XX - Plantación de Dios
Comenzamos este
capítulo con una de las profecías de Isaías que, a nuestro parecer, revela con
mayor fuerza la misión del Mesías. Nos da a conocer que éste anunciará la Buena
Nueva de la salvación a los pobres, a los cautivos, a los que, sobrecargados de
tanto sufrimiento, tienen el corazón desfallecido. Contiene tanta fuerza su
anuncio, su Buena Nueva, que podrá cambiar totalmente la vida de los que lo acojan:
el luto y el abatimiento darán lugar al gozo, resurgirá la alegría de vivir. Culmina Isaías su
profecía con una promesa sorprendente: A estos hombres, rescatados por el
Mesías de todas estas profundidades, se les llamará “robles de justicia, plantación
de Dios para manifestar, irradiar su gloria” (Is 61,3b).
Por supuesto
que el anuncio de Isaías alcanza a todos los discípulos del Hijo de Dios, a
todos los que guardan su Evangelio. Hecha esta puntualización y dado el tema
señero de este libro, centramos nuestra atención en aquellos a los que Jesús
llama de forma especial al sacerdocio, por la particular resonancia con que les
alcanza esta profecía. Así lo creemos porque especial es la misión de estos
hombres, y que consiste de forma primordial en pastorear las ovejas que el Hijo
de Dios les confía. Para llevarla a cabo necesitan un corazón como el suyo.
Hablamos de pastores que puedan alimentar sus rebaños en pastos de sabiduría y
discernimiento (Jr 3,15).
Plantación de
Jesucristo, que es la Sabiduría y Fuerza de Dios (1Co 1,22). Así es como
podemos llamar, con la autoridad que nos da la Escritura, a aquellos que el
Señor Jesús llamó, y continúa llamando, “para que estuvieran con él, y para
enviarlos a predicar” (Mc 3,14a). He aquí un rasgo distintivo de los pastores
que Jesucristo reconoce como plantación suya, obra de sus manos. Son hombres
expertos en debilidades, empezando por las suyas; pero que, como la esposa del
Cantar de los Cantares, están a gusto con Él (Ct 2,3). En esta intimidad son
revestidos de su fortaleza. Su profundo estar con su Señor les impulsa a estar
con los hombres con la Palabra de gracia que Él –su único Maestro- ha sembrado
en el fértil terruño de sus almas.
Hombres que,
guiados por su Maestro, han aprendido a estar con Dios como Padre suyo que es,
a saborearlo (recordemos que en la lengua y cultura de Israel sabor y saber
vienen de la misma raíz). Hablamos de hombres injertados en Dios por cuya razón
irradian y manifiestan su gloria, y ante los cuales nadie queda indiferente, porque
las huellas de Dios que configuran sus rostros son luminosas. Se les puede
aceptar o rechazar, mas nunca ignorar. Su predicación así como sus liturgias
llevan la misma firma: el Rostro de Dios, su Teofanía y su Teofonía –su Voz-.
Así como “los
cielos proclaman la gloria de Dios, y el firmamento la obra de sus manos (Sl
19,2), estos pastores apasionados por el Evangelio, -lo que les hace apasionados
también por los hombres, sobre todo por aquellos más cruelmente golpeados, cuya
existencia es todo un grito de dolor- proclaman que Dios es bueno con todos,
que, “como la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Dios
para quienes le buscan…, pues se acuerda de que somos polvo” (Sl
103,13-14).
Pastores
misericordiosos con las debilidades de sus hermanos, porque han conocido en su
propia carne la misericordia y la
ternura de Dios. Saben también que no brillan con luz propia, por ello no se
atribuyen ningún mérito en su pastoreo; de ahí el auténtico pánico que tienen
ante cualquier asomo de adulación. Se sienten entrañablemente cercanos, son
testigos de que su hacer emana de la sabiduría y gracia de Dios. Ante estos
pastores, los hombres “glorifican a su Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
Junto al Manantial de
la Vida
Su ministerio
sacerdotal va mucho más allá de los ritos externos y formalistas que, aun
cuando necesarios, podrían, por su falta de profundidad, no reflejar a Dios. Es
por eso que cuando predican y celebran desaparece su yo para dar paso a
Jesucristo en cuyo nombre ejercen su misión, su pastoreo. Todos los hombres y
mujeres que buscan ansiosamente el Camino, la Verdad y la Vida, lo encuentran
en este Jesucristo que vive y actúa en ellos; es como si estos hombres le prestaran su cuerpo para que vuelva a
acontecer la Encarnación… Mucho saben de esto los pastores que viven la pasión
inmortal por el Evangelio.
Encarnan, pues,
al Hijo de Dios y, desde Él, comparten sus fatigas. Se da como una especie de
causa y efecto entre las fatigas del alma que sobrellevan a causa de su misión
y la luz que reflejan. Cuando son conscientes de esta relación causa-efecto
desbordan de alegría, pues han venido a saber que su comunión con su Señor y
Pastor es real. Comparten su misma fatiga, aquella que es la fuente de su luz,
tal y como anunció el profeta Isaías: “Por las fatigas de su alma, verá luz, se
saciará. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos…” (Is 53,11).
Esta
característica de los pastores no pasa desapercibida para los verdaderos
buscadores de Dios. Ven en ellos una respuesta real a su hambre y sed de
eternidad; la Trascendencia deja de ser para ellos algo quimérico para
convertirse en algo posible, incluso palpable o, por lo menos, algo que va
mucho más allá de ínfulas visionarias. Es tan atrayente esta posibilidad que,
dejando de lado todo tipo de prejuicio, se acercan -eso sí, muy lentamente-
hacia ellos. Saben que son lo que son porque han aprendido a vivir con
Alguien…, a quien les gustaría conocer. Efectivamente, son para el mundo entero
“robles de justicia y plantación de Dios que irradian su gloria”, como decía
Isaías. De ellos dijo el salmista que son “como árboles plantados junto a las
corrientes de agua, que a su tiempo dan el fruto, que jamás se amustia su
follaje y que todo lo que hacen les sale bien” (Sl 1,3).
También
Jeremías profetiza sobre estos pastores comparándolos con árboles que, junto a
las márgenes del río, dan fruto incluso en año de sequía. El profeta ofrece un
dato revelador que da la razón de su fecundidad: son hombres que han puesto su
confianza en Dios; es tal la consistencia de esta confianza, cimentada en la
experiencia que de Él tienen, que no conciben la posibilidad de que Dios les
defraude. “Bendito aquel que se fía de Dios pues no defraudará su confianza. Es
como árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente
echa sus raíces… En año de sequía no deja de dar fruto” (Jr 17,7-8).
Estos textos
son profecías que, al igual que la de Isaías con la que iniciamos este
capítulo, se cumplen en Jesucristo, el Hijo de Dios, y en “sus plantíos”, en
estos hombres que, cercanos a su corazón, pueden decir al igual que san Juan de
la Cruz: “mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio; ya no guardo
ganado ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio”.
Pastores que reflejan
el Misterio
Son hombres de
Dios para el mundo, hombres para los demás, que han plantado su tienda al pie
de la Cruz de su Señor y beben de la herida de su costado abierto, herida de la
que mana su riqueza insondable. Saben del Misterio y el Misterio anuncian. No
necesitan explicarse con palabras altisonantes, ya que el mismo Dios se explica
a sí mismo, por medio de ellos, con las palabras que pone en sus labios. Cada
vez que predican y anuncian el Evangelio, no se fían en absoluto de sí mismos
sino del Pastor que les llamó, y a Él recurren. Son tan conscientes de su
pobreza que incluso piden a sus ovejas que intercedan por ellos ante Dios a fin
de que les haga aptos para transmitir el Misterio del Evangelio.
A este
respecto, recurrimos a nuestro querido amigo Pablo, quien nos brinda un fiel
testimonio de esta precariedad que a él mismo le acompaña: “… Siempre en
oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con
perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí, para que
me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con franca
audacia el Misterio del Evangelio, del que soy embajador entre cadenas” (Ef
6,18-20).
Son hombres de
Dios, Él los hizo plantación suya. Con especial mimo y cuidado los sembró en
las márgenes del Manantial de Vida que fluyó, como dije antes, del seno del
Crucificado, manantial de Vida que ya había sido profetizado por Ezequiel: “Me
llevó a la entrada del Templo, y he aquí que debajo del umbral del Templo salía
agua, en dirección a oriente… A orillas del torrente, a una y otra margen,
crecerán toda clase de árboles frutales… Producirán todos los meses frutos
nuevos, porque esta agua fluye del Templo. Sus frutos servirán de alimento, y
sus hojas de medicina” (Ez 47,1 y 12).
Acabamos de
escuchar la profecía. Estos árboles, cuyos frutos y hojas son medicinales,
están al servicio del mundo, aunque éste, en un alarde de autosuficiencia,
proclame su superfluidad, e incluso puede llegar a hacerles objeto de todo tipo
de ensañamiento. No se trata de ser masoquista y afirmar que esto no importe a
los pastores; mas sí tienen asumido con gozo que han sido enviados al mundo,
quien les aborrece en la misma medida en que su Señor fue aborrecido (Jn
15,20).
Repito, porque
es importante insistir, que estos pastores no son masoquistas ni tienen ninguna
pretensión de dar lecciones de nada a nadie. Son conscientes de que todo lo que
son y hacen tiene un nombre y una fuente: el Amor de Dios hacia ellos. Saben
que su llamada-ministerio es
una gracia; sí, sobre todo gracia. Ellos han sido los primeros en ser
rescatados, y se estremecen ante el precio, exorbitantemente elevado, pagado
por su rescate: la sangre del Hijo de Dios (1P 1,18). Puesto que saben esto, su
anuncio está revestido de la más excelsa de todas las libertades: la de no
pedir cuentas a nadie. Saben que Dios lleva a término su obra en todos aquellos
que le buscan con sincero corazón: “…Pensad rectamente del Señor y con
sencillez de corazón buscadle. Porque se deja encontrar por los que no le
tientan, se manifiesta a los que no desconfían de él…” (Sb 1,1-2).
¡Bendito el que
viene en nombre del Señor!, gritaron los niños hebreos cuando Jesús hizo su
entrada mesiánica en Jerusalén a lomos de un asno, tal y como Zacarías había
profetizado (Za 9,9). ¡Bendito!, gritaban jubilosamente, sin percatarse de que
Aquel a quien aclamaban ciertamente venía en Nombre de su Padre…, lo que quiere
decir: con su Fuerza, con su Salvación, con la Vida Eterna para todos.
Cambiamos de aclamadores. Ahora son los cielos los que exultan, los que aclaman, los que
viendo a los pastores según el corazón de Dios, gritan y aclaman: ¡Benditos los
que recorren el mundo entero en el Nombre de Dios, los que van al encuentro de
sus hermanos –todos lo son- con su
Fuerza, su Sabiduría, su Salvación, su Vida Eterna… ¡Benditos, sí, benditos
sean estos pastores porque son hombres para los demás, para el mundo!
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