Hoy traemos ante nuestros lectores la figura de Edith Stein, una de las mujeres más inteligentes y mejor preparadas de la Europa de la primera mitad del siglo veinte. Judía y alemana de nacimiento, a la edad de catorce años, según testifica ella misma, dejó de creer en Dios; a los veinticuatro se doctoró en filosofía en la universidad de Gotinga. Su tesis doctoral llevó el título de “Sobre la Empatía”, alcanzando la mayor calificación posible: Summa Cum Laude.
Tanto sus profesores como posteriormente los catedráticos con los que trabajó como docente en la universidad de Friburgo, fueron unánimes al ensalzar su brillantísima mente, así como su capacidad asombrosa de apasionamiento por la Verdad. No es, pues, de asombrar que cuando percibió la existencia de Dios, su natural, tan vivamente apasionado, diese lugar a un contenido huracán, diríamos incluso una locura por vivir abrazada al Dios vivo a quien había encontrado.
Varios fueron los acontecimientos, también las personas, a través de los cuales se le hizo presente Dios. Y puesto que hacemos hincapié, a lo largo de los testimonios que estamos exponiendo, en la importancia de la Eucaristía y la Adoración al Santísimo en cuanto bellísimos artífices para que se encontraran con el Absoluto, con Dios, expongo un hecho que, tal y como ella misma atestigua, marcó profundamente su búsqueda.
Los biógrafos de nuestra querida profesora universitaria llaman “la mujer anónima” a la protagonista involuntaria que hizo reflexionar profundamente a Edith. Estando ya como quien dice levemente tocada por Dios en su caminar hacia la Iglesia Católica, un amigo la llevó a ver la Catedral de Frankfurt, a lo que ella accedió quizás movida por su belleza artística. Lo que aconteció preferimos que nos lo cuente ella misma: “Lo que vi fue totalmente nuevo para mí. En la sinagoga, así como en las iglesias protestantes que había visitado, la gente sólo entraba en los momentos del servicio litúrgico. Pero aquí alguien entró en la Iglesia vacía en medio del trabajo del día como si fuera a hablar con un amigo. Nunca he sido capaz de olvidar eso.”
He aquí lo que levantó el corazón de esta mujer superinteligente al tiempo que le hizo arrodillar su mente ante el Misterio: Una visita de una mujer anónima al Santísimo Sacramento despertó en el corazón de Edith un gran anhelo por una intimidad similar con Dios, un anhelo podría llamarse irreprimible por un encuentro con Dios, que fuera más allá de conceptos filosóficos, un encuentro que combinase la Verdad con el Amor.
Nos atrevemos a sondear lo que pudo pasar por su mente aquel día tan importante para ella. Podríamos adivinar sus pensamientos que serían más o menos de esta índole: Si esta mujer, atareada en los afanes normales de una madre de familia, que venía del mercado, fue capaz de desviarse de su camino para acercarse al Santísimo Sacramento con las bolsas de la compra en sus brazos porque su corazón le pedía tener una conversación amorosa con Dios, ¿qué podría impedirle a ella, la gran y admirada filósofa, tener acceso a esa intimidad?
Como a todos los que en esta encrucijada de su búsqueda de la Verdad y de Dios, le llega el momento de dar pasos decisivos; solamente un impedimento le corta el paso: la soberbia de creer en Dios, a quien aparentemente sólo los débiles intelectualmente pueden reconocer y adorar. Ante el impacto estremecedor que la sobrecogió, se consideró bastante menos inteligente que esta mujer porque, mientras ésta sabía y sentía el impulso de adorar, ella aún navegaba entre tesis y prejuicios. Sí, una mujer muy probablemente mucho más inculta que ella, la hizo arrodillarse ante Dios.
En enero de mil novecientos veintidós, Edith Stein recibió las aguas bautismales. El dos de agosto de mil novecientos cuarenta y dos, Edith y su hermana Rosa, ambas carmelitas descalzas, son llevadas al campo de concentración de Amersfoort. Posteriormente ella es enviada al campo de exterminio nazi de Auschtwitz, donde fue ejecutada. Murió mártir de la fe católica a los cincuenta y un años de edad.
En la ceremonia de su canonización, entre otras cosas, Juan Pablo II dijo a todo aquel que seguía la celebración: “No te quedes en la superficie, vete al corazón de las cosas. Y cuando sea el momento apropiado, ten el valor de decidir. El Señor está esperando a poner tu libertad en sus buenas manos”. Sin duda un buen broche de oro a la figura de esta mujer incansablemente buscadora e incansablemente apasionada, por eso pudo acoger a Dios.
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