Cuando a un pobre te arrimes, no le des la limosna en el
botecillo, dáselo con una sonrisa, dáselo en la mano y dile una palabra de
cariño. Es tu hermano.
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sábado, 21 de abril de 2018
Sentimientos 5.- (por Mila)
Sagrado corazón de Jesús, en mi hogar un templo en el que vives eternamente...
sábado, 31 de marzo de 2018
Pastores según mi corazón.- XL.- Hijos de la Sabiduría
Hijos
de la Sabiduría
Israel tiene
conciencia de que Dios es tan trascendente, tan inalcanzable que no podemos
tener acceso a su Sabiduría si Él mismo no nos la infunde. Es en esta línea que
le escuchamos prometer a Israel, por medio del profeta Oseas: “Le llevaré al
desierto y hablaré a su corazón” (Os 2,16). En una palabra, sólo tenemos acceso
a la Sabiduría de Dios si Él la pone a nuestra disposición. A este respecto
podemos fijar nuestros ojos –también nuestros oídos- en el siguiente texto de
Baruc: “¿Quién ha encontrado su mansión (la de la Sabiduría), quién ha entrado
en sus tesoros?” (Ba 3,15). Pregunta aparentemente sin respuesta que nos
recuerda este otro texto de Isaías dando a entender la imposibilidad del hombre
de estar junto a Dios: “¿Quién de nosotros podrá habitar con el fuego
consumidor? ¿Quién de nosotros podrá habitar con las llamas eternas? (Is
33,14b).
Tan
trascendente es, pues, Dios como su Sabiduría. Mal panorama se presenta a toda
la humanidad si nuestra experiencia de Dios está tejida a partir de nuestros
deseos, anhelos, fantasías, elevaciones religiosas, etc. Sí, pobres de nosotros
porque, zarandeados por todos estos movimientos que, además, se entremezclan
entre sí, no nos quedaría otra que ser una pobre barca sujeta al capricho y
vaivén de las olas.
La buena
noticia es que el Dios trascendente e inalcanzable se encarnó, se puso a
nuestro alcance, sometió el tremendo oleaje que hacía de la barca de nuestra
vida lo que quería (Mc 4,39…), al tiempo que puso a nuestra disposición su
también inalcanzable Sabiduría con sus tesoros, aquellos a los que aludía el
texto de Baruc. Consciente de este incalculable don recibido, Pablo llamará al
Señor Jesús “Sabiduría de Dios” (1Co 1,24).
¿Cómo podremos
encontrar la mansión de la Sabiduría y tener acceso a sus tesoros? -nos
decía en voz alta Baruc-. ¿Cómo hacerla nuestra una vez encontrada? La buena
noticia es que la Sabiduría es como el Emmanuel: ¡está entre nosotros! La
pregunta tiene una muy fácil y diáfana respuesta: la Sabiduría se escoge, o
mejor dicho, tenemos la posibilidad de escogerla pero sólo desde la libertad del corazón.
Me explico.
Sólo un corazón que se deja deslumbrar por la Sabiduría está en condiciones de
escoger con acierto. Digo con acierto porque también los pequeños dioses
llamados dinero, poder, prestigio, glorias y vanidades, tienen su luz
deslumbrante. Es pequeña, sí, realmente pequeña, pero si el corazón no ha
crecido lo suficiente se abraza a lo que es tan raquítico como él, por lo que
estos dioses con sus luces ínfimas son capaces de deslumbrarle y seducirle.
Lo dicho, es
necesario escoger y con libertad. Sin ésta no hay elección sino determinismo,
imposición. El paso para descargarnos de todo deslumbramiento impuesto por lo
que uno ve solamente con sus ojos y puede tocar con sus manos, se da cuando
cruzamos el umbral que nos conduce a la Sabiduría, la de Dios, la que nos abre
a su Misterio. Conforme vamos entrando en él, la experiencia liberadora que nos
es dado hacer es la de que ¡no nos sentimos extraños ante la infinitud del
Misterio! Dios se nos va revelando dentro de nosotros. Ahora ya podemos escoger
la Luz que siempre, aun sin saberlo, hemos anhelado; Luz que ilumina, da calor
y guía nuestro corazón y nuestros pasos en esta nueva existencia a la que nos
hemos abierto.
Dicho esto, la
evidencia se impone: ¡el que sabe escoger, encuentra! Jesús lo dice de esta
forma: “El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le
abrirá” (Lc 11,10). Jesús está invitando al hombre a discernir qué es lo que
realmente quiere, porque de su querer nacerá su buscar y llamar, hasta
encontrar lo que verdaderamente da descanso: su Sabiduría: el Rostro Invisible
de Dios, su Presencia. Dios, sin dejar de ser trascendente, se hace un lugar en
el interior del hombre. En otras palabras, el Transcendente se hace Inmanente a
la persona y, por increíble que parezca, es entonces cuando ¡la Palabra sabe a
Dios! Nadie sabe explicar esto si no el que lo saborea, y aun así, nunca
encontrará las palabras adecuadas.
Una búsqueda
determinante
La Escritura
pone en boca de Salomón un elogio acerca de la Sabiduría que, si nos fijamos
bien, todos estaremos de acuerdo en que no pudo salir de él sino del Espíritu
Santo; él se lo inspiró para legarlo como don de Dios a todos sus buscadores:
“Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y
llegué a ser un apasionado de su belleza… Pensando esto conmigo mismo y
considerando en mi corazón que se encuentra la inmortalidad en emparentar con
la Sabiduría, en su amistad un placer bueno, en los trabajos de sus manos
inagotables riquezas, prudencia en cultivar su trato y prestigio en conversar
con ella, por todos los medios buscaba la manera de hacerla mía” (Sb 8,2… y
17-18).
Hemos leído bien:
“Por todos los medios buscaba la manera de hacerla mía”. He ahí la clave
irrenunciable para encontrar la Sabiduría y, con ella, sus tesoros ocultos. Se
busca con corazón sincero; apenas empieza a saborearla, la preferencia del
corazón la encumbra por encima de tronos y riquezas: “Por eso pedí y se me
concedió la prudencia; supliqué y me vino el espíritu de Sabiduría. Y la
preferí a cetros y tronos y en nada tuve a la riqueza en comparación de ella”
(Sb 7,7-8). Estamos hablando de una elección provocada por el gusto, la preferencia
y el deseo. Estos tres presupuestos engrandecen hasta el infinito la calidad de
la búsqueda, también la del buscador; normal que Dios se abra a quien así le
busca. Fijémonos a este respecto lo que el autor del libro de los Proverbios
pone en la boca de Dios personificado en su Sabiduría: “Yo amo a los que me
aman, y los que me buscan me encontrarán. Conmigo están la riqueza y la gloria,
la fortuna sólida y la justicia. Mejor es mi fruto que el oro, que el oro puro,
y mi renta mejor que la plata acrisolada” (Pr 8,17-19).
A estas alturas
creo que tenemos suficientes datos para comprender que la elección de la
Sabiduría, en realidad la elección del mismo Dios, no tiene que ver nada con
una especie de renuncia ascética, el sacrificio por el sacrificio, la negación
por la negación, como si tuvieran valor por sí mismos. Además, el hombre que
piensa así, con tal estrechez de corazón y
mente, lleva adherido a su ser una auténtica bomba de relojería que
termina por estallar, desmoronando su equilibrio psíquico. En definitiva,
llegamos a Dios no por renuncias sino por elección.
La Escritura
habla de una elección sumamente ventajosa no sólo pensando en el cielo, sino
también mientras vivimos en la tierra; es ventajosa, es, utilizando el lenguaje
normal del mundo de las finanzas: “el mejor negocio” en el que nos podemos
embarcar. La Sabiduría lo es todo para el que a todo aspira, y la encuentra el
que la busca y la rebusca, como dice el autor del libro de los Proverbios: “…Si
la buscas como la plata y como un tesoro la rebuscas” (Pr 2,4).
Hemos recogido
algunos textos de los libros de la Sabiduría y los Proverbios con el fin de
ofrecer signos distintivos que caracterizan al verdadero buscador de Dios, de
su Sabiduría. A través de estos textos se nos ha diseñado la personalidad de
quien la Escritura llama un sabio. Éste conoce la insatisfacción de todo lo que
le rodea no porque sea nocivo, sino porque nada de ello está a la altura de su
grandeza, la de su alma y corazón. Por ello decidió, escogió y buscó con toda su
ser penetrar en el Misterio de Dios; aunque nos parezca una barbaridad, buscó a
Dios y ¡se hizo con Él, sí, con el mismo Dios! Utopía y delirio, decimos todos
incluido yo mismo; sin embargo, es el mismo Dios quien se ha puesto en nuestras
manos en la persona de su Hijo.
Lo realmente
bello de estos textos y tantísimos más que nos brinda el Antiguo Testamento es
que se abren como promesa y profecía. Ya sabemos que todo el Antiguo Testamento
alcanza su cumplimiento y plenitud en Jesucristo. Quizá no tengamos tan claro
que estas promesas-profecías también alcanzan su plenitud en sus discípulos; es
en ese contexto que Jesús da el toque final, el acabado perfecto de lo que es
un sabio, lo definió con esta brevísima parábola: “El Reino de los Cielos es
semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre,
vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende lo que tiene y
compra el campo” (Mt 13,44).
El kairós: la ocasión
de su vida
Fijémonos bien
y dejémonos de banalidades y, sobre todo, de marear la perdiz; vayamos al grano.
Este hombre de quien habla Jesucristo se desprendió de sus bienes no por
ascesis, ni siquiera por altruismo que podrían ir implícitos en su gesto;
tampoco porque haya llegado a una especie de nirvana que le ha hecho
indiferente e impasible ante los bienes de este mundo, pasando así a una
especie de fusión con el cosmos, sus energías, etc. Nuestro hombre es ajeno a
todas estas praxis purificadoras, está simplemente realizando, como dije antes,
el gran negocio de su vida. Tiene ante sus ojos la oportunidad de hacerse no
con un tesoro, sino con el Tesoro por excelencia, y decide hacer una
“transacción de bienes”; sabe que este tesoro conlleva la carta de ciudadanía
para ser hijo de la Sabiduría que le preparará y enseñará a vivir y estar junto
a Dios, de cuyo amor nunca dudará ya que esta elección ha sido propuesta por
Él.
De la
abundancia del corazón rebosa la boca, dice Jesús. Echamos mano de la analogía,
y afirmamos que de la abundancia del
corazón de este hombre hablan sus hechos. Vende todos sus bienes para poder
hacerse con el Tesoro eterno e inmortal. “Donde está tu tesoro, ahí está tu
corazón”, había dicho Jesús (Mt 6,21). Si el corazón de este hombre hubiera
estado anclado, sometido a sus bienes, no hubiera tenido discernimiento para
apropiarse del tesoro del que habla –en realidad lo ofrece- el Hijo de Dios.
La catequesis
que encierra esta parábola de Jesús es impresionante; viene a decirnos que sólo
estos hombres alcanzan la madurez en el discipulado porque son creíbles. Los
verdaderos buscadores de Dios tienen un olfato espiritual increíble, y también
un oído hipersensible para distinguir y reconocer entre los predicadores del
Evangelio los que vomitan palabrería y los que anuncian la Palabra desde el
corazón, en realidad la llevan sembrada en él.
Los buscadores
de Dios reconocen instintivamente a estos pastores según su corazón, ven en
ellos a los hijos de la Sabiduría, así los llama Jesús: “…La Sabiduría se ha
acreditado por todos sus hijos” (Lc
7,35).
Son creíbles y
son fiables porque transparentan el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6), por
eso le siguen. Los que les escuchan saben muy bien que las palabras que llegan
a sus oídos no son de los hombres, sino de su Señor y Maestro (Lc 10,16). Él,
el Maestro, es quien les enseña a ser pastores, sus pastores según su corazón.
De estos pastores, en cuyos labios se derrama la Sabiduría de Dios, hablarán
los profetas de Israel. Recordemos la bellísima profecía de Malaquías, cumplida
-como ya sabemos- en el Buen Pastor y sus pastores: “Los labios del sacerdote
atesoran la Sabiduría, y en su boca se busca la Palabra; porque él es el
enviado de Dios” (Ml 2,7).
Cómo no
reconocer en el apóstol Pablo a uno de estos pastores esperanzadoramente
profetizado por Malaquías. Oigámosle: “Que nos tengan los hombres por
servidores de Jesucristo y administradores de los Misterios de Dios…” (1Co
4,1). No, no va Pablo a entregar su vida al servicio de sus ideas, sino por lo
que realmente vale la pena: ¡Para partir el pan del Misterio de Dios a los
hambrientos!
En su misión
evangelizadora pronto se olvida que es doctor de la Ley; no echa mano de
técnicas pedagógicas, recursos, o bien oratorias cursis para captar la atención
de sus oyentes. Le basta y le sobra con la fuerza y sabiduría interior que
fluye natural de su comunión con Jesucristo, una comunión que le lleva a estar
crucificado con Él (Gá 2,19). Este es su aval ante los hombres a la hora de
anunciar el Evangelio, el aval de la comunión perfecta. Es por ello que siendo
el Evangelio de su Señor, también lo es
suyo por apropiación, de ahí que pueda hacer referencia a “mi Evangelio”. “A
Aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de
Jesucristo: revelación de un Misterio…” (Rm 16,25). De ahí la fuerza de su
predicación, la consistencia cautivadora que irradiaban sus palabras. Pablo
hará constancia a los de Tesalónica de la fuerza persuasiva de su predicación.
“…Ya que os he predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también
con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión…” (1Ts 1,5).
Pastores según el corazón de Dios, pastores según el
Emmanuel, según su relación con el Padre, según su libertad interior, según su
sabiduría ante los bienes de este mundo, según su amor incondicional a los
hombres, según su entrega, y no con lamentos sino con el canto victorioso de
los que poseen la Vida… Por eso la pueden dar y la dan en su pastoreo, lo más
parecido al de su Maestro y Señor. Estos son los pastores que el mundo necesita
y busca.
viernes, 23 de marzo de 2018
Pastores según mi corazón.- XXXIX.- Sin dioses extraños
El libro del
Deuteronomio, que describe con una belleza incomparable la relación entre Dios
y su pueblo, nos ofrece en el capítulo 32 una auténtica joya literaria que
refleja la inmensidad de la ternura de Dios con el hombre. Sí, porque todos nos
sabemos y sentimos escogidos por Dios en este Israel que, sobreponiéndose a su
debilidad moral, se deja elegir, amar y cuidar por Él. Hablo de joya literaria
porque en el texto que veremos a continuación
abundan los toques poéticos y místicos. Diríamos que el autor, movido
por una especial intuición del Espíritu Santo, se explayó en la ética divina de
la liberación de Israel. Al mismo tiempo hablamos de una proclamación de fe que
nos parece fundamental para todos aquellos que son llamados por el Señor Jesús
a pastorear al nuevo Israel, la Iglesia extendida por el mundo entero. “Como un
águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así Él despliega sus
alas, le recoge y le lleva sobre su plumaje. Sólo Dios le guía a su destino,
con él ningún Dios extraño” (Dt 32,11-12).
Es proclamación
y es también declaración de intenciones. Ha sido Dios quien, por medio de
Moisés, ha conducido y protegido al pueblo a lo largo del desierto. Israel no
ha necesitado ayuda de dioses extraños. Yahveh quiso sembrar en el corazón de
los israelitas una experiencia llamémosla eterna, es decir, que no se diluya ni
devalúe con el paso de los años. Israel lleva grabado a fuego en su alma que
fue Dios y solamente Él quien se acercó a ellos, les llamó, les liberó del
poder de sus enemigos y les pastoreó en el desierto; es por ello que solamente
a Él y no a dioses extraños le tributarán el culto de adoración y alabanza. Lo
harán no por miedo ni obligación, sino porque han visto con sus propios ojos la
impotencia de los dioses extraños. En definitiva, tiene una historia de
Salvación y Presencia lo suficientemente veraz como para adorar a su Dios “con
todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas” (Dt 6,4-5).
Así, “sin
dioses extraños”, es como vemos a Jesús a lo largo de su misión. Quizá esto nos
parezca algo insustancial por su obviedad, pero tengamos en cuenta que Él mismo quiso ser probado por el Tentador,
quien, a su manera, se ofreció a acompañarle en su misión. Recordemos la última
de las tres tentaciones: “Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy
alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: Todo esto
te daré si postrándote me adoras. Dícele entonces Jesús: Apártate, Satanás,
porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto” (Mt
4,8-10).
Así pues,
Satanás ofrece a Jesucristo su reino, su poder, la gloria del mundo entero.
Pone en sus manos la matriz de donde emergen todos los dioses extraños; dioses
que atentan directamente contra la obra por excelencia del Creador: el hombre.
Efectivamente, del amor al mundo y a su gloria nacen todas esas necesidades
engañosas que, por muy retorcidos vericuetos que hagamos, tienen un solo
nombre: el dios dinero; y con él, la gloria humana, el poder, no importa a qué
precio, el escalar a ninguna parte porque a ningún espacio de Dios conduce. El
hecho es que los dioses extraños, que no es necesario que nos seduzcan puesto
que nosotros mismos los fabricamos, producen lo que el salmista llama “la
vanidad del alma” (Sl 24,4b).
Se adora desde la
verdad
En este tipo y
calidad de gloria es tentado el Hijo de Dios. Toda esta mentira de muerte que
Satanás coloca seductoramente ante sus ojos es sesgada de raíz ante una sola
palabra del Señor Jesús: Adoración. Se adora a quien es y a quien da la vida,
al Dios vivo. Ante esta respuesta, Satanás se queda sin argumentos. Con esto
entendemos que las semillas de muerte ofrecidas por el Tentador nunca podrán
cuajar en aquellos que a toda costa quieren vivir. Por eso he dicho antes que
la victoria frente a los dioses extraños ofrecidos por el Tentador, es sobre
todo cuestión de tener las cosas claras: si uno quiere ser hijo del que da la
vida o del que mata; y tener las cosas claras es de sabios. Jesús respondió a
Satanás con la Verdad y Sabiduría de Dios; sus discípulos, porque son sabios,
también.
El Hijo de Dios
encontrará en los pastores de su propio pueblo, el elegido de Dios, una
desviación que les impide pastorear a sus ovejas según la Verdad y Sabiduría.
Es desviación y también perversión, y consiste en que van detrás de la gloria
de los hombres. Imposible entonces el amor a Dios y a sus ovejas. El que busca
su propia gloria, no ama a nadie, ni siquiera a sí mismo. Y sin este amor según
la Verdad, ¿a quién podrán pastorear, a quién podrán sanar si ellos mismos
están profundamente enfermos? Oigamos a Jesús: “La gloria no la recibo de los
hombres. Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios… ¿Cómo
podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la
gloria que viene del único Dios?” (Jn 5,41-44).
Jesucristo es
libre, radicalmente libre. Lo fue ante Satanás en el desierto y lo fue a lo
largo de su misión; la fuerza de su libertad radica -como lo acabamos de leer-
en que no está por la labor de recibir gloria de parte de los hombres, sino de
Dios. Desde esta su libertad, digamos infinita igual que su amor, está en
condiciones de decir a su Padre justamente en el pórtico de su pasión: “Yo te
he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste
realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a
tu lado antes de que el mundo fuese” (Jn 17,4-5).
Adivinamos lo
que Jesús tendría en su corazón: Padre, he pastoreado a mis ovejas, al mundo
entero, buscando sólo tu gloria. Al igual que el águila –por cierto, imagen
tuya- que llevó a Israel por el desierto a la tierra prometida, yo también he
llevado, llevo y llevaré a los míos, y por medio de ellos al mundo entero, al
buen puerto que eres tú. Ahora, Padre, glorifícame junto a ti y ¡no te olvides
nunca de mis discípulos! Quiero que también ellos estén un día conmigo y
contigo (Jn 17,24).
No, no hubo dioses
extraños con el Hijo de Dios en su misión mesiánica. Aunque parezca
redundancia, al no haber dioses extraños en Él, tampoco salieron de su boca
“voces extrañas”. En realidad sólo salió la Voz, la que su Padre proclamó una y
otra vez para que Israel se volviera a Él: “Si hoy escucháis su voz, no
endurezcáis vuestro corazón” (Sl 95,7b-8).
Dios y dioses
extraños; Voz y voces ajenas. Hablamos ahora de los pastores, los que siguen la
estela trazada por el Buen Pastor, el que renunció a la gloria limitada y
escogió la Eterna, la Inmortal, la que le ofrecía su Padre. Para el Buen
Pastor, la Voz y Dios fueron los mismos; de la misma forma que fueron también
los mismos los dioses y sus voces. Nada hay tanto que identifique a los
pastores según el corazón del Señor Jesús que compartir con Él el mismo Dios y
la misma Voz. Tienen las manos limpias de voces y dioses extraños.
Preciosos a los ojos de
Dios
Estos pastores
tienen bastante, mejor dicho, Todo, con Dios; no necesitan aplausos, ni
adulaciones, ni prebendas, nada extraño a su pastoreo según Dios que
gangrenaría su misión, tiene muy claro que toda ambición humana debilitaría su
amor a Dios y a los hombres hasta reducirlo al ridículo, el ridículo de hablar
sin decir nada. Tienen pánico al dinero sucio, al que está manchado no sólo por
las injusticias, sino por el que llega a sus manos utilizando artes que rayan
en el fraude. Un pastor según el corazón de Dios sabe perfectamente que Aquel
que le llamó cuidará de él, le proveerá de todo lo necesario para su misión,
incluyendo en ésta sus medios para vivir.
Libres de
dioses extraños, emergen como seres infinitamente libres ante los hombres, no
se venden a nadie; han puesto en las manos de su Señor todos los avatares de su
existencia. Por ser libres, lo son hasta para volar; me refiero a que también
ellos son como águilas que con sus brazos abiertos, al igual que su Maestro el
Crucificado, se convierten en hogares que acogen a los que están cansados y sobrecargados (Mt
11,28).
Estos pastores
dan a los hombres una razón para vivir: ¡ellos mismos! Sí, ellos mismos en
cuanto rescatados, perdonados y amados entrañablemente por el Hijo de Dios, se
convierten para sus hermanos en altavoces que proclaman que la vida en manos de
Dios es preciosa; Él mismo dirá: “¡Eres precioso a mis ojos!” (Is 43,4). ¡He
ahí la razón para vivir que proclaman estos pastores!
Así, sin dioses
extraños ni ajenos, llevan a sus ovejas a la “Fuente de la Vida” (Sl 36,10), a
su Padre, que nunca dejó de sostenerlos
y amarlos. Así, sin dioses extraños, es como quieren que sean sus ovejas. Por
otra parte, los verdaderos buscadores de Dios, de su Verdad, Sabiduría y
Libertad, saben sortear con elegancia a los que, dándose de pastores, les
reconocen como dependientes de otros dioses: dinero, poder, gloria humana y,
por supuesto, la falsa sabiduría…, la única diosa de los incautos.
No quiero decir
con esto que los pastores según el corazón del Buen Pastor han de ser
intachables, sin debilidades, nada de eso. Una cosa es ser débiles y otra es
estar vendidos a los dioses extraños, los de este mundo; y eso los verdaderos
buscadores de Dios lo entienden muy bien, tanto que distinguen entre unos y
otros. Siguen a los que se saben débiles pero al mismo tiempo son honestos con
Dios y con sus ovejas. Son débiles pero no sometidos a la gloria del mundo, a
toda gloria que no sea la de Dios.
Ejemplo de
pastor débil, mas inmensamente honesto, lo tenemos en Pablo. Fiel a su Señor, a
la misión que le ha confiado, se desgasta por ella; todo le parece poco a la
hora de hacer llegar el Evangelio de Jesús. Se desgasta de ciudad en ciudad a
lo largo de todo el imperio romano, para poder ofrecer a todo hombre que lo
desee el tesoro de la gracia de Dios y su salvación. Tesoro que tiene un
nombre: Evangelio.
Pablo sabe por
la vocación que ha recibido, que se debe a los hombres, a todos ellos pero
desde Dios. Por ello y para que el servicio de la más excelente caridad sea
válido y eficaz, huirá como de la peste de todo atisbo de adulación, ni
siquiera le interesa caer bien. Su misión es extraña a agradar a nadie si ello
lleva consigo desvirtuar su predicación, extraer de ella la fuerza de Dios que
lleva implícita el Evangelio: “Pues no me avergüenzo del Evangelio que es
fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree…” (Rm 1,16).
Sabe
perfectamente que si cae en los lazos de la lisonja, gloria y lo peor de todo,
de la codicia, sería un impostor, el hazmerreír del mundo entero justamente por
eso, por ser un impostor. Sabe también que sólo a causa de su fidelidad al
Evangelio es considerado apto por Dios para pastorear. “…Así como hemos sido
juzgados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos, no
buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones.
Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con
pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de
vosotros ni de nadie” (1Ts 2,4-6).
jueves, 1 de marzo de 2018
Pastores según mi corazón.- XXXVIII.- En la Palabra estaba la vida
XVIII.- En
la Palabra estaba la Vida
Nadie pone en duda que uno de los
frutos que el Espíritu Santo suscitó en la Iglesia a través del Concilio
Vaticano II es la -llamémoslo así-
recuperación de la espiritualidad de la Palabra, de la que nace la
infinita riqueza del discipulado, la genuinidad del seguimiento al Hijo de
Dios. Cierto es que esta espiritualidad nunca se perdió; tengamos en cuenta
pequeñas islas como fueron algunos monasterios, así como movimientos bíblicos,
escuelas de fe, etc., que mantuvieron la primacía de la Palabra. Sin embargo,
el pueblo de Dios en general desconocía lo esencial de ella, ni siquiera se
cuestionaba qué quería Juan decirnos al proclamar que “en ella –en la Palabra-
estaba la vida” (Jn 1,4a).
Aun así, y
pasadas unas decenas de años del Concilio, es necesario insistir, para no
quedarnos simplemente con el envoltorio, en la necesidad de pasar de la palabra
escrita a la Palabra viva y eficaz (Hb 4,12). Un pastor que alimenta su rebaño
con la Palabra solamente escrita no engendra la vida. Un pastor según el
corazón de Dios sabe por propia experiencia que el valor, la riqueza insondable
de la Palabra, tiene su origen y fundamento no en cuanto está escrita, sino en
su fuerza interior en vistas a su cumplimiento, es decir, en la medida en que,
por su propia virtualidad, da vida a quien la escucha. Tengamos en cuenta que
en la espiritualidad bíblica, los verbos escuchar y obedecer se complementan.
Me explico mejor. No es que la obediencia nazca de la fuerza de un compromiso
de haber escuchado, sino que es el paso natural de quien ha descubierto que la
vida por la que claman los gritos de su alma, está en consonancia con la
Palabra a la que se ha acercado con oído y corazón abiertos.
El sublime
anuncio de que en la Palabra está la vida y que la da no es un descubrimiento
de Juan. Ya sus padres en la fe encontraron en las fuentes de la Revelación que
Yahveh abrió para Israel el manantial de la vida que brota de la Palabra.
Podríamos citar la exhortación del autor del libro del Deuteronomio a acoger y
poner en práctica la Escritura dada por Dios aduciendo una razón inapelable:
“Porque no es una palabra vana para vosotros sino, que es vuestra vida…” (Dt
32,47a).
También llegó a
los oídos del pueblo santo esta promesa por medio de sus profetas, como por
ejemplo Baruc, quien vincula la vida o bien la muerte a la acogida o rechazo de
la Palabra dada por Dios: “Ella –la Escritura- es el libro de los preceptos de
Dios, la Palabra que subsiste eternamente: todos los que la retienen alcanzarán
la vida, mas los que la abandonan morirán. Vuelve, Israel, y abrázala, camina
hacia el esplendor bajo su luz” (Ba 4,1-2).
He señalado
estos dos textos lo suficientemente significativos, aunque podríamos citar
muchísimos más, pues abundan a lo largo y ancho de la Biblia. Podríamos pensar
entonces que, efectivamente, Juan no fue nada original, no dijo nada nuevo al
afirmar que en la Palabra estaba la vida; pero sí, hay mucho de novedad y
original en el textos joánico, y es que lo que en el Antiguo Testamento es
primicia y promesa, es ya cumplimiento y plenitud en la encarnación, muerte y
resurrección del Hijo de Dios. Cuando el Señor Jesús, sobreponiéndose a los
estertores de su agonía, gritó ¡todo está cumplido!, llenó de vida la Palabra.
El olor de vida que se desprende de las palabras escritas dio paso a la vida
eterna que emerge gloriosa de la Palabra cumplida por Él, por el Hijo.
Del grano a la espiga
El mismo
Jesucristo nos presenta una parábola no digo sublime porque me quedo corto, así
que, a falta de epítetos, diré simplemente que lleva en sí la vida eterna. Me
refiero a su catequesis acerca del grano de trigo; voy a intentar
desarrollarla. Recordemos que fue su última catequesis antes de la última cena.
Leamos su comienzo: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).
No hay duda de
que está hablando de sí mismo y, por extensión, de la plenitud que su Evangelio
alcanzará a partir de su muerte y resurrección. El grano de trigo en cuanto
semilla, representaría la palabra literal, escrita. Puede tener cierto valor
moral, incluso académico, pero en cuanto fruto como que se nos queda a mitad de
camino; para que éste alcance su perfecto desarrollo debe morir, descomponerse
en la tierra, es así como se despliega en toda su virtualidad llegando a ser
espiga. Llevamos este ejemplo de Jesús a la Palabra. Si la reducimos a su valor
moral, si es sólo un pergamino a investigar, no brota de ella la espiga de la
vida. Esto mismo fue lo que dijo Jesús a los judíos. “…Vosotros investigáis las
Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan
testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida” (Jn 5,39-40).
Éste puede
llegar a ser el gran problema de muchos hoy día, quedarse en la palabra
escrita; quizá en el fondo subyace un temor, el no creerse que, haciéndose
grano de trigo con ella, vayan a recuperarla como fruto glorioso: la espiga. No
por casualidad Jesús asoció el perder la vida por Él y por el Evangelio en la
misma dimensión “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien
pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Todo lo que
sea separar Jesús de su Evangelio en este mismo contexto de perder la vida no
es más que una burda manipulación.
Se puede llegar
a esta situación de autoengaño, enfrascados en –repito- la burda manipulación
de la Palabra a causa de la increencia. Me explico. Pesa demasiado el
escepticismo como para arriesgar la propia vida por el Evangelio tal y como
salió de la boca del Hijo de Dios, como decía y vivió san Francisco de Asís. El
escepticismo –sin duda la peor de las increencias- nos deja anclados en la
fachada del Evangelio. Por el contrario, el amor incondicional al Hijo de Dios
¡con todas nuestras debilidades!, nos introduce en su interior: es entonces
cuando tenemos acceso y participamos del Misterio de Dios.
Siendo así y
dado que los muertos no pueden dar la vida a los muertos, éstos, erróneamente
llamados pastores, están a años luz de llevar grabado en su predicación el
exultante y gozoso anuncio de Jesús. “En verdad, en verdad os digo: Llega la
hora, ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y
los que la oigan vivirán” (Jn 5,25). No, no pueden dar vida a nadie porque
nunca la encontraron. Los pastores según el corazón de Dios sí. La encontraron
cuando la dejaron crecer al mismo ritmo con que ellos desaparecían como grano
de trigo en el surco de la tierra. Juan Bautista lo explicó a su manera: “Es
preciso que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).
En la Palabra
estaba la vida, repetimos con Juan con estremecimiento e incluso en actitud de
adoración. Sí, porque al decirnos el apóstol que la vida es una propiedad
intrínseca a la Palabra, nos está impulsando hacia la esencia del mismo Dios.
Recordemos que cuando Moisés pidió a Dios que le diera a conocer su Nombre, Él
se definió a sí mismo en estos términos: “Yo soy el que soy” (Éx 3,14). “Yo soy
el que soy”, que equivale a decir: Soy por mí mismo, no por obra de otro u
otros, como mis criaturas que dependen de los demás para venir a la existencia.
Yo no, Yo existo antes de que el mundo fuese.
Llamados para el
Evangelio
Yo soy el que
soy, en mí está la vida y por eso puedo hacer vivir al hombre. En realidad es
esto lo que Juan nos está diciendo. La vida está asociada indisolublemente a la
Palabra; digamos que una define a la otra en su totalidad y viceversa. Los
discípulos del Señor Jesús de cada generación conocen esta vida; saben que les
ha sido engendrada por su relación amorosa con la Palabra, más aún, es ella la
que les ha hecho hijos de Dios. También lo atestigua Juan. “…A todos lo que la
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12).
Como ya he
señalado, los pastores según el corazón de Dios saben bien la vida que destila
la Palabra. Más que saberlo, digamos que son testigos de ello porque han hecho
de la Palabra la cátedra de su anuncio evangélico. Al igual que Pablo, no se
apoyan en “persuasivos discursos de sabiduría”, sino en el pozo de la Sabiduría
de Dios (1Co 2,4-5) que, al mismo tiempo que es la fuente de su predicación, es
también el oasis de su descanso. Estos pastores tienen conciencia de que su
vida es preciosa, como también la de sus ovejas; todos, pastores y ovejas, han
sido rescatados al precio de la sangre del Hijo de Dios (1P 1,19). Son tan
conscientes de lo que valen –repito- por el precio que su Señor ha pagado por
ellos, que no van a rebajar su ministerio al nivel de los saldos del saber
humano.
Con esta
convicción, buscan primero la vida inherente a la Palabra, primero para ellos
mismos, para después darla como alimento a sus ovejas. Al actuar así, les
muestran que, tanto ellos como ellas reciben el Pan de vida de unas mismas
manos: las del Hijo de Dios. Así es como aparece en la multiplicación de los
panes: “Y ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco
panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición
y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la
gente” (Mt 14,19).
Tengamos,
además, en cuenta que, dado que las ovejas saben que el pan de la predicación
les viene de la mano del único Maestro, nunca tendrán la tentación de idolatrar
a sus pastores. Saben quién es en realidad el que les da la vida en abundancia
(Jn 10,10b) y sólo a Él adorarán. Recogemos el testigo que nos pasa Juan, “en
ella estaba la vida”, y hacemos de él el fundamento, la piedra angular y razón
de ser del anuncio del Evangelio. Es así, como vemos en Pablo, que un pastor
llega a sentir el sano orgullo de haber sido constituido por el Señor embajador
y anunciador de su Evangelio. “…de nuestro salvador Cristo Jesús, quien ha
destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del
Evangelio para cuyo servicio he sido constituido heraldo, apóstol y maestro”
(2Tm 1,10b-11).
Pastores según el corazón de Dios; pobres hombres
entre los hombres en un mundo en el que su Príncipe (Jn 14,30) ha sometido a la
más cruel de las tiranías. Grandes, pero sólo a los ojos de Dios, son estos
pastores que, “llamados para el Evangelio”, como le gusta decir de sí mismo al
apóstol Pablo (Rm 1,1), han recibido el don inestimable de saber –hablo del
saber propio del alma- que la Palabra que su Señor ha puesto primero en sus
corazones y después en sus labios, es vida. Con ella van al encuentro de sus
hermanos, han conocido el desamparo al igual que ellos, y hacia ellos van con
el poder de vivificarlos. Pueden hacerlo porque se han hecho uno con la Palabra
que el Hijo de Dios les da.
lunes, 12 de febrero de 2018
Pastores según mi corazón XXXVII.- Sabios según Dios
17
Sabios
según Dios
Las últimas
palabras que el Señor Jesús da como legado a sus discípulos antes de subir al
Padre, palabras que Mateo nos ha hecho llegar, definen por sí mismas no
solamente la misión de la Iglesia sino también su razón de ser. “Me ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20).
El anuncio del
Evangelio de la Gracia (Hch 20,24) y de la Salvación (Ef 1,13), no es una misión
optativa en la vida de la Iglesia. Optativo sería que por ejemplo un sacerdote
diese clases de biología o matemáticas en un centro educativo. Estamos hablando
de un anuncio que es en sí mismo identificador y definitorio en el sentido de
que los pastores elegidos por el Hijo de Dios son reconocidos por Él mismo como
tales, es decir, como pertenencia suya, en la medida que la luz del Evangelio
brilla en sus rostros; son discípulos que por el pastoreo, llevan la Palabra de
Vida en sus bocas.
Hay, sin
embargo, un aspecto en este texto que hemos citado de Mateo que es
absolutamente fundamental para comprender la relación entre el Evangelio, la
Iglesia y su Misión. Si nos fijamos bien, al tiempo que el Hijo de Dios pone ante los ojos de sus
discípulos el mundo entero como campo de misión, les exhorta a que enseñen a
todos los hombres a guardar el Evangelio que han oído de sus labios;
recordemos: “todo lo que os he mandado”.
Para entender
mejor estas palabras de Jesús, hemos de tener en cuenta que el verbo mandar no
tiene en Israel el mismo significado que en nuestra cultura occidental.
Nosotros asociamos el mandato a toda una serie de elementos que conforman la
legalidad; en este caso hablamos de ley, mandamiento, obligación, deber, etc.
Si así fuera, Pablo no hubiera acuñado el término bellísimo citado
anteriormente: el Evangelio de la Gracia. Si así fuera –repito- tendríamos que
llamarlo el Evangelio de la ley, de la
norma, del precepto, etc.; lo reduciríamos a una especie de manual de
perfección, para lo cual no hubiera hecho falta en absoluto la muerte del Hijo
de Dios, como dice el apóstol Pablo (Gá 3,21).
Para un
israelita que identifica mandamiento y mandato con palabra dada antes de
cualquier otra connotación, el significado del legado de Jesús es bien otro.
Tengamos en cuenta que el mismo Hijo de Dios llama mandamientos a las palabras
que su Padre le hace oír en orden a su misión; y también que llama mandamientos
al Evangelio que anuncia a sus discípulos: “Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor” (Jn 15,10).
Es muy
importante hacer esta aclaración para poder comprender que el Evangelio dado
por el Hijo de Dios al mundo al precio de su sangre, de su vida, no tiene que
ver nada con una especie de listón o medida para poder ser discípulo suyo, sino
su don por excelencia; Pablo lo llama Fuerza de Dios para la salvación: “Pues
no me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo
el que cree…” (Rm 1,16).
Quizá ahora
entendamos mejor la puntualización que hace el Señor Jesús a los suyos al
enviarlos con su Evangelio al mundo entero. No es un envío para intentar
convencer a nadie a que asuma o se comprometa con una serie de normas hasta ser
considerados aptos para formar parte de su Iglesia. La aptitud llegará en su
momento como fruto de la fuerza de la Palabra que les es predicada. Hablamos de
amor, no de compromiso; el amor incondicional de quien guarda en su corazón la
Palabra que sabe que le va a cambiar por dentro; es un guardar que se
identifica con un abrazar, dicho de otra forma, es la debilidad abrazada a la
Fuerza.
Evangelio, la
respiración de Dios
A la luz de lo
que acabo de decir, saboreamos en profundidad el envío que hace Jesús. Es un
envío para enseñar a los hombres a guardar la Palabra. Además, teniendo en
cuenta estas apreciaciones, vemos que el Hijo de Dios insiste en uno de los
signos de identidad de sus pastores, que, como ya señalé, no es optativo, y menos aún superfluo; Dios les ha llamado para que con la luz que emana
de la Palabra guardada en sus entrañas y hecha cuerpo por medio del anuncio,
iluminen la tierra entera.
Guardar la
Palabra, dada por Dios -no por los hombres, como diría Pablo (Gá 1,11-12)- no
es tampoco una corriente o, peor aún, una variante de la espiritualidad de la
Iglesia, el mismo Jesucristo ve en este abrazarse a su Palabra, protegiéndola
de toda tentación de los sabios de este mundo, la prueba diáfana y cristalina
del amor de una persona a Dios; el amor tal y como es, sin supersticiones o
sublimaciones inventadas o sobrevenidas por carencias humano-afectivas.
Parafraseando a Juan, podríamos decir que quien no ama al Evangelio que tiene
en sus manos, que ven sus ojos, no puede amar a Dios a quien no ve.
Es más que
evidente que todo esto que estoy exponiendo no tendría ningún valor en absoluto
si no estuviese fundamentado por hechos concretos y palabras textuales del
mismo Hijo de Dios; es indudable que sólo apoyados en su autoridad nos podemos
atrever a hacer estas reflexiones catequéticas, sin duda contundentes, pero que
marcan indeleblemente a los pastores, también maestros, llamados por Jesucristo
para llenar el mundo entero de su Evangelio de la Gracia y la Misericordia.
Alentados,
pues, por la autoridad del Hijo de Dios, nos añadimos al grupo de los apóstoles
y nos sentamos con ellos para recibir la bellísima catequesis que Jesús les
impartió acerca de la fuerza de la Palabra y su relación con el amor y la
fidelidad a Él: “Le dije Judas –no el Iscariote- Señor, ¿qué pasa para que te
vayas a manifestar a nosotros u no al mundo? Jesús le respondió: Si alguno me
ama, guardará mi Palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada en él” (Jn 14,22-23).
Ya que nos
hemos sentado alrededor de la mesa con los apóstoles, vamos a intentar
reproducir la escena para poder apreciar mejor la sublimidad y excelencia de lo
que Jesús acaba de decir a los suyos. Les está hablando de la vida eterna que
van a recibir, como quien dice, de sus propias manos (Jn 14,1-3). Sí, les habla
de la morada que les va a preparar junto al Padre, pero sobre todo les habla de
Él, del Padre. Los apóstoles, aun con la desazón en sus corazones, oyen
palabras inefables, intraducibles a cualquier parámetro de belleza, profundidad
y grandeza como por ejemplo las que hemos citado.
No sabemos
hasta dónde pudo llegar la comprensión de estos hombres ante las bellísimas
confidencias, también promesas, del Hijo de Dios. Sin duda que pesaba demasiado
el ambiente raro de esta cena, más que raro, derrotista y amargo; recordemos
que Judas había salido del grupo para consumar su traición, es como si la
muerte se hubiera puesto ya en camino hacia su Señor. Aun así, uno de ellos,
Judas Tadeo, le hace una pregunta que podríamos definir como profética, pues
está formulada a favor de todas las generaciones de discípulos que iban a
suceder a estos que están alrededor de la mesa. El apóstol viene a decirle: Te
estás manifestando a nosotros…, y el mundo ¿qué pasa con él?
La respuesta de
Jesús es toda una declaración de intenciones acerca de la misión que va a
confiar a estos hombres que están junto a Él y, por supuesto acerca de la
misión insoslayable de su Iglesia. Su mayor servicio al mundo es el de ser
anunciadores, portadores de su Palabra; gracias a ellos, a estos servidores de
la Palabra, todo hombre podrá saber que Dios le ama, que se le manifiesta, que
convive con él, y también tendrá la certeza de que su amor a Dios no es un
espejismo o un delirio sicológico.
Recordemos: “El
que me ama guardará mi Palabra…” En ella está encerrada/contenida el amor de
Dios, su Padre. Es la Palabra de la que Juan nos dice que en ella está la vida
(Jn 1,4). Digamos que ésta, la Vida, se abre desde la Palabra y da su fruto, el
amor eterno. El amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo; ahí está el principio y el fin de
toda la moral, pues, como dice Pablo, el que ama –así desde Dios- no puede
hacer daño a su prójimo; el que ama así, cumple la Ley (Rm 13,8-10) no como
presupuesto moral, sino como fruto de la vida que lleva dentro. El que así ama,
no miente a su hermano, ni le engaña, ni se aprovecha de él, ni le roba, ni le
calumnia; por el contrario, le ayuda en la necesidad, está a su servicio, es
indulgente, no le juzga… Eso hace con su hermano: el que tiene a su lado y el
que vive allende a sus ojos y fronteras.
Cuanto más suyos, más
nuestro
Así es como ama
Dios y los que suyos son. Y suyos son los que guardan su Palabra: suyos
son por pertenencia, suyos son porque
con Él conviven; recordemos: “Vendremos a él y haremos morada en él”. En este
sentido podemos hacer nuestra la prodigiosa intuición de Paul Jeremie: El
Evangelio es el tarro precioso de donde Dios saca su ternura para con los
suyos.
Todo aquel que ha
sido llamado por Jesucristo al pastoreo y que, como hemos visto, hospeda en su
corazón su Evangelio, está también llamado a vivir algo asombroso e inaudito:
su saber estar con Dios. La Palabra albergada en su interior forma en estos
pastores un corazón apto para vivir con Él con toda la riqueza afectiva que
esto supone, digamos que son hombres que conocen a Dios, con la dimensión
abierta a la inmortalidad que el verbo conocer con respecto a Dios, contiene en
la Escritura.
Un pastor que
conoce a Dios y que de Él recibe el magisterio para darlo a conocer a las
ovejas, en realidad no puede pedir nada más de su existencia. Los buscadores de
la Verdad, del Absoluto, de Dios, saben mucho de esto; sí, saben de
realizaciones personales no por lo que son sino por lo que Dios les ha hecho
llegar a ser: pastores según sus entrañas, según su corazón.
Estos hombres
viven sumergidos en una existencia que cabalga entre lo mundano y lo
extramundano. Están en el mundo, ese es su campo de misión, sin ser del mundo
(Jn 17,15-16). Viven este tipo de existencia –repito- humana y divinamente
realizados, no tanto porque sean mejores que los demás, sino por quien vive en
ellos (Gá 2,20). Viven, si se me permite una especie de metáfora, al compás y
ritmo de una grandiosa aleación entre cuerpo y espíritu.
Esta forma de
existir no les repliega sobre sí mismos, por el contrario, les impulsa a
abrirse, con los tesoros de su Dios, al mundo entero sin exclusión alguna. A un
mundo pobre, carente y escaso de inmortalidad debido al yugo que el dios dinero
impone sobre su cerviz (Mt 6,24). El drama que cargan sus hermanos les
pertenece, hacen suya la angustia existencial de Pablo que llegó a gritar ¡ay
de mí si no evangelizara! (1Co 9,16). Estos pastores son también conscientes de
que su alianza con Dios, fruto de su Palabra guardada, les lleva a hacer
alianza con los hombres, con todos, los lejanos y los cercanos, ahí donde el
motor del Evangelio les envía. No hay frontera que se resista a una alianza
así, tejida con los hilos del amor eterno e indestructible de Dios.
También estos
hombres son insultantemente libres, no están sujetos ni se dejan deslumbrar por
la “última lumbrera, el sabio e inteligente de moda, el último grito en
pseudoespiritualidad” que no pocas veces son como flor de hierba que se seca y
desaparece (1P 1,24). Los pastores que Dios regala al mundo que llevan impreso
en su alma el nombre de su Hijo, de ellos precisamente habló Él en estos
términos: “Todo escriba –doctor de la Ley- que se ha hecho discípulo del Reino
de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo
y lo viejo” (Mt 13,52).
Son pastores que conjugan libertad con dignidad, la
que les confiere su Maestro, el que les parte la Palabra. Él es la Fuente de
donde sacan, con gozo indescriptible, las aguas de la salvación profetizadas
por Isaías: “Sacaréis agua con gozo de los hontanares de la salvación” (Is
12,3). Su ministerio refleja la libertad y también la dignidad en estado puro:
no en vano son creación de Dios.
domingo, 21 de enero de 2018
Pastores según mi corazón.- Cap XXXVI.- Reveladores del Misterio
Reveladores
del Misterio
No hay esfuerzo
más baldío y estéril que el desplegado con el propósito de ignorar y, más aún,
reprimir las genuinas intenciones del alma. Sería algo así como intentar
ocultar el sol con nuestra propia mano. Por otra parte, es necesario que
alguien nos ayude a encontrar los cauces por los que nuestro espíritu se atreva
a lanzarse hacia Aquel que se perfila como centro de las intuiciones sonoras de
su alma, digo sonoras porque se hacen oír. Tenemos necesidad de samaritanos que
nos ayuden a activar lo que los santos Padres de la Iglesia como, por ejemplo,
san Agustín, llaman los sentidos del alma. Estos samaritanos-ayudadores tienen
su nombre en la Escritura, Dios mismo los llama: “Pastores según mi corazón”
(Jr 3,15). También son conocidos como aquellos que revelan el Misterio, el de
Dios.
Las intuiciones
del alma -llamémoslas también impulsos internos que, traspasando lo visible se
adentran en el Invisible- se hacen notar en todos los hombres, los de ayer y
los de hoy, sea cual sea su cultura, religión o condición social. Sin embargo,
la experiencia que, en este sentido, nos ofrece como legado de incalculable
valor el pueblo santo de Israel, es cualitativamente excepcional y única.
El pueblo santo
de Dios no es un pueblo que le busque en el vacío del cosmos ni en el caos, hoy
le llamaríamos en el absurdo existencial: “Yo soy Yahveh, no existe ningún
otro. No te he hablado en lo oculto ni en lugar tenebroso. No he dicho al
linaje de Israel: Buscadme en el caos” (Is 45,18b-19). El testimonio del
profeta nos da a conocer que Dios es Alguien que salió al encuentro de su
pueblo; Alguien que fijó su mirada en él cuando no era más que un amasijo de
esclavos sin ningún futuro y casi sin historia en Egipto. Sometidos a la
tiranía de la maldad, encarnada en sus dominadores, ni Abrahán, ni Isaac, ni
Jacob eran ya creíbles.
Dios les
suscita un libertador: Moisés. Es tal su cercanía e intimidad con él que, a un
cierto momento y sin duda movido por la infinita belleza del Misterio del
Invisible, su propio espíritu estalló en intuiciones que dieron paso a una
súplica excepcional: “Déjame ver tu rostro” (Éx 33,18).
No dejamos de
lado a Israel, es más, nos servimos de él, y damos un salto en la historia para
situarnos frente a Pablo de Tarso, quien nos hablará de la plenitud de los
tiempos (Gá 4,6). El apóstol se refiere a la Encarnación del Hijo de Dios, a su
vivir con nosotros, plenitud de la historia porque Dios se hizo Emmanuel. Sí,
tomó un cuerpo y un nombre: Jesús de Nazaret. En torno a Él, durante la última
cena, Felipe, representando a todo el cuerpo apostólico y como recogiendo las
intuiciones del espíritu del hombre de todos los tiempos, repitió la súplica de
Moisés: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14,8).
La pregunta de
Felipe no queda sin respuesta. Es posible que ésta no fuera realmente la que
ellos esperaban o la que pedía su curiosidad religiosa. De hecho, la respuesta
de Jesús va a medio camino entre negativa y enigmática para estos hombres en el
momento concreto que están viviendo. Más adelante y a partir de la experiencia
de la Resurrección de su Señor, pudieron comprobar que esta respuesta fue clara
y diáfana. Se podrá ver al Padre en la medida en que seamos testigos de lo que
hizo a favor de su Hijo: rescatarle de la muerte. El Hijo es vencedor y hace partícipes
de su victoria a todos los que creen en Él; esta experiencia de fe les hace ver
el rostro del Padre en la glorificación de su Hijo. Ahora sí, oigamos la
respuesta que Jesús dio a Felipe: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y
no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí,
ha visto al Padre” (Jn 14,9).
Entendemos
mejor esta respuesta a la luz de la relación que existe en la espiritualidad
bíblica entre los verbos ver y creer. Son correlativos e interdependientes,
creer implica ver y viceversa. Estamos hablando de un creer desde las
intuiciones del alma -como diría Henry Bergson- las mismas que nos hacen llegar
a ver. Quizá podríamos hablar más de un contemplar desde el alma, al que el
mismo Jesús da mucho más valor que la visión propia de los ojos del cuerpo.
Tanto es así que Jesús llama a éstos que ven desde el alma, bienaventurados,
dando a entender que estos hombres encierran en su seno el tesoro riquísimo de
las bienaventuranzas. Oigamos lo que dijo nuestro Maestro y Señor a Tomás después
de que sus ojos vieron y sus manos palparon su Resurrección: “Porque me has
visto has creído. Bienaventurados los que no han visto y han creído” (Jn
20,29).
Se dejará ver y oír
Ya el profeta
Isaías anunció que vendría un tiempo –el del Mesías- en el que “oirán aquel día
los sordos palabras de un libro, y desde la tiniebla y desde la oscuridad los
ojos de los ciegos las verán” (Is 29,18). El Señor Jesús visibilizó, dio
cumplimiento a esta incomparable promesa-profecía de Dios en su Resurrección
cuando abrió el espíritu de sus discípulos para que pudiesen ver, oír, gustar y
palpar a Dios en las Escrituras. “…Y,
entonces, abrió sus espíritus para que comprendieran las Escrituras” (Lc
24,45). Dicen los exegetas que al abrir sus espíritus abrió también los sentidos
que son propios del alma; recordemos lo que dice san Agustín: “Si el cuerpo
humano tiene sus propios sentidos, ¿no los va también a tener el alma?”
A partir de la
victoria del Hijo de Dios sobre la muerte y su abrir nuestros espíritus, la
Palabra cobra vida en nuestras almas, es como si diera cuerpo a esas
intuiciones de las que hemos hablado. Todo ello resuena en las entrañas de los
buscadores de Dios dando lugar a la predicación en espíritu y en verdad, como
en espíritu y verdad es la adoración de los discípulos del Buen Pastor (Jn
4,24).
Esta era sin
duda la predicación de los pastores de la Iglesia primitiva; ésta y no otra es
también la genuina predicación de los pastores según el corazón de Dios de generación
en generación. Estos son los pastores que ansían y anhelan encontrar los
buscadores de Dios, los hambrientos del Espíritu.
Sabios según
Dios e intuidores de lo eterno se encuentran. Los sabios según Dios hacen de la Palabra su Pan de Vida y, por
amor, parten este su Pan a los hombres por medio del anuncio del Evangelio a
sus ovejas. A su vez, los intuidores de lo eterno, verdaderos buscadores de
Dios, distinguen entre el Pan recién salido del horno del Espíritu –hierba
fresca lo llama el salmista (Sl 23,2)- y el pan cocinado en el horno de la
propia sabiduría, que no alimenta ni siquiera al mismo predicador. Por supuesto
que estos buscadores escogen el Pan verdadero.
Cuando una
persona tiene una profunda relación con la Palabra hasta el punto de que ésta
se convierte en su Manantial de aguas vivas (Jr 2,13), podemos decir que ha
encontrado el descanso de su alma prometido por el Hijo de Dios. “Venid a mí
todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad
sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y
hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,28-29).
No estamos
hablando de un descanso puntual, fruto de un plan programado que, a la postre,
es más evasión que asentamiento. Hablamos de una especie de fuerza interior que
nos impulsa tanto al descanso como al crecimiento. Hablamos del descanso de
quien, siguiendo las intuiciones de su alma, se ha apropiado de la heredad que
Dios ha dispuesto para él. Tuvo acceso a ella por medio de los sentidos de su
alma y la encontró impresionantemente bella, todo un torrente de delicias y,
por si fuera poco, la serena y cierta intuición de saber que puede poner su
vida en buenas manos, las de Dios. Todo esto fue profetizado por el salmista y
se cumplió en el Hijo de Dios. A partir de Él sigue cumpliéndose en todos y
cada uno de sus discípulos: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi
suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad”
(Sl 16,5-6).
Amor y asombro van
enlazados
Si bien esta es
la experiencia que Jesús abre hacia sus discípulos, sus pastores, los que lo
son según su corazón, tiene una relevancia especial, pues es en la heredad de
Dios –recordemos que
se han apropiado de ella- donde los sentidos de su alma alcanzan a ver, oír,
palpar y saborear su Misterio. Atónitos, descubren que Dios les muestra su
rostro. Sí, es en su heredad donde el hombre conoce y reconoce al Dios vivo, a
su Padre.
Con un amor
desconocido, el que nace de las sorpresas ininterrumpidas, van al encuentro del
mundo en la misma línea en la que se
expresa el autor del libro de la Sabiduría. Para entender este texto,
recordemos que la espiritualidad bíblica identifica la Sabiduría con la Palabra:
“…Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien madrugue para
buscarla, no se fatigará, pues a su puerta la encontrará sentada… Pues ella
misma va por todas partes buscando a los que son dignos de ella; se les muestra
benévola en los caminos y les sale al encuentro en todos sus pensamientos” (Sb
6,13-16).
Con la
Sabiduría de Dios injertada en el alma, al igual que Pablo, desconfiarán y
dejarán de lado los persuasivos discursos de la sabiduría de los hombres, para
que sus oyentes fundamenten su fe en la Sabiduría de Dios “Y mi palabra y mi
predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino
que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se
fundamentase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1Co
2,4-5). Fruto de la experiencia de su estar con Dios, de sacar partido a su
heredad, están en condiciones de darse a sus ovejas para anunciarles -seguimos
de la mano de Pablo- “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del
hombre llegó, lo que Dios ha preparado para los que le aman. Porque a nosotros
nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea,
incluso las profundidades de Dios” (1Co 2,9-10).
No hay duda de
que lo que el Espíritu Santo suscitó en Pablo al hablar así a sus ovejas de Corinto,
nos deja más que perplejos. Sin embargo, hemos de decir que no escribe bajo el
efecto de ningún éxtasis o arrobamiento místico; está simplemente dándonos a
conocer algo de la riqueza de su alma, hablamos de sus intuiciones acerca de
Dios. Es como si el velo que le separaba de Él se hubiera rasgado. De hecho lo
rasgó su Señor, el Crucificado; recordemos que, al morir, el velo del Templo se
rasgó de arriba abajo (Mc 15,38). Sólo el que vino de lo alto, de arriba (Jn
3,13), podía hacerlo. Abierto el velo desde la cruz, desde el cumplimiento
perfecto de la voluntad del Padre, el Hijo confirmó que la misión con la que le
había enviado al mundo había llegado a su culmen, de ahí su proclamación
victoriosa: “Todo está cumplido” (Jn 19,30).
Todo está
cumplido, y, a causa de ello, cumplidas también todas las promesas hechas por
Dios a los hombres ya desde los inicios del pueblo santo de Israel. Al rasgarse
el velo, el Hijo mostró el rostro del Padre. Él, el Revelador, atrayéndonos a
su intimidad, nos lo mostró. No sólo eso, sino que escogió, y sigue escogiendo,
pastores que, en su Nombre, siguen revelando el rostro del Padre, las entrañas
de su Misterio.
El broche de
oro del ministerio de estos pastores estriba en que sus ovejas lleguen a ser
capaces –por supuesto que desde Dios- de abrir la Palabra y encontrar en ella
el maná escondido, el Pan de Vida, tal y como lo prometió. (Ap 2,17). El maná
escondido, el mismo alimento que el Hijo recibió del Padre para cumplir la
misión que le confió. Él mismo, el Hijo, fue el primer Pastor según el corazón
de Dios. Después de Él, muchos otros llevan su mismo título: pastores y
reveladores del Rostro y del Misterio de Dios. Lo pueden ser por identificación
con su Señor, su Buen Pastor y Maestro; porque cuando el Hijo de Dios proclamó
que Él es el único Maestro (Mt 23,8), sabía bien lo que decía. Él, sólo Él y
únicamente Él es el Revelador del Rostro del Padre.
miércoles, 27 de diciembre de 2017
Emigrantes.- (por Mila)
Estamos en Adviento.. Cuatro semanas de recogimiento, caridad y amor y alegría porque esperamos la venida del Señor que se hace carne para estar entre nosotros.
Acerquémonos y acojamos a los hermanos que están entre nosotros y que han tenido que salir de sus países para poder trabajar y vivir aquí con sus familias.. Acuérdate de aquellos emigrantes, María y José con El Niño Jesús que también tuvieron que emigrar ante la persecución de Herodes... Pensar en la Sagrada familia.
viernes, 1 de diciembre de 2017
PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN.- 34.- LA VOZ QUE SALVA
14
La
Voz que salva
Nada abate más
al hombre que no encontrar respuesta ante la desgracia y la calamidad cuando es
visitado una y otra vez por ellas. Desamparado, desvalido e inerte ante el
cúmulo de adversidades que se ceban en él, le parece estar a merced del mal y
su autor, Satanás; Jesús le llama “el Maligno” (Jn 17 15).
La Escritura
sitúa al Maligno en las profundidades de las aguas. Éstas, a su vez, por su
permeabilidad, simbolizan la inseguridad del hombre. Desde sus profundidades,
Satanás agita violentamente su existencia sumergiéndole en un mar de angustias
a causa del mal que le sobreviene. Dicho esto, podemos afirmar que el Maligno
tiene su propia voz. Es tal el desajuste interno que nos produce esta voz, que
nos hace creer que para solventar las pruebas no hay mejor salida que la de
desobedecer a la Voz, la de Dios. Preso de la angustia, el hombre da crédito a
estas voces que le llevan a ninguna parte, a una soledad sin caminos como
frecuentemente leemos en las Escrituras.
De estas dos
voces, la de Dios y la de Satanás, nos habla el Salmo 93; voz del seno de las
aguas –recordemos que en ellas tiene su morada Satanás-. Proclama el salmista:
“Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su
bramido…” El miedo está servido; son
voces tenebrosas que buscan asustar y someter. Así parece que va a discurrir la
existencia del hombre cuando, como de pronto, el salmista da un giro portentoso
al himno y se erige como confesor de la fe en Dios cuya Voz se impone hasta
acallar por completo el rugido que brota de las aguas impetuosas. “…pero más
que la voz de las aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más
potente en el cielo es el Señor”.
Aun así, hemos
de volver a las primeras voces, las de las aguas, las de nuestro Adversario,
recordemos que Satán significa adversario. La intención de éste cuando, ante el
mal o, mejor dicho, sirviéndose de él, se allega a nosotros con su voz, no es
otra que la de descolocarnos y someternos. Sí, someternos al fruto amargo de su
voz: la muerte, como dice Pablo (Rm 6,23a). Más adelante, una vez que por su
sometimiento nos ha llevado a conformarnos a ser hijos de la muerte, el Maligno
nos impele a “morir matando”: a maldecir a Dios. A este conformismo suicida
quiso llevar la mujer de Job cuando, ante la terrible secuencia de males que
habían caído sobre él, le dijo: “¿Todavía perseveras en tu entereza? ¡Maldice a
Dios y muere!” (Jb 2,9).
Lo dicho, morir
matando, abrazarse a la voz maldita del adversario y, desde ella, maldecir a Dios. He ahí el
combate del hombre. En sus oídos resuenan la voz y la Voz; una te abraza a la
muerte, la otra a la Vida; una te desampara,
la otra te levanta; una te empobrece hasta aceptar el absurdo, la otra te abre
al asombro que te sobrepasa y te introduce en la fiesta de saber estar con
Dios. Por último, una que te desata las entrañas esparciéndolas por tierra,
como hizo con Judas (Hch 1,18), y la otra que te dice: “No tengáis miedo: yo he
vencido al mundo” (Jn 16,33b).
¡Escuchad a mi Hijo!
Marcos nos
relata un episodio de Jesús con sus apóstoles en el que se hicieron presentes
las dos voces. Están en alta mar y “en esto, se levantó una fuerte borrasca y
las olas irrumpían en la barca, de suerte que ésta ya se anegaba” (Mc 4,37).
Por una parte, resuenan las voces destructoras simbolizadas en el estruendo
terrible de la tempestad; son voces que abanderan el miedo, hacen mella en los
apóstoles quienes, en el colmo de su desesperación, piden ayuda a Jesús y no
muy delicadamente por cierto; señal evidente de su desajuste interno: “Maestro,
¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38b). Jesús no es, en absoluto, ajeno a
las voces que quieren envolver al hombre en una espiral interminable de
desesperación, y porque no es ajeno, da cumplimiento a la profecía del salmista
levantándose e imponiendo su autoridad sobre el rugido de la tempestad. Dice
Marcos que increpó al viento y dijo al mar: “¡Calla, enmudece! El viento se
calmó y sobrevino una gran bonanza” (Mc 4,39).
¿Quién es éste
que hasta el viento y el mar obedecen?, se dijeron entre sí los apóstoles. Pues
ese tal no era ni más ni menos que ¡la Voz hecha Emmanuel! La Voz que se
levanta majestuosa sobre las aguas, sobre todo poder, sobre toda desesperanza y
mentira; es la Voz tantas veces anunciada por los profetas. Los apóstoles la
oyeron, y también, como es propio de la Palabra, “la vieron”; sí, vieron que se
cumplía, que la morada del Maligno había sido invadida y sometida ante el
resonar de la Voz, la Palabra del Padre, el Señor Jesús.
La fe no es
algo que se recibe de golpe como en una sola entrega y que hemos de guardar y
administrar, sino que tiene sus fases de crecimiento. Digo esto porque esta
experiencia de los apóstoles en el mar en la que, con sus propios ojos, fueron
testigos de la majestad de la Voz de Dios sobre las aguas, les preparó –hablo
de Pedro, Juan y Santiago- a comprender mejor, diría casi en su real dimensión,
la Voz que tronó gloriosa desde lo alto en la Transfiguración de su Señor.
Recordemos los hechos. Ahí están los tres junto al Hijo de Dios revestido de gloria junto a Moisés y Elías,
cuando, de pronto, escucharon la Voz del Padre testificando acerca de su Hijo.
Les dijo: “escuchadle” (Lc 9,35).
¡Escuchadle! Él
es mi Voz, la que se sobrepone al Maligno, la que saca a la luz todo engaño y
mentira, la que os levanta y perdona, la que os acompañará día y noche a lo
largo del nuevo éxodo que, junto con Él, haréis hacia mí. Bien sabe Jesús que
es la Voz, la Palabra del Padre; que ha sido enviado por Él como Buen Pastor
para conducirnos a lo largo de este nuevo y definitivo éxodo. De ahí su
exhortación a sus discípulos en la última cena: “Yo soy el Camino, la Verdad y
la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).
Escuchadle,
porque su Voz os dará fuerzas para acallar toda violencia de las aguas; no hay
torrente o tempestad por muy estruendosa que sea arremetiendo vuestras almas,
que no termine por ser aplacada. Y es que el amor y la fuerza que nacen de esta
Voz se sobreponen a todo ímpetu de las aguas. Lo testificó la esposa del Cantar
de los Cantares: “Ni las grandes aguas ni los grandes ríos pueden anegar ni
apagar el amor” (Ct 8,7a).
A la luz de la
Teofanía del Tabor, podemos hablar también de Teofonía porque Dios se hizo
audible con su Voz. Nos acercamos con inmensa ternura a la figura de Juan
Bautista, el que se sabía y reconocía como precursor de la Voz. Podríamos hacer
una atrevida interpretación de aquella su confesión de fe cuando le preguntaron
algunos de sus discípulos si él era el Mesías que esperaban. Les dijo que no,
que era solamente una voz, que la Voz venía detrás de él y que era eterna (Jn
1,30).
Hombres para la
eternidad
Precioso, sin
duda, el testimonio, la confesión que hemos puesto en la boca del Bautista
moviendo un poco la forma, mas no el fondo de sus palabras. Seguimos con él y
nos descubrimos ante la sublimidad que alcanza su adhesión al Señor Jesús. Más
adelante, ante la duda que todavía persiste por parte de algunos de si es o no
el Mesías, despeja toda incertidumbre con esta proclamación que sabe mucho a
pastoreo. Se olvida de sí mismo a favor de sus discípulos a fin de que éstos se
encuentren con la Verdad, con el Mesías. Les dice: “…El que tiene a la esposa
es el esposo; pero el amigo del esposo, el que asiste y le oye, se alegra mucho
con la voz del esposo” (Jn 3,29a).
Es confesión y
testimonio de amor, sí, mas también resplandece su plenitud como pastor. Sin
pretenderlo, nos acaba de dar las pautas de cómo quiere Dios que sean sus
pastores. Lo son según su corazón porque no miran por su vida, tampoco lo
necesitan pues la tienen recogida en buenas manos, las de Dios; no, no miran
por su vida sino por la de sus ovejas. La mayor alegría de Juan Bautista reside
en que sus ovejas oigan la Voz. Nos estremece la elegancia del precursor de
Jesús, su saber ser y estar. Al “desprenderse” de sus discípulos, no se siente
herido o sacrificado como si fuera una loba a quien arrebatan sus lobeznos.
Todo lo contrario, su alma rebosa, exultante; sensaciones desconocidas la hacen
vibrar, y es que no es para menos. ¿No va el mismo Dios a penetrar el alma de
este hombre que sabe ser y estar, que sabe dar paso a la Voz a fin de que sus
ovejas “tengan vida en abundancia”? (Jn 10,10).
No, no hay
aceptación “sacrificada y melancólica” de la voluntad de Dios, sino plenitud de
gozo, él mismo nos lo hace saber. Después de decirnos que se alegra mucho con
la voz del esposo, testifica: “Ésta es, pues, mi alegría que ha alcanzado su
plenitud” (Jn 3,29b).
Juan Bautista
es imagen del pastor sabio, consecuente, honesto con Dios y con sus ovejas.
Sabe bien que no es el esposo del alma de nadie, tiene en su mente y en su
corazón tantas profecías que recorren el Antiguo Testamento acerca de Dios como
único Esposo del alma del hombre. Con la Encarnación del Hijo estas promesas
alcanzan su cumplimiento. Nuestro amigo se alegra indeciblemente cuando su voz
se echa a un lado para dar paso a la del Hijo de Dios. No sé si tendremos la
suficiente capacidad imaginativa para hacernos una idea de lo que pudo pasar en
el corazón, alma y entrañas del Bautista cuando oyó la Voz dirigiéndose a sus
discípulos en estos términos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores
de hombres” (Mc 1,17…).
La figura de
Juan Bautista, su voz anticipadora de la Voz, nos revela no poca ternura, y
también sensatez y sabiduría; así como -repito una vez más- un saber ser y
estar como pastor. Salvando las infinitas distancias, al igual que Dios Padre
en el Tabor orientó los oídos de los tres discípulos hacia el Pastor
diciéndoles “escuchadle, oídme a mí y seguidle a Él que es mi Palabra”, de la
misma forma, -repito, salvando la distancia infinita- el Hijo de Dios
proclamará solemnemente que todos aquellos que escuchen la voz de los pastores
según su corazón están escuchándole a Él mismo: “Quien a vosotros os escucha, a
mí me escucha” (Lc 10,16a). Siguiendo o, mejor dicho, completando la figura de
Juan Bautista en cuanto pastor según el corazón de Dios, podemos decir que fue
pastor no según su voz sino según la Voz de Dios.
Pastores según
su propia voz los hay. Adhesiones voluntaristas, provocadas en general por el
prurito de estar a la última en cuanto a sabiduría humana se refiere, la
experiencia nos dice que su recorrido es muy corto. Son voces cuyo resonar dura
lo que una radio que se alimenta con pilas y sin repuesto disponible.
Los pastores según el corazón de Dios son, al igual
que Juan Bautista, según su Voz. Son hombres para la eternidad porque proclaman
palabras eternas; son hombres de eternidad por ser hijos de la Palabra. Por
todo ello son conscientes de que su predicación no es suya sino manantial que
fluye de la Voz. Su Buen Pastor les da palabras que son “espíritu y vida” (Jn
6,63) para sus ovejas.
viernes, 20 de octubre de 2017
Pastores según mi corazón.- XXXII.- SU PARTE ES DIOS
12
Su
parte es Dios
Cuando Israel
culminó la conquista de la tierra que Dios le había prometido al liberarlo de
Egipto, a cada tribu le fue adjudicada una gran porción de tierra -hoy
llamaríamos región- donde instalarse. Todas tuvieron su porción menos la tribu
de Leví. No recibió su parte correspondiente por deseo expreso de Dios: Él
mismo se comprometió a ser su heredad. “Dios separó entonces a la tribu de Leví
para llevar el arca de la Alianza de Yahvé… Por eso Leví no ha tenido parte ni
heredad con sus hermanos: Yahvé es su heredad…” (Dt 10,8-9).
Dios es mi
parte y mi heredad, atestigua este salmista, hijo de la tribu de Leví, en una explosión de júbilo
incontenible. “El Señor es la parte de mi heredad y mi copa; mi suerte está en
tu mano, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,5-6).
Nuestro amigo considera su elección como la fuente de sus alegrías, y es que no
puede pedir más. Así como el propietario de una finca agrícola está orgulloso
de la fecundidad de sus tierras, nuestro salmista exulta por la excelencia
sublime de la heredad que le ha tocado en el reparto.
El mismo Dios
confirma la confesión exultante del salmista al testificar solemnemente y en
primera persona, que Él es la herencia de los levitas; declaración solemne que
encontramos en el libro del Eclesiástico con respecto a Aarón, sacerdote de la
tribu de Leví. “…Aunque en la tierra del pueblo no tiene heredad, ni hay en el
pueblo parte para él, pues dijo: Yo soy tu parte y tu heredad” (Si 45,22).
“Yo soy tu
parte y tu heredad”. Con esta proclamación
disipa cualquier duda o peligro de ensoñación fantasiosa de los levitas,
como se podría atribuir al salmista cuando nos dijo que Dios era su porción y
su heredad. No, no era víctima del delirio sino una decisión de Dios, Él mismo
fue quien quiso que esta tribu fuera su heredad.
Jesús lleva a
su plenitud la herencia de la que hacen gala los levitas; herencia de la que
fueron testigos y también receptores los apóstoles que, alrededor de su mesa,
participaron de la Eucaristía en la noche de su Pasión. No fue una noche
cualquiera, fue la noche de las confidencias del Hijo con el Padre. El Hijo las
hizo públicas para enriquecer a los que las escuchaban; estaba claro su deseo
de que todos sus discípulos, a lo largo de la historia, participasen de la
misma relación confidencial con su Padre.
Fue en este
contexto cuando la Palabra se hizo Eucaristía y la Eucaristía se manifestó como
broche y culmen de la Palabra. En el vértice de su expansión afectiva, Jesús
dijo al Padre: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17,10). Todo lo
que es del Hijo, es del Padre; y todo lo que es del Padre, es del Hijo. Ya no
hablamos de parte sino del Todo. Hablamos de que “el Padre está en el Hijo, y
el Hijo en el Padre” (Jn 14,10). Esta confidencia del Hijo se desliza como un
manantial de aguas vivas a través del subsuelo del Evangelio; marca un hito en
la Creación, pues abre al hombre, a todo hombre, a que su parte, su herencia,
alcance su plenitud que no es otra que Dios esté a su alcance.
No estamos
hablando de ciencia ficción, a no ser que consideremos el Evangelio del Señor
Jesús y a Él mismo como una quimera. La cuestión estriba en que creer en el
Hijo de Dios y extrañarnos por sus dones, por el hecho incomprensiblemente
sublime de la parte y heredad que nos ofrece, sería como desconfiar de Él. El
que dice que cree, al tiempo que rezuma esta desconfianza, de hecho se pone de
perfil ante el paso de Dios por su vida.
Con el oído atento a su
Palabra
El discípulo ha
aprendido a estar cara a cara con Dios, no de perfil. Cara a cara con el Señor
Jesús haciendo acopio de sus riquezas, colmando así los deseos y anhelos
infinitos que irrumpen desde el alma, se puso María de Betania. Sí, cara a cara
con Él, nos lo dice Lucas: “Yendo de camino, entró en un pueblo; y una mujer,
llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María,
que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra” (Lc 10,38-39). Este
texto es archiconocido, aunque quizá no tanto bajo esta luz. Nos parece ver en
ella el anhelo del levita: “¡Tú eres mi parte y mi heredad!” María, a los pies
de Jesús, está –como he dicho antes- haciendo acopio de la Palabra de Vida en
toda su riqueza, como nos diría Pablo (Col 3,16).
Marta, su
hermana, está bastante molesta; sin embargo, María está como suspendida en la
eternidad. No es que rehúya de las faenas ordinarias que se hacen en todas las
casas, pero no es ése el momento, no es que le falte generosidad. La cuestión
es que “está en Dios y Dios en ella” y no hay como “esquivar” a Dios, tampoco
lo quiere.
Jesús pone fin
al desencuentro, que es sólo temporal, entre las dos hermanas. De hecho abre a
Marta, y en ella a todos los que, de una forma u otra, estamos sujetos al
trabajo de cada día, a dar prioridad a la búsqueda de la parte y la heredad que
permanecen para siempre. Su hermana María ya la ha buscado y encontrado, por lo
que Jesús dice de ella: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas
cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la
parte buena, que no le será quitada” (Lc 10,41-42). Hay necesidad de pocas,
mejor dicho, de una sola… sí, María, a los pies de Jesús, está haciendo acopio
de la parte y heredad eterna. No tiene oídos más que para su Señor, y como dijo
la esposa del Cantar de los Cantares al encontrar al amor de su alma: “Encontré
el amor de mi alma. Lo he abrazado y no lo soltaré jamás” (Ct 3,4).
María de
Betania es icono de toda persona que, desde la sabiduría del corazón, va al
encuentro de Dios, buscando en Él la plenitud de los impulsos de su alma; no
hablamos de pietismo sino de realismo. Es movida por ambiciones, en el mejor
sentido de la palabra, que se despiertan en su interior; por eso no es
solamente icono de todo buscador de Dios, de todo aquel que desea ser discípulo
de su Hijo, sino también de todos aquellos que están inconformes con su
insatisfacción existencial, los que luchan por liberar la plenitud de la que
está forjada o dotada su alma. Vemos a esta mujer como la abanderada de los que
quieren disfrutar ya en este mundo de lo que les pertenece por derecho propio,
puesto que son imagen y semejanza de Dios (Gé 1,26). Esta es María, la de
Betania, la que luchó por la mejor parte, y como Jesús testimonió, la encontró
y nadie podrá arrebatársela.
Esta gran mujer
nos ofrece también rasgos de identidad que caracterizan a los pastores según el
corazón de Dios. Al igual que ella, éstos fraguan su corazón a los pies del
Evangelio; saben que el Hijo de Dios está vivo a lo largo de sus páginas
“irradiando vida e inmortalidad” (2Tm 1,10), irradiando la mejor parte y la herencia:
el mismo Dios.
A los pies de
la Palabra, como María de Betania, la vida de estos pastores se mueve en una
doble dirección que en realidad es la misma: Hacia su Buen Pastor, su Palabra,
y hacia los hombres, para que también ellos descubran la belleza incomparable
de su parte y su herencia. Toda persona tiene derecho a saber que lleva en su
alma semillas de eternidad, de infinitud, en definitiva, semillas de Dios; he
ahí la razón del afán y la fatiga de los pastores por ir a su encuentro.
Distribuyen el Misterio
de Dios
Los pastores
según el corazón de Dios han descubierto sus sellos divinos, y esto les lleva
no sólo a encontrarse con los demás hombres, sino, al igual que su Buen Pastor,
a ser sus siervos. Están al servicio de todos ofreciendo el Evangelio que les
diviniza. Porque son pastores según el corazón de Dios, el suyo propio es como
parte de Él, por eso pueden ir al servicio de los hombres y anunciarles:
¡Oídnos, Dios es vuestra parte y vuestra herencia! Escoged la Vida. A partir de
esta elección tenéis parte con Dios, pues así lo hizo saber a sus primeros
discípulos en la persona de Pedro cuando les lavó los pies: “Pedro le dice:
Señor, ¿lavarme tú a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que yo hago, tú no lo
entiendes ahora; lo comprenderás más tarde. Le dice Pedro: No me lavarás los
pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavo, no tienes parte conmigo…” (Jn
13,6-8…).
A los pies de
Jesús, estos pastores se dejan iluminar, pues su Palabra “es la luz que ilumina
a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Es a los pies del Maestro que,
como dice san Agustín, “alcanzan a ver el corazón de la Palabra con los ojos
del corazón”, sí, con los ojos del corazón, como testifica Pablo (Ef 1,18) y
numerosos Padres de la Iglesia. Cómo no recordar también al papa san Gregorio
Magno cuando invita a la cristiandad a “escrutar las Escrituras hasta ver en
ellas el Rostro de Dios”. Sí, en la Palabra no solamente se oye a Dios como
Jesús oía al Padre, (Jn 12,49); también –repito- al igual que Jesús, se le ve
como Él le veía: “Yo hablo lo que veo junto al Padre” (Jn 8,38).
Sólo así, desde
su ver y oír a Dios en la Palabra, pueden sus pastores, los que llevan en su
corazón la pasión por la Verdad y la compasión por los hombres del mundo
entero, desvelar y revelarles el Misterio. Servidores de los hombres para
ofrecerles el Misterio de Dios, así es como los llama Pablo (1Co 4,1). Y ¿cómo
podrían partir el Misterio de Dios a sus hermanos si no fueran porque ellos
mismos hacen parte de Él?
Los pastores
según el corazón de Dios viven de asombro en asombro. Es que participar del
Misterio de Dios les sitúa en una realidad que les sobrepasa totalmente. Es tal
el impacto interior que viven, que Dios tiene que manifestárseles y decirles lo
mismo que Jesús dijo al ciego a quien curó; recordemos que le preguntó si creía
en el Hijo del hombre, y el ciego, como balbuciendo dijo: ¿Quién es para que yo
crea en Él? Jesús le respondió: Le has visto: el que está hablando contigo, ése
es” (Jn 9,37). Repito, si estos pastores no tuviesen la misma experiencia del
ciego, y no una sola vez sino intermitentemente a lo largo de su misión,
estarían expuestos a la locura.
En esta cadena
de asombros que viven los pastores según el corazón de Dios, destaco éste del
que se hace eco el apóstol Pablo. No le entra en la cabeza que Jesús le haya
considerado apto y digno “para confiarle el Evangelio” (1Ts 2,4). Será porque,
aun sabiendo que nadie es digno de recibir la Palabra de Vida, de partir el
Misterio de Dios, su intimidad más profunda, Él no conoce el ayer de Pablo sino
el hoy; y éste su hoy está enriquecido por su confesión de fe y amor a
Jesucristo que rompe todo molde, esquema moral e incluso culpabilidad: “Juzgo
que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor, por quien perdí todas las cosas…” (Flp 3,8). Ante un hoy así, Jesús no
duda en confiarle, poner en sus manos, el Misterio del Padre que es también el
suyo propio. Es como si dijera al Apóstol, y en él a todos los pastores que
hacen del Evangelio la razón de ser de su misión: Todo lo nuestro –lo mío y lo
de mi Padre- es vuestro.
Sólo desde una
vivencia así que entraña plenitudes y realizaciones aparentemente imposibles,
podemos entender la serenidad y el gozo que acompañó a Pablo a los largo de toda
su misión, incluso cuando fue confinado en las inhóspitas cárceles de Roma. Nos
ayudamos del testimonio que hace del Apóstol
uno de los más eximios Padres de la Iglesia, san Gregorio de Nisa:
“¿Quién no lo hubiera juzgado digno de lástima, viéndolo encarcelado, sufriendo
la ignominia de los azotes, viéndolo entre las olas del mar al ser la nave
desmantelada, viendo cómo era llevado de aquí para allá entre cadenas? Pero,
aunque tal fue su vida entre los hombres, él nunca dejó de tener los ojos
puestos en la cabeza, según aquellas palabras suyas: ¿Quién podrá apartarnos
del amor de Cristo?...”
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