viernes, 18 de septiembre de 2015

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN - (Hombres de Dios para el mundo) - CAPÍTULO .- I.- La Voz y las voces (Por el padre Antonio Pavía)


La Voz y las voces
Al  igual que otros profetas, Jeremías es impulsado por Dios a denunciar a su pueblo, el Israel de la alianza, el Israel elegido y llamado a ser el torrente por el que todas las naciones serán bañadas con las bendiciones divinas, el Israel en cuyo seno habrá de nacer el Mesías, fundamento y razón de ser de nuestra inmortalidad (Jn 11,25-26).

Israel, “la niña de los ojos de Dios” (Dt 32,10), se cansa de Él. Sus sentidos necesitan ver, oír y tocar a su Dios, de la misma forma que los demás pueblos ven, oyen y tocan a sus dioses. A esto hay que añadir que ya no son esclavos de nadie, han prosperado, son ricos y fuertes, en fin, todo un conjunto de realidades que les llevan a la conclusión de que pueden perfectamente prescindir de Dios. El pueblo santo pasa así a una apostasía si no teórica, sí práctica.

Israel se aparta, da la espalda a Dios, a pesar de lo cual sigue siendo la niña de sus ojos. Por ello, porque “su ternura es inagotable (Jr 31,20b), le envía profetas para recordarle su prodigiosa historia de salvación que le haga tomar conciencia de quién es, y que su desarrollo y prosperidad han sido posibles gracias a su Dios, ése que, si bien no es visible a sus ojos, nunca ha dejado de estar a su lado.

Jeremías, que expresa como nadie la ternura y también la misericordia de Dios para con su pueblo, y en él a todos y cada uno de los hombres, denuncia la apostasía de Israel en términos tan claros como inequívocos; no hay asomo de ambigüedad en su hablar, aunque, y bien que lo sabe, le causará todo tipo de rechazo e incluso persecución.

Sin embargo, junto con la denuncia, Dios pone en su boca promesas que vienen en ayuda de la debilidad de estos hombres. Escuchemos una de ellas profetizada justamente después de haber denunciado la apostasía práctica del pueblo santo: “Volved, hijos apóstatas, dice el Señor, porque yo soy vuestro Señor. Os iré recogiendo uno a uno de cada ciudad… Os pondré pastores según mi corazón que os den pasto de conocimiento y sabiduría” (Jr 3,14-15).

No nos cuesta ningún esfuerzo reconocer en Jesucristo al Buen Pastor por excelencia según el corazón de Dios, anunciado por Jeremías. Él es quien escribirá la Palabra en el corazón del hombre llenándolo del sabio conocimiento de Dios (Jr 31,33-34). Él será quien dará a conocer a sus discípulos los misterios del Reino de los Cielos, expresión bíblica que en realidad significa los Misterios de Dios: “A vosotros se os ha dado a conocer el misterio del Reino de los Cielos” (Mt 13,11).

Siguiendo adelante en esta misma cita bíblica y en el mismo contexto, Jesús hace mención de la palabra del Reino (Mt 13,19) en una referencia inequívoca a la Palabra de Dios. Él es el Buen Pastor que, con su palabra, introduce a los suyos en el Misterio de Dios, introducción que, como nos dice Marcos, es llevada a cabo en la intimidad como quien confía un secreto: “Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado” (Mc 4,33-34).

Creo que no hemos tenido ninguna dificultad en reconocer a Jesucristo como el Pastor según el corazón de Dios profetizado por Jeremías. La cuestión es que el profeta nos habla de pastores en plural. Pastores según el corazón de Dios que sientan el crujir de las telas de sus entrañas ante las inmensas multitudes que vagan por el mundo entero, vejadas y abatidas porque no tienen quien alimente sus almas (Mt 9,36).

El salto que se nos pide a los hombres para pastorear así, según el corazón y la misericordia de Dios, es una quimera, una utopía, se nos pide un imposible. Bueno, para eso está Dios y para eso se encarnó, se hizo Emmanuel, para que fuésemos testigos de la viabilidad de aquello que consideramos, con justo criterio, inviable, imposible. De hecho, un hombre de fe es alguien que acumula muchos imposibles en su vida y que Dios ha hecho posibles.
Una vez resucitado, Jesús, el que somete toda utopía, se encuentra con los suyos, con sus discípulos. Nos deleitamos en uno de esos encuentros, el que tuvo con Pedro después de la pesca milagrosa. Conocemos las líneas maestras de la conversación que mantuvo con él: Pedro, ¿me amas? –Señor, sabes que sí.– ¡Apacienta mis ovejas!- Así por tres veces.

La propuesta del Hijo de Dios deja a Pedro aturdido. Le está proponiendo un pastoreo a “sus ovejas”. Unas ovejas que necesitan ser alimentadas, como decía Jeremías, con “pasto de conocimiento y sabiduría”. Bastante estupor sobrelleva Pedro al ver a Jesús dirigirse a él con el corazón lleno de perdón por su triple negación, como para asimilar esta invitación: ser pastor como Él, según su corazón, con la misión de -como dice Pablo- administrar los misterios de Dios (1Co 4,1).
 

Yo les capacitaré

No, no hay corazón que pueda soportar tanto amor. Parece como si éste librase una batalla por su propia supervivencia, como si todo en su interior fuera a saltar en mil pedazos. Detengámonos un poco e intentemos hacernos cargo del caos que se ha desencadenado en las profundidades del apóstol. En realidad Jesús le está ofreciendo el don de alimentar-apacentar a sus ovejas tal y como el Buen Pastor, descrito por el salmista, las apacienta (Sl 23).

Así es. Jesús, al proponer a Pedro el pastoreo de sus ovejas, le está capacitando para conducirlas a los verdes prados donde puedan alimentarse de la fresca hierba, es decir, no de pan recalentado, sino de ese pan de cada día, aún caliente y crujiente, recién salido del horno del Misterio de Dios. Bajo esta llamada, Pedro será el buen pastor que hará de la Palabra un banquete en el que cada invitado será ungido con perfumes por el anfitrión -Dios- y en el que la copa de la comunión -el amor en el espíritu- rebosa, como profetiza el salmista. Un banquete en el que todos somos Juan (Jn 13,25) con nuestro oído recostado sobre el pecho de Dios, sede de su Sabiduría…, es decir, a la escucha.

Apacienta mis ovejas. Por tres veces Jesús confía esta misión a Pedro. Por tres veces el pescador rudo se estremece, sus rodillas tiemblan como las de un adolescente que reprime sus emociones. Oigamos el rumor interior de Pedro: ¡Jesús me confía sus ovejas, aquellas por las que ha sido desfigurado en la cruz hasta morir! ¡Me confía lo que le ha costado toda su sangre, su cuerpo y su dignidad…!

Pedro, sin salir de su asombro, oye esta invitación. Siente que se dobla, como que necesita una fuerza sobrehumana para tenerse en pie; no se atreve a decirle a Jesús cuánto le ama, pues ni siquiera se considera digno de amarle. Sin embargo, cada uno de sus temblores y estremecimientos le delatan. No sabe muy bien por qué, pero adivina que sus negaciones se han perdido desdibujadas por el cosmos inmensurable. Por supuesto que no entiende lo que está pasando…, lo que sí intuye es que está limpio, sin pecado…; una sangre derramada le ha purificado, ha borrado sus pecados sin dejar rastro de ellos, como siglos antes había suplicado el rey David (Sl 51,3-4). Purificación que los cristianos tenemos ante nuestros ojos cada vez que celebramos la Eucaristía: “…porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28).

Pedro tiene ante sí al que ha dado la vida por él y le ha hecho nacer de nuevo con su perdón repitiéndole una y otra vez: ¿Me amas…? ¿Qué esperas para responder? ¡Quiero que seas mi boca, apacienta mis ovejas!, dales mi Palabra, mi Evangelio. Mis ovejas se distinguen de todas las demás por lo que comen, y también ellas distinguen mi Voz de la voz de los extraños (Jn 10,4-5). Pues bien, ¡tú serás mi Voz!
Por primera vez a lo largo de este encuentro, Pedro alzó sus ojos y los fijó en el Dios de los dioses, el Señor de los señores. Por dos veces, con la cabeza gacha y como avergonzado, apenas había alcanzado a susurrar: ¡Señor, tú sabes que te amo! En esta tercera vez, y como he señalado, se atrevió a levantar su rostro hacia su Señor. No se avergonzó de estar en presencia de su Maestro y Señor. Asiendo fuertemente sus brazos, confesó: ¡Señor, sabes que te amo! Aquí me tienes no con mis fuerzas sino con las tuyas, pues me has rescatado con tu amor, me has hecho subir desde mis infiernos, y, por supuesto que te amo. No te lo digo con mis palabras -bien conoce la criada de Caifás el valor que ellas tienen- sino con las tuyas en mi corazón: tu Evangelio. Jesús, viéndole ganado para la salvación del mundo, selló definitivamente su propuesta: apacienta mis ovejas.
Este tú a tú entre el Resucitado y el hombre rescatado marca un punto de inflexión, al tiempo que abre una puerta a la ininterrumpida generación de pastores según el corazón de Dios que nunca faltarán en la Iglesia. Pastores que recibirán de su Señor y Maestro el don y la sabiduría para partir el pan de la Palabra y darlo como alimento a sus ovejas, “cuyas almas viven porque la escuchan” (Is 55,3). Esta misión de los pastores según el corazón de Dios, tan impresionante como bella, no termina ahí. Sabemos que son pastores porque su Señor les enseña a partir la Palabra para darla como alimento a su rebaño. Esto, con ser sublime, es insuficiente, falta otro paso que también Dios les concede, y es el de enseñar a sus ovejas a partir la Palabra por sí mismas; sólo así alcanzarán la mayoría de edad, es decir, la fe adulta.

Apacienta mis ovejas. La propuesta-llamada de Jesús continúa recorriendo el mundo entero en busca de pastores que alivien las heridas del hombre sin Dios, del hombre que dio y da muerte a su esperanza porque su arco existencial empieza y acaba en sí mismo. ¡Apacienta mis ovejas! He ahí la voz que resuena insistentemente por el mundo entero. Bienaventurados los que oigan esta llamada y comprendan que su aceptación “no es una renuncia sino una ganancia” (Flp 3,7-8).

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