tiene dónde reclinar la cabeza, dónde
asentarse (Lc 9,58). Arrastrado por esta pasión, anuncia el Evangelio “a tiempo
y a destiempo” (2Tm 4,2) y, parafraseando con cierta libertad a Pablo, podemos
decir de él que “ya no es él quien vive, sino el Anuncio y la Fuerza del
Evangelio quien vive en él” (Gá 2,20). Esta clase de pastores son continuamente
vivificados, y tanto más, cuanta más vida mana de su boca (Lc 4,22).
Nos acercamos
ahora al apóstol y evangelista Juan quien, con una belleza deslumbrante,
-adivinamos el Manantial que corre por sus entrañas- nos habla de la Palabra
desde los más diversos prismas: Vida, Comunión, Encarnación, Manifestación de
Dios, Ojos que ven y contemplan, Manos que palpan, Oídos que oyen… (1Jn 1,1-3).
En unos pocos
versículos, Juan –también él habla desde su experiencia y la de la Comunidad
apostólica- describe las líneas maestras del crecimiento de la fe y de la
comunión entre los discípulos del Señor Jesús; por supuesto, también de la
misión que Él les ha confiado al llamarles con su Palabra creadora, Palabra que
moldea sus corazones a imagen y semejanza del suyo.
Espejos del Dios vivo
El hecho
asombroso es que tanto el discipulado con su pastoreo como la fe y la comunión
interpersonal comparten líneas maestras. Nuevamente nos servimos de una
libertad interpretativa para poner en la boca de Juan estas palabras que
encontramos en los primeros versículos de la carta anteriormente citada: “Os
anunciamos lo que hemos visto, oído, contemplado y palpado acerca de la Palabra
de la vida, os lo anunciamos para que nuestra comunión sea fruto de Ella, la
Palabra de Vida. Comunión que es también fruto de vuestra libertad: de que
creáis, veáis, oigáis, palpéis y contempléis la Palabra de Vida que os
anunciamos.
Esta comunión
es creación de Dios; no nuestra por muchos libros que devoremos, cursillos de
personalización que hagamos, así como
simposios, etc. Todo pasa menos la Palabra que por siempre permanece.
“La hierba se seca, la flor se marchita, mas la Palabra de nuestro Dios
permanece por siempre” (Is 40,8).
Atados unos a
otros indisolublemente por el Amor que fluye del Dios vivo, la comunidad entera
comparte misión, la de su Señor; son pastores en el Pastor, y corazones para el
mundo desde el Corazón. Por si fuera poco, Juan, al abrir nuestro espíritu
hacia lo Infinito y Eterno, al mostrarnos la comunión interpersonal como don de
Dios, pone lo que podríamos llamar el broche de oro al decirnos “…y nosotros
estamos en comunión con Dios” (1Jn 1,3b).
El Emmanuel,
Dios con –en comunión con- nosotros, nos ha puesto en comunión con el Padre.
Por eso y sólo por eso nos atrevemos a ser pastores, sus pastores, según su
Corazón, tal y como fue prometido y profetizado por Dios como don suyo para los
tiempos mesiánicos. Él, el Mesías, su Hijo, es quien llevó y lleva a cabo la
promesa del Padre.
El apóstol
Pablo, en la misma línea de Juan, nos dirá que la Vida mana del Evangelio del
Señor Jesús. Así se lo hace saber con su propio y peculiar estilo a Timoteo, su
compañero de fatigas en el ministerio de evangelización que comparten: “Se ha
manifestado ahora con la Manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien
ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del
Evangelio…” (2Tm 1,10).
Al hilo de lo
expuesto hasta ahora, podemos afirmar que pastores según el corazón de Dios son
aquellos a quienes Él se manifiesta, se revela; son hombres que predican al
Dios que ven, palpan, oyen y contemplan, que todo esto es lo que significa la
palabra revelar en la espiritualidad bíblica. Al revelarse así, Dios forma el
corazón de sus amigos, que lo son porque le buscan. El libro de la Sabiduría,
recordemos que este término comparte significado con la Palabra, lo expresa
así: “Entrando –la Sabiduría- en las almas santas, forma en ellas amigos de
Dios y profetas” (Sb 7,27).
Mis ovejas les escuchan
Damos un paso
más. Nos acercamos al profeta Daniel y nos hacemos eco de su experiencia. Dios
llama sus predilectos a aquellos a quienes se revela, teniendo en cuenta -como ya hemos dicho- la enorme
riqueza que tiene el verbo revelar en la Escritura. Fundamento el título dado a
Daniel basándome en que Dios mismo le hace saber que es el hombre de las
predilecciones, y da la razón del porqué de este elogio. “Vino y me habló.
Dijo: Daniel, he salido ahora para ilustrar tu inteligencia. Desde el comienzo
de tu súplica, una palabra se emitió y yo he venido a revelártela, porque tú
eres el hombre de las predilecciones…” (Dn 9,22-23).
Tremendamente
pobres y desvalidos nos quedaríamos si fijásemos esa predilección de Dios
solamente en Daniel, y no la abriéramos hacia su plenitud, es decir, hacia su
propio Hijo. Dios mismo testificó su predilección primeramente en su bautismo a
la orilla del río Jordán. Recordemos que se abrieron los cielos y que todos los
presentes pudieron escuchar la Voz: “Éste es mi Hijo amado, en quien me
complazco” (Mt 3,17).
De esta forma
testificó Dios su predilección sobre su Hijo y volvió a hacerlo en el monte
Tabor en su Transfiguración. Nuevamente resonó la Voz: “Él es mi predilecto”.
Sólo que en esta ocasión el Padre muestra el camino cierto para todos los
buscadores de la Verdad al añadir: “¡Escuchadle!” (Lc 9,35). Sí, escuchadle, Él
es “mi y vuestra” Palabra. ¡Escuchadle!
Podríamos añadir, como fue profetizado: y vivirá vuestra alma. “Aplicad el oído
y acudid a mí, escuchad y vivirá vuestra alma…” (Is 55,3).
He aquí el testimonio
grandioso de Dios sobre su Hijo. Escuchadle, sí, a Él que es mi Palabra. A la
luz del testimonio de Dios sobre su Hijo, quiero decir algo acerca de los
buscadores de Dios. De la misma forma que Él muestra nítidamente que su Hijo es
el Amado, el Predilecto, el Revelador trasparente de su Misterio, del mismo
modo, Él da un discernimiento, una sabiduría especial a todos los que le buscan
con un corazón sincero.
Esta sabiduría
y discernimiento, lleva a estos hambrientos de vida a distinguir entre pastores
y pastores; entre los que hablan desde Dios revelándole por medio de la
predicación, y los que hablan desde sí mismos, desde sus egos, aunque estén
empapados de agua bendita, los que hablan desde la sabiduría humana, tan dejada
de lado por los apóstoles como -por ejemplo- Pablo (1Co 2,4-5).
Los verdaderos buscadores de Dios distinguen entre la
Voz encarnada en los pastores del Señor Jesús y las voces de los pastores
hechos a la medida de la sabiduría humana. Los primeros son reconocidos por las ovejas de Jesús; los
segundos son ignorados. “Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas,
y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño,
sino que huirán de él, porque no conocen –ignoran- la voz de los extraños” (Jn
10,4-5).
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