En la deportación del pueblo de Israel a Babilonia, los israelitas se encuentran a merced de los babilonios, que les tratan como a un pueblo esclavo, y conquistado. Incluso tienenque pasar por la humillación de tener que divertirlos con la música de sus canciones.
Y el salmista exulta de dolor, recordando a Jerusalén: “…que se me paralice la mano derecha, si me olvido de ti…”
“Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías…”
Es tanto el amor del israelita por su pueblo, por Jerusalén, ciudad de Dios, que prefiere las maldiciones antes que el olvido. Jerusalén es la Ciudad Santa, y su templo, donde habita la Gloria de Dios, en el Sancta Santorum. Aún hoy en día, “el israelita de verdad en quien no hay engaño”, (Jn 1,47), como le dice Jesucristo a Natanael cuando le encuentra rezando “bajo la higuera”, símbolo de la Iglesia, tiene la costumbre- hermosa costumbre, para su fe -, de ser enterrado con una lápida sobre la que se colocan multitud de piedras. Todo el que haya ido a Israel, y visitado algún cementerio judío, podrá observar esto. Pues estas piedras representan, en palabras que comunicó a este autor que escribe, un árabe cristiano del lugar, el peso que tiene el difunto por no haber visto antes de su muerte reconstruida la muralla de Jerusalén. ¡Hermosa reflexión! Para decir el amor de este pueblo por su Dios y su templo.
No es de extrañar que Dios-Yahvé se enamorara de él, y lo eligiera como suyo. Los cristianos hemos de tomar ejemplo de ello, con la creencia que este templo representa el mismo Dios vivo Jesucristo, que con sus mismas palabras dijo: “…Destruid este Templo, y en tres días lo reconstruiré…” (Jn 2,19), profetizando su propia muerte y Resurrección.
Alabado sea Jesucristo
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