El hombre de hoy, y de todos los tiempos, con las circunstancias de cada momento, vive bajo el agobio de sus propios acontecimientos. Acontecimientos que a veces nos abruman, cuando nos maltratan y nos hacen decir: “¿De verdad que Dios se ocupa de mis problemas?” Unas veces es la enfermedad la que nos visita, a nosotros o a un ser querido; otras sufrimos la herida del abandono en la pareja; otras veces es un problema económico que nos acucia…Y en cada uno de estos problemas, la repercusión que tienen para quienes nos rodean aumentan la fatiga en nuestro corazón. Y surge la tentación: Señor: ¿Por qué a mí? Inconscientemente pensamos que estos problemas que están ahí, no deben ser para mí, sino para otro…por eso pregunto por qué a mí. Es decir: el problema se ha de producir; parece que dijéramos: que el problema le venga a otro, a otro que no va a Misa, que no cumple como yo…es la misma respuesta que da el fariseo en el Evangelio que llamamos “del fariseo y el publicano”: cumplo, cumplo…no como ese publicano. Ése sí merece el castigo yo no.
Y como la Sabiduría de Jesucristo es infinita, y conoce nuestro barro, nos presenta el Evangelio del hombre que cimentó sobre roca: “…vinieron vientos y tempestades y embistieron contra la casa, pero esta no cayó…”(Mt 7,25 y ss)
Y así, cimentados en Él, que es nuestra Roca, podrán venir problemas de toda índole, que, aunque con dolor, podremos superar, porque “los que en Ti confían no quedarán defraudados” (Sal 24,3)
El justo no temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor (Sal 111)
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