P. Antonio Pavía
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Recordemos lo que dijo el Ángel Gabriel a María en la Anunciación: "Llena de gracia, el Señor está contigo... concebirás al Hijo de Dios...". A lo que María respondió: "Hágase en mi según tu Palabra". Damos un salto en el tiempo y nos asomamos al Calvario; ahí la vemos, a María, en toda su plenitud. Está dignamente erguida a pesar de su dolor indecible. Erguida porque Jesús, Crucificado, está a punto de vencer a la Muerte mientras ella, elevándose sobre su atroz sufrimiento, manifiesta su victoria sobre el desfallecimiento que le provoca la espada que atraviesa su alma (Lc 2, 35). Doble es su sufrimiento; al hecho de ver, como madre, el despojo humano al que ha quedado reducido Jesús por parte de los hijos de la Mentira, se une la desolación en cuanto hija de Israel al constatar la brutal "apostasía de su elección". No han tenido bastante con condenar a muerte al "Mesías Esperado"; han decidido que muera fuera de Jerusalén para que Jesús, el Impuro y Maldito, no contamine la Gloria de Dios que reposa en el Templo. No vieron que cuando Jesús traspasaba Jerusalén con la Cruz a cuestas, la Gloria del Templo salió con Él hasta el Calvario. Desfallecida, pero no vencida, ahí está Ella erguida. Se dan en su ser los dos extremos: el máximo desfallecimiento y la plenitud de toda dignidad. Allí junto al Hijo de Dios y también suyo, palpándose ambos los entresijos de su alma, María dio a luz al Discípulo Amado... a la Iglesia. Por eso es nuestra Madre. En el Calvario dio a luz a todos los Discípulos Amados de Jesús. Sí, Ella, la Erguida, la Victoriosa.
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El Evangelio de hoy nos muestra la diferencia existente entre la mirada de Dios y la de los hombres. La nuestra está condicionada por el destello de las vanidades que seducen nuestros sentidos, haciendo que toda vanidad sea " agradable a la vista" como le pasó, aunque en otro contexto, a Eva. (Gen 3,1...) Lo escribas, fariseos, etc., a quienes les gusta presentarse con amplios y vistosos vestidos y mantos son la imagen de todos los que viven esclavizados por las apariencias. Los Apóstoles no están exentos de esta seducción tan banal como ridícula. En este contexto Jesús les y nos indica cómo es su mirada. Tanto Él como los Apóstoles ven a unas personas echando sus contribuciones en el arca del Templo. Los ricos echan grandes cantidades bien a la vista de todos; otra forma de deslumbrar. En esto llega una pobre viuda y echa dos moneditas. Seguro que nadie reparo en ella, no valía la pena. Jesús sí; la miró con entrañable amor y dijo a los suyos. Está pobre mujer dio lo que tenía para vivir. Los otros que tanto os deslumbraron dieron de lo que les sobraba. Jesús, no alaba la generosidad de esta mujer sino algo infinitamente mayor: su confianza en Dios; su certeza de que Dios, su Padre, que provee la comida a las aves del cielo y que viste regiamente las flores del campo, con mucha más razón cuidaría de ella. Se llama de adulta y Jesús habla de ella: (Mt 6, 25...).
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