martes, 3 de enero de 2017

AMAR LA EUCARISTÍA.-Conversiones.-7-Carlos de Foucauld

Una de las figuras más fascinantes a los ojos de los que
, aun inmersos en mil dudas e incluso decepciones, encaminan sus pasos hacia la búsqueda de Dios como única savia de su existencia es Carlos de Foucauld. Nacido en Estrasbusgo, Francia, en mil ochocientos cincuenta y ocho, de familia noble, vive su adolescencia y juventud totalmente inconsciente, como si la vida fuese un juego. Con un planteamiento así no es de extrañar que considerase a Dios como un estorbo, por lo que abandona toda relación con Él y, por lo tanto, con la Iglesia.

Una existencia así, tan banal como frágil, le conduce a excesos lo suficientemente graves como para ser expulsado del ejército que era la profesión que había escogido. Entre vueltas y más vueltas, idas y venidas, desengaños y vacíos cada vez más hirientes, Carlos de Foucauld se atreve, y hace falta aplomo para ello, a mirar al cielo y lanzar esta pregunta: ¡Dios mío, si existes haz que te conozca!
Dios le escuchó y le hizo ver, como solamente Él sabe hacerlo, que sí, que existía, que le amaba, y que arrancase los miedos de su corazón porque su Hijo había entregado su vida para que él, incipiente buscador, pudiera recibirla en plenitud.
No es el momento de dar detalles de los pasos que dio este hombre en su peregrinaje hacia Dios, en su conversión; pero sí es conveniente sacar a la luz estas palabras que manaron como agua cristalina cuando su corazón tuvo la certeza de que estaba habitado por Él. Oigamos el testimonio imperecedero que nos legó: “Desde el momento que me encontré con Dios comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él”.
Ya dijimos que no era el momento de entrar en detalles y pormenores en lo que respecta a lo que fue su camino de conversión, así como por las diferentes etapas por las que Dios le fue conduciendo. Sucintamente diré que se ordenó sacerdote y que después de años de experiencia de vida contemplativa se instala en Argelia en medio de una población totalmente musulmana, lo que implica sin posibilidad alguna de predicar el Evangelio oralmente.
Carlos comprendió que en esa masa de no creyentes su evangelización consistiría en hacer visible el amor a Dios. Sabemos que pasaba un buen número de horas diarias ante el Santísimo Sacramento, sobre todo por la noche. Allí, ante el Hijo de Dios Sacramentado, aprendió a amar a los hombres aun cuando fuesen indiferentes a su fe. Jesús fue su Maestro en lo que respecta a esta peculiar evangelización.
Cuántos ríos de vida brotaron del alma de Carlos de Foucauld a lo largo de sus incontables horas ante el Santísimo, es una temeridad contarlas. Nos limitaremos a transcribir algo de la inmensa riqueza que Dios puso en su corazón y en su alma.
Fijémonos, por ejemplo, en este testimonio tan íntimo como profundo: “Dios mío, el lugar y el tiempo son los adecuados, estoy aquí en mi casa, ya anochece, todo duerme, no se oye más que la lluvia y el viento y algún gallo lejano que, a pesar mío, me recuerda la noche de tu pasión… ¡Enséñame a orar, Dios mío, en esta soledad, en este recogimiento! Aquel que ama y está frente al bien Amado, ¿podrá alejar sus ojos de Él? Orar es mirarte, porque tú siempre estás allí, ¿podría yo, si te amo de verdad, no mirarte sin descanso?”
Ante la inmensidad del desiertola extrema belleza de sus puestas de solel amigo de Dios y también nuestro, escribe: “Achico estas contemplaciones y vuelvo delante del Sagrario… Hay más belleza aquí que en la creación entera”.
Frente a la tentación de pensar que pueda estar perdiendo el tiempo y la vida sin provecho ni fruto alguno, escribe: “¿Mi presencia aquí hace un poco de bien? Si no hace nada, la presencia del Santísimo Sacramento hace ciertamente mucho bien. Jesús no puede estar en un lugar sin resplandecer”.
Fruto de tan maravillosas experiencias nos legó este testimonio tan válido como imperecedero: “Cuanto más se ama mejor se reza”. El uno de diciembre de mil novecientos dieciséis en el fragor de una revuelta es martirizado. Esa misma mañana había escrito: “Si el grano de trigo caído en tierra no muere, permanece solo, si muere dará mucho fruto” (Jn 12,24).

No hay comentarios:

Publicar un comentario