De todos estos años de vida laboral por cuenta propia y por cuenta ajena, he observado que fundamentalmente hay tres tipos de comportamiento en los trabajadores con respecto a la empresa a la que sirven.
El tipo “competitivo”, normalmente trabaja comparándose con otros, intentando superarlos, estar por encima y escalar puestos en la compañía, normalmente sin muchos escrúpulos en su comportamiento hacia los demás, aprovechándose de ellos cuando conviene.
El tipo “defensivo”, que trabaja para cubrir sus espaldas, de forma que nunca le salpiquen responsabilidades, tiende a la queja fácil y a quitarse de en medio los problemas en vez de atenderlos, derivándolos a un tercero si se presta la ocasión, en definitiva, “cubre el expediente”.
El tipo “colaborador”, normalmente pone entusiasmo e interés en la tarea, le agrada ser útil a los demás y colabora para el buen desarrollo del proyecto, puede ser o no ser amable, pero se esfuerza en ser efectivo, razonable y honesto.
En todos los trabajadores se muestran estos tres rasgos en mayor o menor medida, sin tener en cuenta las características propias de la personalidad: entusiasta, depresivo, orgulloso, humilde, etc… pero, al final, sea cual sea nuestro prototipo en un momento dado, no deberíamos perder el norte, teniendo siempre en mente que se trata del bien de la empresa y no del bien propio.
Bien pues esto mismo ocurre en el trabajo espiritual, en nuestra actitud para con el servicio a los demás, en nuestra relación con Dios.
Uno puede pretender escalar puestos al Cielo como si se tratara de una Sociedad Anónima, pretendiendo que cuanto más alto sea su cargo o más figure, más cerca está de su objetivo, o simplemente cumplir el expediente, realizando los ritos establecidos, por aquello de por si acaso, sin realmente tener inquietud espiritual y también puede mostrarse colaborador, sincero y diligente, cumpliendo con agrado los preceptos propios de su culto. Sin embargo, sea cual sea nuestra actitud al igual que el trabajo en una empresa, deberíamos hacernos la pregunta; ¿Va este esfuerzo dirigido en beneficio propio o en beneficio de lo Universal?
Muchas veces deberíamos ser honestos y reconocer que todo este trabajo espiritual que realizamos como si se tratara de una tarea cotidiana y por supuesto muy lícita, está fundamentado en un deseo de cambiar, más que en un deseo de ayudar a los demás o de desprendernos de nuestro querido ego.
Si miramos con honestidad dentro de nosotros mismos, en el trasfondo de lo que parece legítimo, en el hecho de querer cambiar, se agita un mundo entero de juicios negativos sobre mí mismo, de desprecio orgulloso de lo que creemos ser, de ambición espiritual, de pretensiones de futura gloria. Finalmente cambiar un ego por otro ego que consideramos mejor.
Tal vez queramos cambiar para ser admirables, reconocidos, amados, y hasta deificados, y eso puede ser lo que en la sombra representa el motor de un deseo de cambio, en un ego comprometido con un camino espiritual, lo que yo llamo “el demonio espiritual”.
No deberíamos olvidarnos de que el demonio también cree en Dios, de no ser así, no se tomaría la molestia de intentar usurpar su puesto.
Pero resulta que en el trabajo espiritual, no se trata de obtener sino de dejar. Dejar hasta el mismo deseo de cambiar. Dejar de ser lo que no somos para poder ser lo que somos, por lo tanto el verdadero trabajo y camino espiritual comienza, con un acto de rendición, rendición de lo que creemos ser, rendición de nuestras pretensiones incluso del deseo de querer cambiar, rendición en las manos de Dios para que sea Él y no nosotros el que modele nuestro corazón.
Esto es más importante que nada, la verdad está por encima de cualquier rito y el amor a Dios y al prójimo por encima de cualquier verdad.
Hay un termómetro infalible a la hora de chequear nuestra correcta trayectoria espiritual, y que nos puede ayudar a reconocer en qué parte del camino nos encontramos, a saber:
La demanda de un aprendiz de discípulo es siempre ser amado, la demanda de un discípulo es amar.
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