¿Puede el hombre vivir, o sacar partido de su vida sin una vinculación existencial con sus propias raíces? Es ésta una pregunta que subyace hoy día y siempre al hombre, ensimismado ante la obra de sus manos.
Amigo lector, tienes en tus manos un libro sin grandes pretensiones literarias pero que es fruto maduro de un alma inquieta y buscadora.
Cuando el aire se hace irrespirable, cuando los horizontes se vuelven cansinos de tanto vadearlos el alma, ésta, como si estuviera enfebrecida, se queja y es entonces, cuando acontece la búsqueda.
Su autora, Olga Alonso, me ha pedido y al mismo tiempo concedido, la deferencia de prologar sus notas escritas al son de los acordes de su alma. He accedido a su petición, no sin antes sopesar mis limitaciones.
Lo primero que quisiera comunicaros es que Dios es bueno. No es que sea bueno con unos y con otros no; es bueno con todos. Si las razones que Dios tiene para amar al hombre fueran del mismo tipo que las que tenemos nosotros para amar, entonces nadie podría conocer ni experimentar su cercanía. Esto ya lo intuyó el salmista cuando le dirigió su súplica: “¡Dios mío!, si tienes en cuenta las culpas, ¿quién podrá resistir?, más junto a ti está el perdón” (Sl 130; 3-4).
Dios sabe muy bien que somos de barro… y el salmista, hombre orante, también; sabe que la “debilidad” de Dios reside en su perdón ilimitado; de ahí su audacia: “¡tu perdón está siempre, siempre junto a ti!”.
Quizás el drama del hombre no resida en sus culpas visibles, las que se pueden ocultar o enmascarar hasta el punto de considerarlas normales y razonables. El verdadero drama del hombre es el de acostumbrarse a vivir sin sus raíces; el hecho de conocer de su vida sólo lo que está enmarcado en el estrecho paréntesis de lo que domina con sus capacidades, sin explorar las inmensas e inabarcables riquezas de su espíritu.
Me atrevo a afirmar que el hombre que prescinde de sus raíces, que le enlazan con el Otro, el Insondable, el Trascendente, aunque llegue a realizarse llevando a lo más alto todos los proyectos surgidos de su mente y su corazón… está incompleto. Le falta algo. Y, esa falta da lugar a la sensación de agobio y opresión de quién aspira a más y la cuerda de la vida no da de sí.
Somos tan nuestros, tan celosos de nuestro “yo” que cubrimos esta necesidad tan perentoria con mil iniciativas nuevas, con la ilusión cada vez menos creíble de engañar o de retrasar el adormecimiento que se cierne sobre nuestro ser.
Dios sabe que todos somos así… y no se violenta, no se impacienta. Sabe esperar el momento en que nuestro barro se fije en Él. Es entonces cuando como si de una creación se tratara, se establece una relación con Dios totalmente desconocida, ignota para todo el ámbito de nuestras experiencias. Acontece un intercambio de amor que fluye desde nuestras raíces hacia el Manantial de la Vida y viceversa. Sucede los Inaudito: ¡El hombre habla con Dios!
Hoy día, en el que hablar con los demás se ha convertido en un lujo porque no hay nada nuevo que decir, en el que la palabra está asociada a la evasión… la extraordinaria noticia de que podemos hablar con Dios oxigena nuestra existencia. Repito, el hombre puede hablar con Dios.
No es un monólogo en el que tú dices todo, preguntas y te respondes al mismo tiempo. Es un hablar con Dios-Espíritu que ve, oye, palpa y siente contigo.
No estoy dando a entender que hoy día estemos viviendo tiempos peores, que hayamos perdido profundidad, que estemos en una crisis de espiritualidad… El hombre siempre ha sido así. En su comodidad y necedad ha buscado siempre una relación con Dios basada en milagros y apariciones portentosas con la misma perspectiva de dominar todo. Y en una relación basada en milagros e imágenes, el que domina es el hombre.
Solo ante el Evangelio, el hombre aprende a dejarse llevar y dejar que el Otro marque el camino.
Las imágenes confortan y tranquilizan, mientras que el Evangelio inquieta… tanto inquieta que se prefiere dejar para “almas selectas” como son los santos.
La verdad es que sólo el Evangelio toca los raigones de nuestro alma y nos catapulta a nuestro grado más alto de evolución: partícipes de la divinidad del Señor Jesús.
A este respecto, conviene recordar un pasaje del Evangelio: Jesús multiplica los panes para una multitud de hombres y mujeres. Una vez que comieron y se saciaron, una vez que el milagro no dio mas de sí, todos, hombres y mujeres se retiraron uno tras otro.
Lo que Jesús les estaba intentando transmitir, su Palabra, no les interesaba. Se marcharon como quien, una vez finalizado, abandona un espectáculo al que ha asistido.
Quedaron únicamente los apóstoles y entonces, Jesús les dijo: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Pedro, en nombre de los doce, le dijo desde lo más profundo de su alma: “¡Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de Vida Eterna.” (Jn, 6:68).
Pedro no tenía hambre de pan. Hablaba desde su alma sedienta. Ya conocía a Jesucristo lo suficiente como para saber que la savia que haría reverdecer sus raíces exhaustas no era otra que la Palabra, el Evangelio que Dios había grabado en la boca de su Hijo.
El título de este libro poético ya es de por sí una explosión de esperanza: “Poemas de Amor de Dios al mundo”. Es cierto, Dios ama al mundo, al hombre-mujer. No reniega de ninguna de sus criaturas: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo, no para condenarlo sino para salvarlo” (Jn 3; 16-17).
En cuanto a Olga, la autora –ella dice y dice bien que el autor de este libro es Dios– es una mujer normal y corriente. Alguien podría pensar que quizás no tiene otra cosa que hacer y que, por ello, se permite el lujo de escribir al igual que otros buscan tiempo para sus hobbies.
Os puedo decir que Olga es una mujer felizmente casada y con hijos, es decir, felizmente madre. Además, trabaja sus ocho horas diarias en una empresa, aquí en Madrid. De forma que entre su familia y su trabajo no tiene mucho tiempo para dedicarlo a ensoñaciones y arrebatos.
¿Cómo pues ha sido posible este libro?
Hasta donde yo puedo deciros, lo que sé es que Olga contactó con las raíces de su alma y vio, asombrada, lo que contienen las raíces de todo ser humano.
Estaban llenas de savia, estaban llenas de Dios; no es en vano que somos hijos suyos. Se encontró con Dios dentro de sí misma.
De lo que ella vio, oyó y palpó de Dios, ha querido compartir algo con nosotros. Dios se le hizo transparente y ella ha sentido la urgencia evangélica de hacer el bien, desvelándonos algo de lo divino que Dios le ha dado.
Quiero añadir algo; aún sintiendo la necesidad de evangelizar con la riqueza recibida de Dios, también sentía el lógico pudor de desvelar su alma.
Yo mismo la invité a hacerlo, motivándola con la certeza de que muchos hermanos y hermanas de todas las latitudes se beneficiarán de este Dios tan bueno. Así pues, por esto y sólo por esto, accedió a mi petición. En nombre de todos los beneficiados, que estoy seguro seremos muchos, ¡Gracias!
Antonio Pavía
Misionero Comboniano