viernes, 30 de septiembre de 2016

Pastores según mi corazón (Hombres de Dios para el mundo) | Capítulo XVIII Edit. San Pablo - Nada me falta


XVIII - Nada me falta


Poco conocimiento tienen de la historia aquellos –y son muchos- que afirman que el mundo está herido de muerte por su intento de desplazar a Dios de su ámbito; que nuestra sociedad, el hombre, ha alcanzado lo que podríamos llamar su mayoría de edad, por lo que no necesita de ningún dios que le tutele. Cuando digo que los que afirman esto tienen un escaso conocimiento de la historia no es porque no sea cierto lo que sostienen, sino porque, en realidad, el hombre nunca ha dejado de rivalizar con Dios; y esto desde los primeros albores de la creación. El intento de sofocar su Presencia ha sido y es una constante en la historia. Ya en las primeras páginas del Génesis se nos dice que la humanidad proyectó la empresa, el intento, de edificar una ciudad levantando en ella una torre cuya cúspide alcanzase los cielos (Gé 11,1…).

Toda una declaración de intenciones del hombre de todos los tiempos que viene a decir que el que Dios exista o no, no es lo realmente importante. Lo que importa es que, suponiendo que exista, no hay que darle mayor importancia; le haremos ver que también nosotros podemos llegar a ser dioses (Gé 3,1-6). La pretensión de aprender a vivir sin la tutela de Dios tanto abiertamente como de forma encubierta, es decir, reduciéndolo a formulismos, hace parte de nuestra historia, de nuestra humanidad.

Sin embargo y aunque parezca increíble, todos los intentos llevados a cabo para “destutelar” al hombre de un Dios hacia quien crecer, en quien encontrar la plenitud por la que clama nuestro ADN, han sido vanos. Por mucho que nos elevemos por encima de nuestras limitaciones, siempre nos resistiremos a aceptar que la muerte física sea el punto sin retorno, el abismo incomprensible en el que se estrella lo que hemos vivido, soñado, alcanzado, proyectado, intuido, amado…

El hecho es que en nuestro ADN tenemos unas como “células rebeldes”: así es como llamaremos al alma. Éstas reclaman, con gritos desesperados, nuestra atención al verse envueltas en la más servil de las enajenaciones: la deserción de la Trascendencia. El yo incorpóreo se resiste, no acepta que le estrechen en los ínfimos límites de la sola corporeidad, en el más que insuficiente mundo sensitivo.

Pues bien, nuestras “células rebeldes”, abanderadas de nuestra incorporeidad, son especialmente sensibles en aquellas personas en las que vive Dios. Me explico. Son esos hombres y mujeres de los que hizo mención el salmista que, sin alardes ni pretensiones aleccionadoras, marcó con un sello bien legible: “Dios es mi Pastor, nada me falta” (Sl 23,1). Hombres para quienes Dios no es un rival, no les pesa su tutela porque, desde ella, Él les ha dado alas para volar a su altura; hombres que difunden en los entresijos del aire pesado de su entorno “el suave olor de Jesucristo” (2Co 2,15).

El Señor es mi Pastor, nada me falta, proclamó el salmista en una clara referencia al Mesías, quien se dejó conducir, instruir, consolar y fortalecer por su Padre a lo largo de toda su misión, como podemos comprobar en los Evangelios. El Señor es mi Pastor, nada me falta. He ahí el sello de calidad y de misión que caracteriza e identifica a los pastores de Jesucristo, aquellos que, dejándose formar por Él en la escuela del Evangelio, aprendieron, tras mil tropiezos, dudas y miedos, a confiar y depositar su vida en Dios con la seguridad de que cuida de ellos…, también de sus necesidades materiales: “…Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; que ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso” (Lc 12,30).

La esperanza de confiar en Alguien

Dios es mi Pastor, nada me falta. He aquí al hombre y también al Dios de quien la humanidad entera está, en realidad, hambrienta y sedienta. La misma humanidad que, generación tras generación, ha ideado mil formas para desatarse de la “supervisión de Dios”, ve desarmados todos sus postulados, debilitado el pulso que pretende echar con Él, ante el asombro que le provoca encontrarse con hombres que tienen bastante con su Pastor. Dios, a su vez, les cuida como a las niñas de sus ojos (Dt 32,10b). Los aparentemente increyentes asisten atónitos al milagro de conocer personas que confían realmente en Dios… Asombro que, con no poca frecuencia, da paso al deseo de conocer a este Dios en quien poder confiar su propia vida.

No es en absoluto una vida ascética lo que ejerce poder de atracción sobre todo aquel que ignora a Dios. El mundo en general está curado de las figuras ejemplarizantes que en demasiadas ocasiones mostraron que detrás de sus fachadas no existía verdad alguna. Sin embargo, son vulnerables a la atracción que ejerce sobre ellos la diáfana libertad que irradian estos hombres y mujeres, a quienes la mano de Dios acaricia y envuelve de tal forma que toda su vida es una proclamación de que se sienten amados por Él, y con Él tienen bastante.

Es una atracción que podríamos incluso llamar irresistible, porque, dada la precariedad y contingencia de todo el hacer humano, sí les gustaría a estos espectadores entrar en contacto con “un Dios” en quien y a quien confiar la propia existencia, tantas veces llevada de una parte a otra como si fuera una marioneta. El corazón de estos hombres se alegra al ver a personas que, al igual que el apóstol san Pablo, pueden decir con la sencillez de quien desborda gratitud: “sé en quién he confiado” (2Tm 1,12).

Todos ellos -que han vivido y viven entre nosotros a lo largo de la historia- provocan de una forma u otra la atención de todo su entorno, al margen de su creencia o increencia. Llaman poderosamente la atención porque se les ve poseedores de lo que todo ser ambiciona más o menos conscientemente: “la piedra filosofal de la existencia”. Hombres y mujeres a quienes Jesús hizo sus discípulos y que, como tales, irradian el don que han recibido: “la vida en sí mismos”, como dice Juan (Jn 5,25-26).

  La pregunta que aletea, irreprimible, entre las azoteas de estas líneas que configuran la intuición de Dios más profunda que el hombre puede albergar, no es otra que ésta: ¿quién nos enseñará a creer así en Dios, a confiar en Él más allá de los parámetros de prudencia que nos impone una sociedad tan sistematizada? En última instancia, ¿quién nos enseñará a ser de Dios?

Su mismo Hijo nos responde: “El que es de Dios, escucha las palabras de Dios” (Jn 8,47a). Por medio de la escucha a Dios, de sus palabras, entramos como discípulos en la escuela de la confianza que es el Evangelio. Ya no necesitamos que nadie testifique acerca de nosotros. El Evangelio, sus palabras de vida eterna (Jn 6,68) que hemos escuchado y hecho nuestras al guardarlas… (Lc 11,28), ellas testifican de quién somos, quién es nuestro Padre. Él es quien da testimonio de nosotros, el único testimonio que su Hijo consideró irrefutable: “El Padre es el que da testimonio de mí, yo sé que su testimonio es válido” (Jn 5,32).

Os daré pastores según mi corazón, había prometido Dios (Jr 3,15). Id y anunciad el Evangelio al mundo entero. Id, vosotros sois los pastores que mi Padre prometió por medio de los profetas. Id y enseñadles a guardar la Palabra como yo os he enseñado a vosotros. Id, porque el hombre que tiene todo menos a Dios en su alma, no es nadie. Id con mi Evangelio en el corazón; él os testificará, un día tras otro, que no estáis solos, que yo estoy con vosotros. Id con mis palabras, sólo con ellas venceréis la tentación, siempre latente, de querer hacer vuestra obra. Id…

Empaparé vuestra alma

Los apóstoles recibieron este envío. Por supuesto que era toda una novedad. Nadie había hablado así, nadie les había abierto las puertas hacia un espacio de libertad sin horizonte alguno. Nadie les había hecho señores sobre todos los miedos que amenazan y coartan al hombre: inseguridades,  las penumbras del futuro, el ser amados por y para siempre, no cansarse nunca de amar a quien amas y, por supuesto, saber acoger lo que es considerado un espectro: la enfermedad y la muerte. Puesto que todos estos miedos son reales, comprenden la urgencia de Jesús: ¡id hacia el hombre!

La voz del Señor y Pastor resuena más en sus almas que en sus oídos; saben que ni van ni están solos. Confían en quien les envía porque en Él han podido comprobar que el Dios de la Palabra es veraz, por lo que creen en la confesión de fe del salmista: “El Señor es mi Pastor, nada me falta”. ¡Fueron y llenaron la tierra entera de palabras de amor y libertad!, palabras que se abrieron hacia los que las acogieron, en forma de Camino, Verdad y Vida. Fueron y demostraron al mundo que eran más fuertes que la muerte. Y así, pronto el mundo empezó a martirizar a los primeros testigos de Jesús: Esteban, Santiago, Pedro, etc. Ningún poder fue capaz de detenerlos; su Señor estaba con ellos, por lo que nada les faltaba. Y aquellos que creían que les arrebataban la vida no sabían que les estaban abriendo las puertas hacia el Todo. Nada les faltó, y el Todo al que aspiraban, alcanzaron.

Aunque sea un poco por encima, nos apetece entrar en el corazón de Pedro, la piedra escogida por Jesús para edificar su Iglesia: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Recojamos la historia desde el principio. En el primer encuentro  miró a sus ojos y lo hizo suyo, grabando en su corazón un amor indescriptible: “Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas…” (Jn 1,42). Nunca los ojos del Hijo de Dios dejaron de acariciar a este su pastor, ni siquiera cuando  cayó estrepitosamente vencido por su debilidad. ¡Qué fuerza irradió la mirada de Jesús en esa noche de su pasión, que el pobre pescador naufragó en sus propias lágrimas! “El Señor se volvió y miró a Pedro, quien recordó sus palabras: “Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces”. Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22,61-62).

Han pasado los años. Vemos a Pedro pastoreando su rebaño con el amor que ha recibido de su Señor y Pastor. Nada le falta, nunca había tenido tanto, su Señor lo es todo para él. Y se sobrecoge ante otro misterio: ¡nunca había dado tanto! No da de lo que tiene, sino de lo que recibe ininterrumpidamente de Dios. Al igual que su Hijo, y porque ha sido formado y moldeado por Él, puede confesar, con la sencillez de quien ha sido gratuitamente rescatado y amado: “…llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre…” (Jn 14,30-31).

No nos extraña, pues, que Pedro, así enriquecido por el Señor Jesús, tenga la capacidad de confortar y fortalecer a sus ovejas con exhortaciones como éstas: ¡Alegraos de ser discípulos de nuestro Señor Jesucristo! “…a quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa…” (1P 1,8).

Pedro ha gustado, ha soberado  a Dios. Tal y como profetizaban las Escrituras, tiene empapada el alma, rebosa de la miel de sus palabras: “Sus palabras son más dulces que la miel, más que el jugo de panales. Por eso tu servidor se empapa de ellas, gran ganancia es guardarlas…” (Sl 19,11b-12). Justamente de esta su abundancia es de donde saca para dar de comer a sus ovejas, lo había profetizado Jeremías: “Empaparé el alma de los sacerdotes de grasa, y mi pueblo se saciará de mis bienes” (Jr 31,14).

Por supuesto que todo esto nos da una idea de la sobreabundancia de Dios y de la sobreabundancia del alma de Pedro. Mas es necesario completar esta descripción con un broche de oro: pudo afirmar con autoridad, sin asomo alguno de falsedad, ni ridículo moralismo que tan a rancio huele: “¡El Señor es mi Pastor, nada me falta!” Sólo desde la enorme riqueza que recibió de Jesús podemos apreciar sus exhortaciones a los primeros pastores de la Iglesia: “Apacentad el rebaño de Dios que os está encomendado, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón…” (1P 5,2). Exhortación que no ha perdido nada de su valor. Más aún, como ya hemos dicho antes, éstos son los pastores que “nuestra sociedad autosuficiente” pide a gritos.

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