Pero el padre dijo a sus siervos: "Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies.
Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta,
Lc 15; 22-23
EL BUSCADOR
La parábola del hijo pródigo es una forma de mostrarnos Dios cómo quiere que le busquemos.
Aquel hijo que abandona al padre, somos cada uno de nosotros cuando en un momento de nuestras vidas, cumplidores de una fe que no es suficiente y nos ahoga, nos alejamos de Dios e iniciamos un camino a otras tierras buscando otras vidas en la vida.
Aquel hijo que se va no es feliz al lado de su padre, disfrutando de sus bienes, pero no de su amor y, no pareciéndole suficiente, sale a buscar un sentido a su vida, confundido, pero con la valentía del que se arriesga, del que no se conforma.
Durante años, embarrado y triste, transita por lugares donde tantos de nosotros hemos estado, en un mundo donde se experimenta la indigencia del alma, en un mundo donde se malgasta y se pierde la dignidad, en un mundo que abandona a la miseria del corazón.
Y, desde allí, donde el hombre solamente es pastor de un sinfín de tristeza siente que ha perdido su vida; desde allí, el hijo piensa en el padre, en su casa, y descubre la necesidad del amor de Dios
Ahora no ansía nada, sólo estar a su lado, en casa de su padre.
Volvemos a Dios como verdaderos hijos cuando hemos experimentado la miseria de nuestra vida, cuando pequeños, acabados y golpeados por el mundo, hemos visto lo que es la vida sin Él.
Y es entonces cuando nos levantamos y decidimos recorrer de nuevo el camino de vuelta a casa. Tiene que ser así; derrotados, no hay otra forma.
Y ahora, Él nos espera como esperó aquel padre de la parábola.
De vuelta, bautizados por el barro y la ignominia del mundo, Él abre sus brazos para bautizarnos con el agua de su amor. Nos reviste de su espíritu y nos prepara una fiesta.
Ahora si somos hijos de pleno derecho porque le hemos encontrado después de buscarle, cuando de verdad hemos experimentado la necesidad de su amor.
Solamente somos hijos de Dios cuando le buscamos desde la conciencia profunda de la miseria que nos hace pequeños, ínfimos.
Y allí está Él , en el camino, con sus brazos abiertos, esperando que ese abrazo cree en el mundo un nuevo discípulo que ahora sí, vuelto al Padre desde su pequeñez, pueda pastorear sus ovejas
En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.
Gal 3; 27-28
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