Por supuesto que no es ninguna novedad afirmar que vivimos en una sociedad cuyos ritmos y valores golpean implacablemente nuestro corazón, abocándolo al cansancio y agotamiento si, es cierto, vivimos con el corazón estresado. Es la nuestra una sociedad cuya óptica de lo que entiende y preconiza por el vivir, ofrece unos horizontes tan empequeñecidos que parece como que se repliegan contra nuestro espíritu produciendo una sensación angustiosa de claustrofobia.
La percepción existencial está tan recortada y disminuida que nos recuerdan unas tenazas que se elevan amenazantes sobre los latidos de infinitud que nuestro corazón emite como única resistencia ante el brutal recorte de vida al que se ve sometido. Son latidos que intentan ahuyentar de su campo visual los fantasmas, portadores de la nada, que se pasean por nuestro espíritu.
Sin embargo, no creemos que sea ésta una problemática sólo de nuestro tiempo. Sí es posible que hoy se haya agudizado, pero la problemática como tal siempre ha estado presente en la historia, pues no radica en el exterior sino en el interior del hombre. Quiero con esto decir que tiene que ver con nuestro propio ser. Hemos sido creados a la medida de Dios, y sólo a esta medida puede encontrar descanso nuestro corazón. Sólo en su dimensión real o en su proceso por alcanzarla queda nuestro corazón liberado de la camisa de fuerza que nos quiere imponer la competitividad y, al mismo tiempo, superficialidad, de una sociedad como la nuestra que se jacta en general de valerse por sí misma prescindiendo de Dios.
Que el cansancio del corazón y del espíritu son propios de cualquier etapa histórica, lo vemos teniendo en cuenta, por ejemplo, el testimonio altamente representativo de san Agustín, quien, en la época que le tocó vivir, al principio del medioevo, nos transmite su propia experiencia: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón sólo descansará cuando te encuentre a ti”.
Es a la luz de las contradicciones que llevamos dentro de nosotros mismos, como la de aspirar a tanto y demasiadas veces alcanzar tan poco, que podemos interpretar el diagnóstico, aparentemente pesimista, que el profeta Jeremías hizo del corazón humano: “El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién lo conoce?” (Jr 17,9). He dicho interpretación aparentemente pesimista, y así nos parece si nos cerramos en la literalidad de sus palabras. Estas nos expresan que el corazón del hombre es retorcido, engañoso, falaz… Sin embargo, competamos esta apreciación con la riqueza y vida que alberga un corazón cuando es visitado por Dios con su Palabra. El mismo profeta nos cuenta su propia experiencia: “Se presentaban tus palabras y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de mi corazón, porque se me llamaba por tu Nombre” (Jr 15,16).
La alegría y el gozo que Dios siembra en el corazón/espíritu del hombre, la riqueza que su palabra hace germinar en él, da al traste con las voces de los agoreros que nos impelen a conformarnos y agachar la cabeza; en definitiva, a desertar de la vida que Dios nos da.
Nunca fue fácil la búsqueda de Dios. La presión diabólica, que nos empuja a acomodarnos a las conquistas que sólo podemos ver con nuestros ojos y palpar con nuestras manos, se respira en el ambiente. La estrechez de miras a la que somos inducidos y casi hasta empujados, pesan demasiado sobre nosotros. La apertura hacia la trascendencia, ahí donde nuestros proyectos adquieren ciudadanía de infinitud, aparece seriamente dañada en su credibilidad. Parece más rentable canalizar nuestra vida hacia experiencias mucho más seductoras por su inmediatez y pragmatismo. Experiencias con fuerte carga engañosa ya que desvían nuestra mente de su caducidad.
Libres para arriesgar
Ante un panorama así, nuestra salida no puede ser la de la huída sino la de activar la “nomadía”, el nomadismo del corazón. En otras palabras, si nuestro corazón está hecho a la medida de Dios, revistámosle de la túnica del peregrino y pongámosle en camino. Liberémosle así de los arneses en los que se le quiere sujetar; de esta forma podrá lanzarse a la búsqueda de horizontes más anchos hasta que se encuentre con Dios, el único en el que puede descansar tal y como Él mismo lo dice (Mt 11,28-29).
Del corazón y alma, cansados, enfermos de amor, nos habla la esposa/alma del Cantar de los Cantares. La vemos saliendo apresurada, ansiosa tras las huellas de Dios. Él ha pasado por su vida y la ha descolocado. Nada ya tiene sentido hasta que no encuentre a Aquel, el único que puede curar su sed de amor infinito: “Abrí a mi amado, pero mi amado se había ido de largo. El alma se me salió en su huída. Le busqué y no le hallé, le llamé, y no me respondió… Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, si encontráis a mi amado, ¿qué le habéis de anunciar? Que estoy enferma de amor” (Ct 5,6-8).
Experiencia del alma que encontramos con frecuencia a lo largo de toda la Escritura. Como, por ejemplo, esta otra del salmo 42. El alma es representada bajo la figura de una cierva que, jadeante, busca unos manantiales de agua que puedan calmar su delirio y su sed: “Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua, así jadea mi alma en pos de ti, mi Dios…”
Sólo un corazón y un espíritu inconformista alcanzan el fin de su búsqueda. Sólo un corazón consciente de sus carencias, es capaz de encontrarse con Aquel que se acopla a sus hambres y ansias. Sólo un corazón y un espíritu libres de las ofertas caducas del mercado, son lo suficientemente luminosos para descubrir en sí mismos el impulso incontenible que les aguijonea hacia el Misterio. Sólo estos corazones verán colmados sus inconsolables vacíos.
Las inquietudes e inconformismos que se disparan vienen en nuestra ayuda cuando el círculo obtuso del vivir nos amenaza. Es entonces cuando nuestro corazón, indomable a todo lo que no está a su altura, reacciona y, haciendo gala de su inconformismo, se “hace nómada” y sale en búsqueda de Alguien que le satisfaga por completo. Alguien que es Dios, aunque todavía no lo conozca, aunque todavía no sepa su nombre.
Puede, como digo, no conocerlo o reconocerlo aún, pero sale en su búsqueda porque intuye que tiene que haber una Fuente que dé descanso a las corrientes impetuosas y revueltas que se disparan incontrolables por todo su ser. Sabe que encontrando la Fuente, se encontrará también a sí mismo.
De esta fuente nos hablan los profetas de Israel y le dan un nombre: Dios. Vale la pena peregrinar aun con mil miedos, dudas y contratiempos… y también renuncias para cercioramos acerca de su existencia o no. Vale la pena, -sí vale la pena- porque todos aquellos que se hicieron nómadas y errantes por ella, en ella se sumergieron. Al abrazarse a ella, encontraron la savia de su vida, se encontraron con Dios: huérfanos de todo al emprender su éxodo se encontraron con su Padre. Cuando sus pasos llegaron hasta Él, decidieron plantar su tienda a su lado para disfrutar -repitiendo la experiencia del salmista- de sus delicias para siempre: Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu lado” (Sal 16,11).
Benditos los que encuentran
La experiencia de nuestro salmista viene al encuentro de todo corazón cansado. Cansado de tener y perder, de amar y desamar, de abrazar y despertar en soledades cansado de recoger desalientos y decepciones, de encumbrarse y agotarse de tanto mantener el equilibrio en una cima inestable. Cansado de amar todo lo que el tiempo tiende a desgastar, de alcanzar conquistas y metas cuyos destellos resplandecen al compás de un reloj de arena. En definitiva, cansados de ser sólo desde nosotros mismos y no desde Dios. Por eso, en su lucidez, el hombre comprende que vale la pena arriesgar todo y ponerse en camino hasta llegar junto a Él. Posiblemente haya llegado marcado por heridas y jirones, producto de sus desánimos, crisis y también de sus pecados…, no importa, ha llegado.
El mismo Jesús nos empuja, o mejor dicho, nos atrae, mueve nuestros pasos hacia Él: Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Así como la tierra contiene en sí la ley de la gravedad por la que ejerce una fuerza de atracción hacia sí misma en todo lo que respecta a su ámbito espacial, también el Hijo de Dios tiene lo que podríamos llamar su peculiar ley de la gravedad ésta hace que el corazón y el espíritu exhausto del hombre, tiendan esperanzadamente hacia Él. En este sentido, podríamos comparar al Señor Jesús con una especie de imán cósmico que recoge todas nuestras sensibilidades, los pálpitos de todo corazón que busca la Verdad, el Amor perfecto y la plenitud de la Vida. Por supuesto que un corazón satisfecho que ha encajado perfectamente con los arneses en los que le han encadenado y sometido, puede llegar a ser prácticamente inmune a esta atracción.
Hablamos, sin embargo, del corazón que ha tomado conciencia de sus cansancios, de la inutilidad de sus esfuerzos para saciar su insaciabilidad. Es el corazón que justamente, por haber tomado conciencia de los límites de sus logros y haberes, se ha hecho buscador del Eterno, del Invisible, de la Vida. Han sido tantas sus carencias, y, al mismo tiempo, ha puesto tanta confianza en su encuentro con Dios, que, cuando lo halla se apropia de la experiencia del hombre de fe del autor del salmo 63. Estremecido de júbilo, repite con él: mi alma se aprieta contra ti, Dios mío”.
Damos rienda suelta a nuestra imaginación y escenificamos el encuentro, el cara a cara del buscador con Dios. Afinamos el oído y nos parece oír el susurro de su alma: “Mi amado es para mí y yo para mi amado” (Ct 2,16). Es posible que, al oírse así mismo, se pregunte si se ha vuelto loco. Es la hora de la desconfianza, puede llegar a pensar que su fantasía le ha jugado una mala pasada.
Dios le saca de sus miedos y cuitas susurrándole también algo a su oído en estos términos: “Toda hermosa eres amada mía, no hay tacha en ti” (Ct 4,7). No, no hay duda. Ha oído la voz de Dios llena de amor sobre su alma. Y acaece que no hay mancha alguna en todo su ser. Lo sabe, además es consciente de que el mismo Señor Jesús le ha limpiado con su Evangelio: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado” (Jn 15,3). Tiene la certeza de que gracias a Jesucristo ha llegado a estar cara a cara con el Padre (Mt 5,8).
El alma oye y calla. Fin de su viaje. Su cara a cara con Dios provoca en su interior un discurso bellísimo: ¡Bendito el día en que aposté por ti, el día en que arriesgué todo por salir de mis dudas para saber si eras una ficción o alguien que tiene un rostro! ¡Bendito, sí, bendito ese día porque ya desde mis primeros pasos hacia ti, mi corazón cansado empezó a disfrutar de tu descanso! ¡Bendito seas porque, al igual que el salmista, contemplo tu serena e incomparable belleza! Despide tanta bondad que también yo siento la necesidad de hacer resonar por todo el mundo esta invitación: “Gustad y ved qué bueno es Dios, dichoso el hombre que se cobija en Él” (Sal 34,9).
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