lunes, 9 de diciembre de 2024

Salmo 145(144). Alabanza al Rey Yahvé(Sois preciosos para Dios)


Alabanza. De David.

Yo te ensalzo, Dios mío, mi Rey,

y bendigo tu nombre por siempre jamás.

2 Todos los días te bendeciré

y alabaré tu nombre por siempre jamás.

3 ¡Grande es el Señor! Él merece toda alabanza.

Es incalculable su grandeza.

4 Una generación pregona tus obras a la otra,

proclamando tus hazañas.

5 Tu fama es gloria y esplendor:

cantaré el relato de tus maravillas.

6 Hablarán del poder de tus terrores,

y yo cantaré tu grandeza.

7 Difundirán la memoria de tu inmensa bondad,

y aclamarán tu justicia.

8 El Señor es clemente y misericordioso,

lento a la cólera y rico en amor.

9 El Señor es bueno con todos,

es compasivo con todas sus obras.


0 Que todas tus obras te den gracias, Señor,

y que te bendigan tus fieles.

11 Proclamen la gloria de tu reino

y hablen de tus hazañas,

12 para anunciar tus hazañas a los hombres,

y la gloriosa majestad de tu reino.

n Tu reino es un reino por todos los siglos,

tu gobierno, por generaciones y generaciones.

El Señor es fiel a sus palabras,

bondadoso en todas sus obras.

14 El Señor sostiene a los que caen,

y endereza a todos los que se doblan.

15 Los ojos de todos esperan en ti,

y tú les das el alimento a su tiempo.

16 Abres tú la mano,

y sacias a placer a todo ser vivo.

17 El Señor es justo en todos sus caminos,

y fiel en todas sus obras.

18 Él está cerca de todos los que lo invocan,

de todos los que lo invocan sinceramente.

19 Satisface los deseos de los que lo temen,

escucha su grito y los salva.

20 El Señor guarda a todos los que lo aman,

pero destruirá a todos los malvados.

21 ¡Pronuncie mi boca la alabanza del Señor,

y todo ser vivo bendiga su nombre santo,

por siempre jamás!


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 145
Somos preciosos para Dios
La asamblea de Israel entona, agradecida, este himno de 
acción de gracias a Yavé. Él es Rey, y despliega su poder 
regio sobre su pueblo con la característica de un doble 
sello identificador: amor y fidelidad. Por eso Israel canta 
a Yahvé, su Rey; se siente amado, protegido y, sobre todo, 
acompañado en su historia y su caminar. Es consciente de 
que su experiencia es única; no hay pueblo de la tierra que 
pueda ensalzar a sus dioses con la fuerza de su propia 
historia, Israel sí. «Yo te ensalzo, Dios mío, mi Rey, y 
bendigo tu nombre por siempre jamás. Todos los días te 
bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás... Hablarán 
del poder de tus terrores, y yo cantaré tu grandeza.
Difundirán la memoria de tu inmensa bondad, y aclamarán tu 
justicia».
La belleza del salmo se asemeja al estruendo solemne 
provocado por un río que desciende impetuoso por entre las 
rocas de las montañas. Da la impresión de que Israel clama 
amorosamente con los mismos gritos con que la naturaleza 
alaba al Creador. Todo el salmo es una exultación ante las 
obras de Dios. De hecho, la narración de las maravillosas 
obras de Yavé se repiten en el himno como si fuese un 
estribillo: «Una generación pregona tus obras a la otra, 
proclamando tus hazañas... Que todas tus obras te den 
gracias, Señor, y que te bendigan tus fieles... El Señor es 
fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus obras».
En pleno delirio poético, cuando la aclamación de las 
obras de Yavé parece que ha alcanzado su culmen, de pronto 
nos parece ver al salmista como recogido sobre sí mismo y, 
balbuciendo algo así como un susurro, nos comunica atónito 
la obra cumbre de Dios: su relación de amor con el hombre-
mujer, salidos de sus manos. Si Yavé es bondadoso en y con 
todas sus obras, su amor se convierte en presencia y 
cercanía con todo hombre que le invoca, que se acoge a Él 
en el dolor. Yavé es rey, es creador, y –de ahí viene el 
asombro del salmista– es también oído abierto que escucha 
el clamor del hombre: «El Señor es justo en todos sus 
caminos, y fiel en todas sus obras. Él está cerca de todos 
los que lo invocan, de todos los que lo invocan 
sinceramente».
¿Por qué el salmista puede escribir algo tan bello y 
profundo? Más aún, ¿cómo es que el pueblo se apropia de la 
oración poética del autor y hace resonar sus voces llenando 
el templo de música, fiesta y bendición? Israel puede 
hacerlo porque, junto a la inspiración del salmista, es 
testigo de una historia de salvación, de cuidados por parte 
de Dios; lleva en su seno unas promesas que, más allá del 
tiempo y del espacio, nunca han dejado de estar en el 299

corazón de Dios. Por ello siempre las ha cumplido, aunque 
haya tenido que cerrar los ojos ante los pecados de su 
pueblo.
Lo impresionante de Dios es que no sólo cierra sus 
ojos ante la infidelidad de Israel sino que anuncia su 
salvación y liberación. Sus ojos se recrean, se deleitan 
hasta el punto de llegar a exclamar: mi pueblo es precioso 
para mí. «Dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado 
y yo te amo» (Is 43,4).
Preciosos a los ojos de Dios somos todos los hombres; 
a fin de cuentas, todos somos obra de sus manos. Preciosos 
hasta el punto de enviar a su Hijo al mundo, quien se hizo 
uno como nosotros.
Recordemos aquel día en que los ojos de Jesús se 
posaron sobre la muchedumbre que había acudido a 
escucharle. Sintió un doble movimiento en su alma. Por una 
parte vio que, como ya habían anunciado los profetas, todos 
los hombres y mujeres eran preciosos a sus ojos; por otra, 
la tristeza profunda al verlos abatidos y quebrantados como 
ovejas que no tienen pastor: «Y al ver a la muchedumbre, 
sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos 
como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36).
Ante esta dramática escena, se dijo a sí mismo: yo 
seré su Pastor, yo los rescataré de su abatimiento, del sin 
sentido de sus vidas. Sí, yo daré mi vida por ellos; han 
nacido de las manos de mi Padre para tener vida eterna y no 
lo saben. Daré mi sangre para que la posean en propiedad, 
ya que todos ellos son preciosos a mis ojos y a los ojos de 
mi Padre. «El ladrón no viene más que a robar, matar y 
destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en 
abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su 
vida por las ovejas» (Jn 10,10-11).
Jesucristo es la piedra angular anunciada por los 
profetas. Piedra sistemáticamente rechazada por el mundo 
pero sumamente preciosa a los ojos de Dios, su Padre. 
Inestimable como es a los ojos de su Padre, hace de sus 
discípulos piedras, también rechazadas por el mal del mundo 
pero sumamente apreciables a los ojos de Dios. Así lo 
anuncia gozosamente el apóstol Pablo a los cristianos: 
«Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, 
pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual 
piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio 
espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer 
sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de 
Jesucristo» (1Pe 2,4-5). 300

sábado, 7 de diciembre de 2024

Salmo 129(128). Contra los enemigos de Sión (No pudieron conmigo)






1 Cántico de las subidas.
¡Cuánto me han oprimido desde mi juventud,
-que lo diga Israel-
2 cuánto me han oprimido desde mi juventud!
¡Pero nunca han podido conmigo!
3 Los labradores araron mis espaldas
y alargaron sus surcos.
4 Pero el Señor es justo: cortó
el látigo de los malvados.
5 Retrocedan, avergonzados,
los que odian a Sión.
6 Sean como la hierba del tejado,
que se seca y nadie la corta,
7 que no llena la mano del segador,
ni la brazada del que agavilla.
sQue no digan los que pasan:
<<iQue el Señor te bendiga!».
Nosotros os bendecimos en el nombre del Señor

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 129
No pudieron conmigo
El salmista, personificando al pueblo de Israel, hace 
memoria de los sufrimientos y penalidades por los que ha 
tenido que pasar desde los orígenes de su elección, desde 
su juventud, tal y como lo señala en su oración: «¡Cuánto
Mucho me han oprimido desde mi juventud –que lo diga 
Israel–, mucho me han oprimido desde mi juventud! ¡Pero 
nunca han podido conmigo!».
Esta afirmación nos traslada a Egipto en donde, en 
tiempo de José, se establecieron los hijos de Jacob, y 
donde Israel da sus primeros pasos como pueblo. Recordamos 
que José recibió de Yavé el don de interpretar sueños, a 
causa de lo cual, Egipto pudo hacer frente a una hambruna 
que se cernió no sólo sobre el país, sino también sobre las 
naciones fronterizas. Por este servicio, el faraón le dio 
poder y autoridad sobre todo el país: «Dijo el faraón a 
José: después de haberte dado a conocer Dios todo esto, no 
hay entendido ni sabio como tú. Tú estarás al frente de mi 
casa, y de tu boca dependerá todo mi pueblo» (Gén 41,39-
40).
Sin embargo, después de la muerte de José y con el 
paso del tiempo, los israelitas fueron considerados una 
amenaza para la estabilidad de la nación, y comienza el 
asedio y la opresión contra ellos: «Se alzó en Egipto un 
nuevo rey, que nada sabía de José; y que dijo a su pueblo: 
Mirad, los israelitas son un pueblo más numeroso y fuerte 
que nosotros. Tomemos precauciones contra él para que no 
siga multiplicándose... Les impusieron, pues, capataces 
para aplastarlos bajo el peso de duros trabajos» (Éx 1,8-
11).
Ya desde su juventud, antes incluso del nacimiento de 
Moisés, Israel sufre en su carne la persecución y el 
desprecio. No obstante, el salmista confiesa que Yavé ha 
sido más fuerte que sus opresores, ha roto las alianzas que 
los poderosos han concertado contra su pueblo: «Pero el 
Señor es justo: cortó el látigo de los malvados. 
Retrocedan, avergonzados, los que odian a Sión».
A lo largo de la historia de Israel, vemos que son 
numerosas las invasiones que ha tenido que sufrir. Merece 
especial atención, como ya sabemos, su destierro a 
Babilonia. Los profetas ven en esta etapa dolorosa de su 
pueblo, un tiempo de gracia y misericordia. Es en el 
destierro donde toman conciencia de que, por haberse 
apartado de Yavé, se han quedado sin su tierra; sus ojos no 
pueden alegrarse con la contemplación del templo de 
Jerusalén, signo visible de su elección como pueblo santo y 
orgullo de su raza. Sin embargo, como hemos dicho, es 
tiempo de gracia y de misericordia. Es en tierra extraña donde Israel toma conciencia de que ha sido infiel a Yavé; 
que su religión, en tiempos de prosperidad, estaba vacía: 
sus labios iban por un camino y su corazón por otro.
Es cierto que el aplastamiento y humillación del 
pueblo llega hasta el punto de sentir pisoteadas sus 
espaldas, como bien dice el salmista: «Los labradores 
araron mis espaldas y alargaron sus surcos». Una de las 
pruebas más humillantes que los vencedores de una batalla 
infringían a los vencidos, consistía en tenderlo sobre el 
suelo boca abajo y caminar sobre sus espaldas. Era una 
forma de recordarles que estaban totalmente dominados, que 
no volverían a levantar la cabeza. y que no albergasen 
ninguna esperanza de liberación.
Pues sí va a haber quien los libre. Yavé mismo se pone 
del lado de los vencidos. Hace llegar a su pueblo, por 
medio de los profetas, su próxima liberación. No hay fuerza 
humana, por poderosa que sea, que pueda permanecer estable 
y victoriosa ante la decisión de Yavé. Y Él decide que su 
pueblo ya ha sufrido demasiado y que ha llegado el momento 
de «volver a casa». 
El profeta Isaías proclama a su pueblo la buena 
noticia de que Dios se ha apiadado de él: «¡Una voz! Tus 
vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con 
sus propios ojos ven el retorno de Yavé a Sión. Prorrumpid 
a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque 
ha consolado Yavé a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén»
(Is 52,8-9).
Mucho, muchísimo asediaron a Jesucristo. Todos, sumos 
sacerdotes, Pilato, Herodes y pueblo, se conjuraron y 
aliaron hasta darle muerte. Parece que sí, que pudieron con 
él. Pero Yavé, el justo, rompió las coyundas-alianzas de 
los impíos, como cantó el salmista, despedazó las piedras 
del sepulcro que retenían al Inocente y lo levantó 
victorioso.
Levantando a su Hijo, alzó también para todos los 
pueblos la alianza de salvación que alcanza a toda la 
humanidad. En el Señor Jesús –el asediado desde su 
juventud– ha sido tejida la alianza que nos salva, alianza 
que pasa a fuego todos nuestros pecados hasta consumirlos. 
El enviado de Dios, con su sangre, ha cancelado todas 
nuestras deudas. La nueva alianza promulgada por el Señor 
Jesús, ha hecho que el hombre no sea para Dios ni extraño 
ni enemigo: «A vosotros, que en otro tiempo fuisteis 
extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas 
obras, os ha reconciliado ahora por medio de la muerte en 
su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e 
irreprensibles delante de Él» (Col 1,21-22). 

Salmo 128(127). Bendición del justo (Temor liberador)



1Cántico de las subidas.
¡Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos!
2 Comerás del trabajo de tus propias manos,
tranquilo y feliz.
3 Tu esposa será como una parra fecunda,
en la intimidad de tu hogar.
Tus hijos, como brotes de olivo,
alrededor de tu mesa.
4 Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
\ Que el Señor te bendiga desde Sión,
y veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida.
6 Que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel! 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 128
Temor liberador
El salterio nos ofrece este himno que canta las alabanzas y 
bendiciones del hombre fiel a Yavé. Su fidelidad está 
asentada sobre dos principios fundamentales: el temor a 
Yavé y el seguimiento de sus caminos. Sobre estos 
principios, el hombre fiel vive su fe impulsado por una 
amorosa obediencia: «Dichoso el que teme al Señor, y sigue 
sus caminos».
El autor señala que Yavé bendecirá la vida de este 
hombre haciendo próspero su trabajo y creando una atmósfera 
de felicidad y bienestar en su ámbito familiar: «Comerás 
del trabajo de tus propias manos, tranquilo y feliz. Tu 
esposa será como una parra fecunda, en la intimidad de tu 
hogar. Tus hijos, como brotes de olivo, alrededor de tu 
mesa».
El salmo subraya nuevamente que Yavé bendice a este 
fiel que tiene ante sus ojos su santo temor: «Esta es la 
bendición del hombre que teme al Señor».
Puesto que por dos veces hemos visto anunciado el 
temor de Yavé como fuente de bendición, vamos a adentrarnos 
en este punto para discernir y entender de qué temor se nos 
está hablando. Es evidente que no se trata del temor 
natural que todos podemos sentir ante un peligro que se 
cierne sobre nosotros, ante el cual lo normal es tomar 
precauciones e, incluso, si fuera necesario, alejarnos y 
hasta huir de forma que no nos pueda alcanzar o caer sobre 
nosotros.
No es de este temor del que nos habla el salmista, al 
contrario, es un temor que impulsa al hombre a seguir el 
rastro, el camino de Dios. Se trata de un temor que no 
supone un peligro, sino que es la puerta a través de la 
cual nuestros pasos encuentran la fuente de la vida y de la 
salvación. Es el temor que nos abre a la esperanza en Aquel 
que da sentido y plenitud a todos los anhelos de 
supervivencia que alberga el corazón del hombre. A este 
respecto, nos viene bien recordar la instrucción 
catequética que nos ofrece el libro del Eclesiástico: «El 
espíritu de los que temen al Señor vivirá, porque su 
esperanza está puesta en aquel que los salva. Quien teme al 
Señor de nada tiene miedo y no se intimida porque él es su 
esperanza» (Si 34,13-14).
A estas alturas, ya podemos decir que se puede dar un 
temor servil del hombre hacia Dios, porque le considera un 
ser cuyo poder es una amenaza que pende sobre su cabeza a 
causa de sus pecados. Este tipo de temor hace que se 
multipliquen los sacrificios a fin de aplacar su cólera.
Pero estamos hablando del otro temor, el que nos viene 
anunciado en el salmo y que lleva consigo la bendición. Es 265

el del hombre que, porque ha llegado a conocer a Dios, sabe 
que Él es amor, y quiere ser reconocido por sus criaturas 
sólo por amor. 
Este hombre, al mismo tiempo que conoce a Dios, sabe 
que es totalmente Otro, y sabe también que no está en sus 
manos el poder relacionarse con Él; que si no se le 
manifiesta, se convierte en un Desconocido; pero confía en 
Él, en su amor, por lo cual le busca sin descanso, pues le 
engrandecerá con sus bienes y bendiciones. Su actitud lleva 
consigo un temor que, al mismo tiempo que reconoce la 
grandeza de Dios, provoca su cercanía y señala el pórtico 
que precede a la adoración.
Los dos temores vienen perfectamente expresados en la 
oración de alabanza que Judit, juntamente con su pueblo, 
dirigió a Yavé cuando Él sostuvo su brazo para acabar con 
la vida de Holofernes cuyas tropas asediaban la ciudad.
En su acción de gracias, Judit señala que ningún 
sacrificio –a los que hemos identificado con el temor 
servil– puede llegar hasta la presencia de Yavé. El amor 
que ha desplegado para con su pueblo no concuerda en 
absoluto con un culto temeroso y apocado: «Porque es muy 
poca cosa todo sacrificio de calmante aroma, y apenas es 
nada la grasa para serte ofrecida en holocausto» (Jdt 
16,16a).
Sin embargo, a continuación se alaba el santo temor a 
Yavé; este sí llega hasta Él y provoca el engrandecimiento 
de los hombres que tienen enraizado su temor liberador. 
Pasamos, pues, del servilismo empequeñecedor al temor 
ensalzado por Judit, como melodía armoniosa del canto de 
bendición al Dios que les ha salvado y liberado: «Mas quien 
teme al Señor será grande para siempre» (Jdt 16b).
Jesucristo es aquel en quien se destruye completamente 
el temor enfermizo que el hombre puede tener respecto a 
Dios. En Él brilla en todo su esplendor el amor de Dios 
hacia el hombre.
El Señor Jesús con su muerte cambió nuestra condición: 
en y por él pasamos de siervos a hijos de Dios. Su victoria 
sobre la muerte –dejándose sepultar por ella– nos ha 
concedido, como dice el apóstol Pablo, pasar de ser 
esclavos temerosos a hijos libres: «La prueba de que sois 
hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el 
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya 
no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por 
voluntad de Dios» (Gál 4,6-7).266


viernes, 6 de diciembre de 2024

Salmo 127(126). Abandono en la Providencia​ (Jesús, templo glorioso)



1Cántico de las subidas. De Salomón.
Si el Señor no construye la casa,
en vano se afanan sus constructores.
Si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas.
2 Es inútil que madruguéis,
que tardéis en acostaros,
para comer el pan con duros trabajos:
iéllo da a sus amigos mientras duermen!
3 La herencia que concede el Señor son los hijos,
su salario es el fruto del vientre:
4 los hijos de la juventud
son flechas en manos de un guerrero.
5 Dichoso el hombre que llena
con ellas su aljaba:
no quedará derrotado a las puertas de la ciudad
cuando litigue con sus enemigos

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 127
Jesús, templo glorioso

La mayoría de los exégetas atribuyen este salmo a Salomón, 
quien recibió de David, su padre, el encargo de construir 
el templo de Jerusalén. Tal y como viene expresado en sus 
primeros versículos, la construcción de la casa de Dios es 
asociada al esplendor y crecimiento de Jerusalén. Templo y 
ciudad albergan la gloria de Yavé, son el signo visible de 
su presencia en el seno de su pueblo.
Nos llama poderosamente la atención la vertiente 
espiritual que el autor imprime a la tarea de la 
edificación del templo y la ciudad santa. No es suficiente 
el acopio de los materiales –oro, plata, maderas preciosas, 
etc.– necesarios para la ejecución de la obra. Tampoco el 
hecho de contar con magníficos arquitectos, orfebres, 
talladores, etc. Por muy buenos y abundantes materiales que 
tenga, por más excelentes que sean sus capataces y 
artesanos, son conscientes de que si Yavé no está con ellos 
para construir el Templo y proteger la ciudad, todo su 
empeño será vano e inútil: «Si el Señor no construye la 
casa, en vano se afanan los constructores. Si el Señor no 
guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas».
No hay duda de que Dios ha inspirado con su sabiduría 
al rey Salomón para hacer llegar a su pueblo que él es el 
artífice de su obra. La catequesis que impregna el fondo 
del salmo viene a decir que el templo que van a construir 
con sus manos no es sino imagen del templo espiritual que 
al no ser hecho por mano del hombre, tampoco por mano del 
hombre podrá ser destruido. De hecho, el templo construido 
por Salomón sí fue destruido por los enemigos de Israel.
El profeta Isaías, en una exhortación al pueblo de 
Israel, ya les adelanta que el templo de Jerusalén es 
transitorio en espera del templo definitivo en el que se 
dará culto a Dios en espíritu y verdad: «Así dice Yavé: Los 
cielos son mi trono y la tierra el estrado de mis pies, 
pues ¿qué casa vais a edificarme, o qué lugar para mi 
reposo, si todo lo hizo mi mano, y es mío todo ello?» (Is 
66,1-2).
El profeta ilumina al pueblo por medio de esta 
profundísima inspiración. ¿Cómo va a habitar Yavé, Señor de 
los cielos y la tierra, en una morada hecha por mano del 
hombre? Por otra parte, todo cuanto este utiliza para 
levantar la casa de Dios, ¿no le pertenece acaso a Él?
La catequesis que se atisba entre líneas nos señala 
que el mismo Yavé con su mano será el autor del templo de 
su gloria. Templo de adoración, templo en el que su Palabra 
será la luz potentísima capaz de convocar a todos los 
hombres de cualquier pueblo, raza o nación. Para ello 263

necesitará visitar en propia persona, no ya por medio de 
sus profetas, al mundo creado por Él.
En la plenitud de los tiempos, como dice el apóstol 
Pablo, Dios desciende, visita y se encarna en su obra, el 
mundo. El Señor Jesús, es el verdadero y definitivo templo 
en el que el hombre contempla la gloria de Dios. En su 
Hijo, Dios nos enseña a adorar, a amar y a estar con Él de 
forma natural, al compás de nuestra humanidad. Queramos o 
no, el culto y la adoración que vienen marcados por la ley, 
y más aún, la ley del perfeccionismo, no dejan de ser un 
poco forzados ya que la palabra ley implica obligación... , 
y todo lo que no es natural a nuestra realidad humana 
termina por cansarnos. No se quiere decir con esto que las 
leyes no sean necesarias o convenientes; lo que queremos 
señalar es que, en nuestra relación con Dios, la ley tiene 
que dar paso a la gracia.
Es Jesús mismo quien nos dice que Él es el templo 
definitivo, en el que el culto y la adoración pierden todo 
tinte de obligación para surgir como necesidad natural. De 
la misma forma que nadie que está sano come por obligación 
sino porque le apetece, al mismo tiempo que lo necesita. 
Recordemos cuando Jesús entró en el templo de 
Jerusalén y expulsó a sus vendedores y cambistas. Al 
preguntarle los judíos qué autoridad tenía para actuar así, 
él les respondió: «Destruid este santuario y en tres días 
lo levantaré. Los judíos le contestaron: Cuarenta y seis 
años se han tardado en construir este santuario, ¿y tú lo 
vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del santuario 
de su cuerpo» (Jn 2,119-21). Con estas palabras les estaba 
anunciando su muerte y resurrección. Cuando se cumplió su 
anuncio, sus discípulos comprendieron lo que había hecho y 
dicho y creyeron en él: «Cuando resucitó, pues, de entre 
los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho 
eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había 
dicho Jesús» (Jn 2,22).
El autor del libro del Apocalipsis nos ofrece una 
descripción de la Jerusalén celestial en la que abundan los 
símbolos y las alegorías. En su descripción nos señala que 
en ella no existe templo alguno porque Dios mismo y el 
Cordero son el santuario. Dios, en el esplendor de su 
gloria, es el templo y el santuario donde el hombre se 
sacia de su rostro... «Pero no vi santuario alguno en ella; 
porque el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero es su 
santuario» (Ap 21,22).264

Salmo 143(142). Súplca humilde( La paz con vosotros)

 

1 Salmo. De David

¡Señor, escucha mi oración!

¡Tú que eres fiel, atiende a mis súplicas!

¡Tú que eres justo, respóndeme!

2 ¡No entables juicio contra tu siervo,

pues ningún hombre vivo es justo ante ti!

3 El enemigo me persigue,

aplasta por tierra mi vida,

y me hace habitar en las tinieblas,

como los que están muertos para siempre.

4 Mi aliento va desfalleciendo,

y, en mi interior, se amedrenta mi corazón.

5 Recuerdo los días de antaño,

medito todas tus acciones,

reflexionando sobre la obra de tus manos.

6 Extiendo mis brazos hacia ti,

mi vida es como tierra sedienta de ti.

7 jSeñor, respóndeme enseguida,

pues mi aliento se extingue!

No me escondas tu rostro,

pues sería como los que bajan a la fosa.

8 Por la mañana, hazme escuchar tu amor,

ya que confío en ti.

Indícame el camino que he de seguir,

pues elevo mi alma hacia ti.

9 Líbrame de mis enemigos, Señor,

pues· me refugio en ti.

10 Enséñame a cumplir tu voluntad,

ya que tú eres mi Dios.

Que tu buen espíritu me guíe

por una tierra llana.

11 Por tu nombre, Señor, consérvame vivo,

por tu justicia, sácame de la angustia.

12 Por tu amor, aniquila a mis enemigos

y destruye a todos mis adversarios,

porque yo soy tu siervo. 


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 143
La paz con vosotros
Una vez más oímos el clamor desgarrador de un fiel 
israelita que identificamos con el rey David. Una vez más 
le encontramos huyendo a causa de la rebelión que su hijo 
Absalón ha levantado contra él. Si grande es su dolor, 
mayor es su confianza en Yavé. Nos llama la atención que, 
al invocarle pidiendo su auxilio, no lo hace desde una 
presunta inocencia, sino desde su condición de culpable, de 
pecador.
La audacia amorosa de David nos sobrecoge. Sabe que no 
es justo, como, de hecho, nadie lo es, pero apela a la 
justicia de Dios que es siempre salvadora; es decir, que 
Dios salva desde su justicia, no desde la nuestra: «¡Señor, 
escucha mi oración! ¡Tú que eres fiel, atiende a mis
súplicas! ¡Tú que eres justo, respóndeme! No entables 
juicio contra tu siervo, pues ningún hombre vivo es justo 
ante ti».
Esta ilimitada confianza de David en el perdón y 
misericordia de Dios nos lleva a la iluminación profética 
que tuvo Jeremías al divisar a lo lejos la restauración de 
Israel, su vuelta del destierro. Además, es un anuncio de 
salvación que trasciende el acontecimiento salvífico de la 
vuelta de Israel a la tierra prometida. Es un anuncio 
implícito de la salvación universal que llevará a cabo 
Yavé. Así nos lo comunica el profeta Jeremías: «¡Oh Yavé, 
mi fuerza y mi refuerzo, mi refugio en día de apuro! A ti 
las gentes vendrán de los confines de la tierra y dirán: 
¡Luego mentira recibieron de herencia nuestros padres, 
vanidad y cosas sin provecho...! Por tanto, he aquí que yo 
les hago conocer –esta vez sí– mi mano y mi poderío, y 
sabrán que mi nombre es Yavé» (Jer 16,19-21).
Jesucristo ha hecho justicia a toda la humanidad, 
seducida y engañada por el Tentador. Por él, Adán y Eva 
salieron del Paraíso de espaldas a Dios. Por eso envió a su 
Hijo para hacernos volver sobre nuestros pasos y situarnos 
nuevamente en su presencia, cara a cara con su Creador.
Para hacer posible la vuelta del hombre a Dios, fue 
necesario que el Señor Jesús se situara cara a cara con el 
príncipe del mal, y se dejara –aparentemente– vencer por 
sus fuerzas. Durante tres días estuvo dominado por la 
muerte, de espaldas al Dios de la vida eterna. Allí, sujeto 
por los lazos de la mortalidad, nos hizo justicia: resucitó 
y venció al seductor. Desenmascaró al maestro del engaño y 
de la mentira e hizo posible la vuelta del hombre hacia 
Dios.
Recordemos el pasaje del bautismo de Jesús tal y como 
nos lo narra Mateo. Se acercó a Juan Bautista para ser 
bautizado por él. Este se sobrecogió intensamente y le dijo 295
que había de ser más bien al contrario, que era él quien 
tenía que ser bautizado por Jesús. Ante esta reacción de 
Juan Bautista, perfectamente comprensible, Jesús le 
respondió: Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos 
toda justicia. Y fue bautizado (cf Mt 3,13-15).
Los santos Padres de la Iglesia, así como innumerables 
exégetas y comentaristas de las Sagradas Escrituras, nos 
enseñan que, con estas palabras, Jesucristo estaba 
profetizando su muerte, su resurrección y el amanecer de la 
justicia salvadora de Dios sobre toda la humanidad.
Su muerte la vemos representada en su inmersión en las 
aguas del Jordán, imagen que evoca su descenso a la 
profundidad de la tierra después de bajarle, exánime, de la 
cruz. 
Su salir de las aguas del Jordán preanunciaba el 
desmoronamiento del sepulcro y su levantarse glorioso y 
victorioso de la muerte. Entre las losas esparcidas, 
quedaron, desparramadas, las vendas, el lienzo y el sudario 
que envolvían su cuerpo. 
Por último, su hacernos justicia brilló en todo su 
esplendor al aparecerse al grupo temeroso y abatido de sus 
apóstoles. Juan puntualiza que estaban reunidos en el 
Cenáculo con las puertas cerradas a cal y canto por miedo a 
los judíos.
El Señor Jesús, el justo y el justificador, se 
presentó en medio de ellos y les anunció: la Paz con 
vosotros. Cuán grande tuvo que ser el asombro y la sorpresa 
de los discípulos, que Jesucristo les tuvo que repetir el 
anuncio: la Paz con vosotros (cf Jn 20,19-21). 
Ninguna mención a su cobardía, a su huída, a su 
incapacidad e impotencia para dar testimonio de Él como 
Mesías y Señor. Ningún reproche. Lo que los apóstoles 
oyeron fueron estas vivificantes palabras: la Paz con 
vosotros. Estáis justificados ante mi Padre y vuestro 
Padre, ante mi Dios y vuestro Dios: Yo soy vuestra 
justicia.
Escuchemos la exhortación del apóstol Pablo, quien 
insiste una y otra vez que los hombres hemos sido 
justificados por y en Jesucristo: «Habéis sido lavados, 
habéis sido santificados, habéis sido justificados en el 
nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro 
Dios» (1Cor 6,11). 296

Salmo 144(143). Himno para la guerra y la Victoria(Bendito seas, Señor!)

¡De David.

Bendito sea el Señor, mi roca,

que adiestra mis manos para la batalla

y mis dedos para la guerra.

2 Mi bienhechor, mi alcázar,

mi baluarte y mi liberador,

mi escudo y mi refugio,

que me somete los pueblos.

3 Señor, ¿qué es el hombre para que lo conozcas,

el hijo de un mortal, para que lo tengas en cuenta?

4 El hombre es como un soplo,

y sus días como una sombra que pasa.

s Señor, inclina tu cielo y desciende,

toca los montes, y echarán humo.

6 Fulmina el rayo, y dispérsalos,

lanza tus flechas, y ahuyéntalos.

7 Extiende tu mano desde lo alto,

sálvame, líbrame de las aguas torrenciales,

de la mano de los extranjeros.

8 Su boca dice mentiras,

y su diestra jura en falso.

9 Oh Dios, te cantaré un cántico nuevo,


tocaré para ti el arpa de diez cuerdas.

10 Tú eres quien da la victoria a los reyes

y salvas a David, tu siervo.

Defiéndeme de la espada cruel,

11 líbrame de la mano de los extranjeros.

Su boca dice mentiras,

y su diestra jura en falso.

12 Sean nuestros hijos como plantas,

crecidos desde su adolescencia.

Nuestras hijas sean columnas talladas,

estructuras de un templo.

13 Que nuestros graneros estén repletos

de frutos de toda especie.

Que nuestros rebaños, a millares,

se multipliquen en nuestros campos,

14 y nuestros bueyes vengan cargados.

Que no haya brecha ni fuga,

ni grito de alarma en nuestras plazas.

15 Dichoso el pueblo en el que esto sucede.

iDichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor!


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 144
¡Bendito seas, Señor!
Israel recuerda, agradecido, las victorias que Yavé ha 
realizado por su medio en sus combates contra sus enemigos. 
El presente salmo canta estas hazañas y puntualiza con 
insistencia que Yavé ha sido quien ha dado vigor y destreza 
a su brazo en todas sus batallas. Es tan palpable la ayuda 
que han recibido de Dios que siente la necesidad de 
alabarlo y bendecirlo. Proclaman que Él es su aliado, su 
alcázar, su escudo, su liberador, etc. «Bendito sea el 
Señor, mi roca, que adiestra mis manos para la batalla y
mis dedos para la guerra. Mi bienhechor, mi alcázar, mi 
baluarte y mi libertador, mi escudo y mi refugio, que me 
somete los pueblos».
Victorias y prosperidad van de la mano, de ahí la 
plasmación de toda una serie de imágenes poéticas que 
describen el crecimiento y desarrollo de Israel como pueblo 
elegido y bendecido por Dios: «Sean nuestros hijos como 
plantas, crecidos desde su adolescencia. Nuestras hijas 
sean columnas talladas, estructuras de un templo. Que 
nuestros graneros estén repletos de frutos de toda especie.
Que nuestros rebaños, a millares, se multipliquen en
nuestros campos».
El pueblo, que tan festivamente canta las bendiciones 
que Dios ha prodigado sobre él, deja una puerta abierta a 
todos los pueblos de la tierra. Todos ellos serán también 
bendecidos en la medida en que sean santos, es decir, en la 
medida en que su Dios sea Yavé: «¡Dichoso el pueblo en el
que esto sucede! ¡Dichoso el pueblo cuyo Dios es el 
Señor!».
La intuición profética del salmista llega a su 
cumplimiento con Jesucristo. Él, mirando a lo lejos, no ve 
una multitud de pueblos fieles a Dios, sino un enorme y 
universal pueblo de multitudes.
Así nos lo hace ver al alabar la fe del centurión, 
quien le dijo que no era necesario que fuese hasta su casa 
para curar a su criado enfermo. Le hizo saber que creía en 
el poder absoluto de su Palabra, que era suficiente que sus 
labios pronunciasen la curación sobre su criado y esta se 
realizaría. Fue entonces cuando Jesús expresó su 
admiración, ensalzó la fe de este hombre y le anunció el 
futuro nuevo pueblo santo establecido a lo largo de todos 
los confines de la tierra: «Al oír esto, Jesús quedó 
admirado y dijo a los que le seguían: os aseguro que en 
Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os 
digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán 
a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los 
cielos» (Mt 8,10-11).297

Pueblo santo, pueblo universal, llamado a ser tal como 
fruto de la misión llevada a cabo por Jesús, el Buen 
Pastor. En Él, el pueblo cristiano es congregado y vive la 
experiencia de participar de «un solo Señor, una sola fe, 
un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está 
sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4,5-6).
El apóstol Pedro anuncia la elección de la Iglesia 
como nación santa, rescatada y, al mismo tiempo, dispersa 
en medio de todos los pueblos de la tierra. Es un pueblo 
bendecido que canta la grandeza de su Dios. Cada discípulo 
del Señor Jesús proclama su acción de gracias que nace de 
su experiencia salvífica. Sabe que, por Jesucristo, ha 
vencido en sus combates, alcanzando así la fe, y ha sido 
trasladado de las tinieblas a la luz: «Vosotros sois linaje 
elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, 
para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de 
las tinieblas a su admirable luz» (1Pe 2,9).
San Agustín nos ofrece un texto bellísimo acerca del 
combate que todo discípulo del Señor Jesús debe enfrentar 
contra el príncipe del mal, y que es absolutamente 
necesario para su crecimiento y maduración en la fe, en su 
amor a Dios: «Pues nuestra vida en medio de esta 
peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que 
nuestro progreso se realiza precisamente a través de la 
tentación; y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, 
ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha 
combatido, ni combatir si carece de enemigos y 
tentaciones».
Todo discípulo sabe y es consciente de que sus 
victorias contra el tentador no surgen de sí mismo, de sus 
fuerzas, sino que son un don de Jesucristo: su Maestro y 
vencedor. Por eso, bendice y da gloria a Dios con las 
mismas alabanzas que hemos oído entonar al salmista: 
Bendito seas, Señor y Dios mío, porque has adiestrado mis 
manos para el combate, has llenado de vigor mi brazo, has 
fortalecido mi alma; tú has sido mi escudo y mi alcázar en 
mis desfallecimientos. ¡Bendito seas, mi Dios! ¡Bendito 
seas, Señor Jesús!298

Salmo 125(124). Dios protege a los suyos (Los que confían en Dios)

1 Cántico de las subidas.
Los que confían en el Señor
son como el monte Sión:
nunca tiembla,
está firme para siempre.
2 Jerusalén está rodeada de montañas,
y el Señor rodea a su pueblo,
desde ahora y por siempre.
3 El cetro del malvado no pesará
sobre el lote de los justos
para que la mano de los justos
no se extienda hacia el crimen.
4 Señor, haz el bien a los buenos,
a los rectos de corazón.
5 y a los que se desvían por senderos tortuosos,
que el Señor los rechace con los malhechores.
jPaz a Israel!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 125
Los que confían en Dios

Es este un canto de alabanza a todos aquellos que han 
puesto su confianza en Yavé, han puesto en sus manos su 
seguridad, su destino y, en definitiva, toda su vida. El 
salmista compara los fundamentos inconmovibles de estos 
hombres, a los cimientos de la ciudad de Jerusalén, centro y 
asiento de la gloria y santidad de Yavé. Nos dice el autor 
que Yavé rodea con amor a Jerusalén evocando la imagen de 
la madre que envuelve con sus brazos a su hijo: «Los que 
confían en el Señor son como el monte Sión: nunca tiembla, 
está firme para siempre. Jerusalén está rodeada de 
montañas, y el Señor rodea a su pueblo, desde ahora y por 
siempre».
El salmo 22, que señala proféticamente, casi punto por 
punto, la pasión y muerte del Mesías, pone en la boca del 
pueblo una terrible imprecación contra él. Le acusa de ser 
un iluminado, un loco, por haber confiado en Yavé, y le 
gritan burlonamente que éste no va a hacer nada por librarle: «Acudió al Señor... ¡Pues que el Señor lo libre! 
¡Que lo libre si de verdad lo quiere!» (Sal 22,9).
Efectivamente, esta fue la mofa que todo el pueblo dirigió al Hijo de Dios clavado en la cruz (Mt 27,43). Sin 
embargo, Yavé no defraudó la confianza que Jesucristo 
depositó en él; lo amó, lo sostuvo y lo libró de la muerte haciendo saltar por los aires las piedras del sepulcro que le tenían retenido.
El discípulo del Señor Jesús es aquel que sabe que Dios es fiable, lo suficientemente fiable como para poner su vida en sus manos.
 Para no caer en mentira y engaño, el único punto de referencia que tenemos para saber si Dios 
nos es o no fiable, es que su Evangelio sea para nosotros 
digno de confianza. Cuando este se recorta para hacerlo asequible a nuestras capacidades o generosidad, lo hacemos 
porque en realidad no nos es fiable. Tan poco fiable que 
hemos de adaptarlo a nuestra capacidad y generosidad, es 
decir, a nuestra forma de ser, lo cual no está ni bien ni mal, simplemente que para esto no hace falta Dios; tomamos una postura en la que no le dejamos actuar con su fuerza y 
poder, lo que Él quiere hacer con y por nosotros.
Dirijamos nuestros pasos al apóstol Pablo, el discípulo del Señor Jesús que, en un cierto momento de su 
vida, pudo decir: «Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe»
(2Tim 1,12). Pablo no hace alarde de su generosidad sino 
que nos transmite su experiencia: sé muy bien en quién tengo puesta mi fe, mi confianza. Conozco muy bien a mi Maestro, el Señor Jesús, lo suficientemente bien como para 
poner mi vida en sus manos.
A la luz de la experiencia de Pablo, entendemos que este no hace hincapié en que ofrece su vida, sino que la pone en manos de Jesucristo, y lo puede hacer porque cree en Él y le conoce en profundidad. Sabe que no va a 
defraudarle y que llevará a su plenitud las ansias de vivir que tiene.
Entramos en esta experiencia del apóstol Pablo a la luz de las siguientes palabras de Jesús que nos han sido comunicadas por Marcos: «Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,35).
Quien pierda su vida por mí...; pues bien, Pablo la perdió porque prefirió el conocimiento de Jesús a todo lo 
que hasta entonces había edificado y construido acerca de su vida. Nos lo comenta en el capítulo 3 de la Carta a los filipenses. Nos cuenta autobiográficamente a qué altura 
había llegado en su crecimiento personal y vital:
«Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable» (Flp 3,5-7).
Sin embargo, todo lo que la vida le había dado más lo que él había adquirido con sus capacidades y que, sin duda, era envidiable para muchísimos coetáneos suyos, lo 
considera una pérdida comparado con el conocimiento que tiene de Jesucristo y que le lleva a una comunión con Él. 
No se siente un héroe, no está ofreciendo nada, simplemente 
está escogiendo entre dos vidas: la que él se hace a sí mismo y la que Dios, por medio de su Hijo, le ofrece. Pablo escoge el conocimiento de Jesús, su único bien que desbanca, y con mucho, los demás bienes a los que podía 
aspirar. Continuamos la cita anterior: «Pero lo que era 
para mí una ganancia, lo he juzgado una pérdida –el que pierda su vida por mí...– ante la sublimidad del 
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas» (Mt 3,7-8).
Pablo es uno más de los innumerables hombres y mujeres 
que, en su relación con Dios, se apropiaron de la sabiduría que de Él mismo nace. Escogió a Jesucristo por sabio, no por sacrificado o héroe. Tuvo que elegir entre su vida y la vida que le ofrecía el Resucitado. Escogió la vida. Es 
santo porque fue sabio. Confió en Jesucristo y no fue 
defraudado. Este es un sello inconfundible e irrenunciable 
de nuestro ser discípulos.

Salmo 126(125). Canto del regreso (Alegrémonos en Dios)

[Cántico de las subidas.
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar:
2 la boca se nos llenó de risas,
la lengua de canciones.
Hasta entre las naciones se comentaba:
«¡El Señor ha estado grande con ellos!».
3 Sí, el Señor ha estado grande con nosotros,
y, por eso, estamos alegres.
4 Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
5 Los que siembran con lágrimas
siegan entre canciones.
6 Van andando y llorando,
llevando la semilla.
Al volver, vuelven cantando
trayendo sus gavillas.

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 126
Alegrémonos en Dios

El salterio nos ofrece este himno triunfal y de acción de 
gracias entonado por la gran asamblea de Israel. Lo 
situamos en una etapa histórica del pueblo. Sus hijos 
inician el fin del destierro en Babilonia que, en distintas 
oleadas, van asentándose en su propia tierra. Bajo 
Nehemías, gobernador de Judea, deciden, no sin graves 
dificultades, reconstruir el templo de Jerusalén, signo de 
su pertenencia a Yavé.
Alegría, gozo, risas y cánticos estallan jubilosos en 
las bocas de los hijos de Israel, y bendicen a Yavé que ha 
levantado el castigo del destierro, manifestándose una vez 
más como el Dios de misericordia que se mantiene fiel a su 
alianza a pesar de la infidelidad del pueblo: «Cuando el 
Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: La boca 
se nos llenó de risas, la lengua de canciones».
Esta acción portentosa de Yavé no sólo ha provocado la 
alegría incontenible de su pueblo, sino también la 
admiración y el reconocimiento de las naciones paganas 
hasta el punto de reconocer que Yavé, el Dios de Israel, es 
poderoso con sus obras a favor de los suyos: «Hasta entre 
las naciones se comentaba: “¡El Señor ha estado grande con 
ellos!”. Sí, el Señor ha estado grande con nosotros, y, por 
eso, estamos alegres».
Ya los profetas habían anunciado que Yavé se apiadaría 
de su pueblo y que actuaría para que volviese a la tierra 
de donde fue arrancado. Profetizaban también que, ante tal 
acontecimiento, las naciones conocerían al Dios de Israel 
como aquel que tiene la fuerza y el poder que no poseen sus 
dioses. Dios, por medio de su pueblo y actuando en su 
favor, se va a dar a conocer a todos los pueblos. 
Reconocerán en él al Dios universal que acompaña, protege y 
salva. Escuchemos a Ezequiel: «Se dirá: esta tierra, hasta 
ahora devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y las 
ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo 
fortificadas y habitadas. Y las naciones que quedan a 
vuestro alrededor sabrán que yo, Yavé, he reconstruido lo 
que estaba demolido y he replantado lo que estaba 
devastado. Yo, Yavé, lo digo y lo hago» (Ez 36,35-36).
Cristiano es aquel que ve nacer en su interior un 
torrente de gozo y alegría por lo que Dios ha hecho con y 
por él. Es alguien que, al igual que Israel, puede decir: 
Dios ha sido bueno conmigo porque ha hecho grandes obras en 
mí.
A este respecto, presentamos la figura de María de 
Nazaret, imagen de la fe de todo discípulo del Señor Jesús. 
Las primeras palabras que escucha de parte de Dios son una 
invitación al gozo y la alegría. Gozo y alegría que nacen 261

del hecho de que Dios está con ella: «Alégrate, llena de 
gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28).
María, portadora de un júbilo incontenible que le 
viene de Dios, irradia su felicidad de tal forma que Juan 
Bautista, estando aún en el seno de su madre Isabel, salta 
de gozo ante su presencia y al oír su voz: «¡Bendita tú 
entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; ¿de dónde 
que la madre de mi Señor venga a mí? Porque apenas llegó a 
mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi 
seno» (Lc 1,42-44).
El impulso que movió a Juan Bautista a saltar de gozo 
en el seno de su madre, es el signo del júbilo y la 
esperanza que embargan a todo hombre ante la salvación de 
la que es portador Jesucristo, el Hijo de Dios, enviado 
para darle la vida en abundancia (Jn 10,10).
Todavía estaba María hablando con su prima Isabel 
cuando algo se produjo en su corazón, un impulso 
incontenible de júbilo que la movió a entonar un canto de 
alabanza a Dios. Embargado su espíritu de la alegría y de 
la fiesta, proclamó: «Engrandece mi alma al Señor y mi 
espíritu se alegra en Dios mi salvador... porque ha hecho 
en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre» (Lc 
1,46-49). La alabanza no puede nacer nunca de algo 
prefijado en un ritual. Es una fuente, a veces serena, 
otras borbotante, que tiene su origen en una experiencia: 
Dios ha sido grande contigo, Dios ha hecho maravillas en 
ti, Dios ha sobrepasado tus deseos y tus sueños, ¿cómo no 
hacer fiesta con él?, ¿cómo no alabarle y bendecidle?
La vida de todo hombre es preciosa a los ojos de Dios. 
Su drama y su tragedia estriba en situar su vida en una 
especie de estancamiento, sin darse cuenta de que es un ser 
valiosísimo para Dios; tan valioso como para ser comprado y 
rescatado de la mano del príncipe del mal con la misma 
sangre de su Hijo.
Consciente de que el corazón del hombre ha sido creado 
para vivir en fiesta con Dios, el apóstol Pablo invita a 
sus comunidades al gozo y a la alegría en el Señor Jesús: 
«Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad 
alegres. Que vuestra mesura sea conocida por todos los 
hombres» (Flp 4,4-5). Que vuestra mesura –sensatez, 
equilibrio, sencillez– sea conocida por todos los que os 
rodean de forma que puedan proclamar: «El Señor ha estado 
grande con ellos», como lo proclamaron las naciones paganas 
ante la liberación de Israel.


martes, 3 de diciembre de 2024

Salmo 124(123). El salvador de Israel (El lazo se rompió y escapamos)


1 Cántico de las subidas.
Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
-que lo diga Israel-
2 si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
cuando los hombres nos asaltaron...
J nos habrían tragado vivos,
tal era el fuego de su ira.
4 Nos habrían inundado las aguas,
llegándonos el torrente hasta el cuello;
5 las aguas espumantes,
nos habrían llegado hasta el cuello.
6 iBendito sea el Señor! Él no nos entregó
como presa para sus dientes.
7 Escapamos vivos, como huye el pájaro
de la red del cazador:
la red se rompió y nosotros escapamos.
8 ¡Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 124
El lazo se rompió y escapamos

La asamblea entona un himno de acción de gracias a Yavé 
recordando con amor y gratitud sus numerosas intervenciones 
salvíficas. Israel sabe que no es un pueblo como los demás. 
En él Dios está presente actuando y protegiéndole. Los 
otros pueblos tienen la conciencia de que sus dioses están 
lejanos, por eso necesitan atraer su atención con toda 
serie de sacrificios que llegan, incluso, a las 
inmolaciones humanas. Como sabemos, la experiencia de 
Israel es totalmente otra; su Dios, Yavé, está en los 
cielos y en la tierra, está con él, a favor de él y de 
parte de él contra sus enemigos.
El himno se abre justamente proclamando con júbilo 
esta evidencia: Israel sabe que sigue siendo pueblo porque 
Yavé está con ellos, está a su favor: «Si el Señor no 
hubiera estado de nuestra parte –que lo diga Israel–, si el 
Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando los 
hombres nos asaltaron... nos habrían tragado vivos, tal era 
el fuego de su ira». A continuación se enumeran 
festivamente algunas de las intervenciones de Dios a lo 
largo de la historia del pueblo, intervenciones que son tan 
significativas como determinantes. Israel tiene la 
experiencia de que otros pueblos vecinos han desaparecido 
como tales ante acontecimientos políticos, bélicos, etc. 
Sin embargo, Israel no, Israel tiene un nombre entre los 
demás pueblos, y se lo debe a Yavé. Su elección es la 
garantía de su supervivencia. No son un pueblo mejor que 
los demás pueblos, pero tiene conciencia de que Dios le ha 
confiado la misión de ser la luz que ilumina a todas las 
naciones.
Así lo proclamó, estremecido de gozo, el anciano 
Simeón cuando tomó sobre sus brazos al Mesías recién nacido 
en el día en que sus padres lo presentaron en el templo. 
Con una emoción inefable, bendijo a Yavé con las palabras 
que el Espíritu Santo puso en su boca: «Ahora, Señor, 
puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en 
paz, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has 
preparado a la vista de todos los pueblos, luz para 
iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 
1,29-32).
Volviendo al himno y a las actuaciones salvíficas que 
en él se proclaman y ensalzan, nos detenemos en una en la 
que vamos a profundizar. Con imágenes propias de la cultura 
oriental, se canta que un lazo se ha tendido sobre el 
pueblo, que este se rompió y quedaron libres. No se rompió 
el lazo por sí mismo, ni la fuerza del pueblo lo desgarró 
en jirones. Fue Yavé quien, por el honor de su nombre, 
volvió a liberar a los suyos. Honor a su nombre quiere decir que Yavé no puede faltar a sus promesas: «Escapamos 
vivos, como huye el pájaro de la red del cazador: la red se 
rompió y nosotros escapamos. ¡Nuestro auxilio es el nombre 
del Señor, que hizo el cielo y la tierra!».
Entrevemos una relación entre el lazo aprisionador del 
que Yavé les ha librado, y el destierro con su posterior 
liberación, al que fueron sometidos por Babilonia. Acerca 
del lazo que cayó sobre ellos, hemos de recordar que, 
cuando Israel llega a las puertas de la tierra prometida, 
Dios les previene del peligro del lazo que puede caer sobre 
él. Les dice: ¡No te dejes seducir por los dioses de los 
pueblos vecinos que yo voy a desalojar para que tengáis su 
tierra en posesión! Recordemos que Israel hasta entonces ha 
sido testigo de que fue Yavé quien, hazaña tras hazaña, les 
liberó de Egipto, les alimentó y mantuvo en el desierto y 
les condujo hasta allí. Escuchemos la exhortación que Dios 
les hace: «Cuando Yavé tu Dios haya exterminado las 
naciones que tú vas a desalojar ante ti, cuando las hayas 
desalojado y habites en su tierra, guárdate de dejarte 
prender en el lazo siguiendo su ejemplo, después de haber 
sido ellos exterminados ante ti y de buscar sus dioses...»
(Dt 12,29-30).
Israel no obedeció a Yavé, quiso probar hasta qué 
punto los sugestivos dioses de los otros pueblos podrían 
hacerle bien. Tal y como es Israel, es el hombre de todos 
los tiempos, ¡Dios nos parece poco para nuestra vida! 
Echamos mano de otros «dioses» más sugestivos y, por ello, 
más «eficaces», más «prácticos», para resolver nuestros 
problemas concretos. Así somos. Una cosa es servir-
servilmente a Dios con sacrificios y rezos y otra cosa es 
obedecerle.
Israel, siempre tan servil, desobedeció a Dios, y, 


como se lo había profetizado, cayó el lazo sobre él. Tal y 
como Yavé les había predicho, fueron llevados a la terrible 
humillación del destierro. Dios, que es siempre fiel a su 
pueblo, rompió las argollas de su nueva esclavitud, como 
canta el salmo: el lazo se rompió y escapamos.
Jesucristo, el Hijo de Dios, lleva sobre su ser todos 
los lazos, todas las esclavitudes, todos los destierros, 
todas las humillaciones y todos los males del hombre. Como 
signo de esta realidad, el lazo de la muerte cayó sobre Él 
y lo arrojó al sepulcro. Dios, su Padre, rompió el lazo, 
quebró la coraza de muerte que le envolvía, miró al 
sepulcro y no quedó de él piedra sobre piedra. Hizo escapar 
a su Hijo del lazo de la muerte: el lazo se rompió, se 
escapó Él y nos escapamos todos.
La Iglesia primitiva tenía conciencia de que la 
victoria de Jesucristo sobre la muerte fue la herencia que 
Dios nos dejó a todos por su Hijo Jesucristo. Es una 
constante en la predicación apostólica de la que 
entresacamos las siguientes palabras del apóstol Pablo: «Si el espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los 
muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Cristo de 
entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos 
mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 
8,11).


domingo, 1 de diciembre de 2024

Salmo 141(140). Contra la seducción del mal(El ungüento del impío)

1 Salmo. De David.
iSeñor, te estoy llamando, socórreme deprisa!
iEscucha mi voz cuando clamo a ti!
2 iSuba mi oración como incienso en tu presencia,
mis manos alzadas como ofrenda de la tarde!
3 Señor, pon en mi boca una guardia,
un centinela a la puerta de mis labios.
4 No dejes que mi corazón se incline a la maldad,
que cometa crímenes junto con los malhechores.
¡No participaré en sus banquetes!
5 Que el justo me golpee, que el bueno me corrija.
Que el ungüento del malvado no perfume mi cabeza,
pues me comprometería en sus maldades.
Ó Sus jefes cayeron, despeñándose,
aunque habían escuchado mis palabras amables.
7 Como piedra de molino, reventada por tierra,
están esparcidos nuestros huesos,
junto a la boca de la tumba.
8 Hacia ti, Señor, elevo mis ojos,
me refugio en ti, no me dejes indefenso.
9 Guárdame de las trampas que me han tendido,
y de los lazos de los malhechores.
la ¡Caigan los malvados en sus propias redes,
mientras yo escapo, en libertad!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 141
El ungüento del impío
El Salterio nos presenta en este poema a un fiel israelita 
abriendo su alma hacia Yavé. En un clima de profunda 
intimidad le brinda su oración, asemejándola al aroma del 
incienso que inunda el Templo en las liturgias celebradas 
por el pueblo santo: «Señor, te estoy llamando, socórreme 
deprisa! ¡Escucha mi voz cuando clamo a ti! ¡Suba mi 
oración como incienso en tu presencia, mis manos alzadas 
como ofrenda de la tarde!».
A lo largo de su plegaria, formula a Dios un deseo que 
nos llama poderosísimamente la atención. Lleno de sabiduría 
y discernimiento espiritual, observa detenidamente a los 
hombres que le rodean y descubre el sello que identifica al 
justo y al impío.
Justo es todo aquel lo suficientemente amante de la 
verdad como para prescindir de todo miramiento humano a la 
hora de ejercer y recibir el beneficio de la corrección 
fraterna. Es alguien que ama sin condicionamientos, por 
ello tiene la libertad de espíritu para poner a su hermano 
en la verdad: «Que el justo me golpee, que el bueno me 
corrija».
En cuanto al sello identificador del impío no puede 
ser más evidente. Es un mago de la adulación, a la que el 
salmista define como «el ungüento del malvado». Sus 
palabras son lisonjeras, y no tienen otro fin que arrastrar 
a la mentira y al mal. 
Nuestro hombre orante es consciente de que el mayor 
daño que puede recaer sobre él consiste en que alguien, que 
dice ser su amigo, susurre a sus oídos palabras tan 
gratificantes como engañosas; y que le induzcan al desvío 
e, incluso, a la ruptura de su relación con Dios: «Que el 
ungüento del malvado no perfume mi cabeza, pues me 
comprometería en sus maldades».
Recorriendo las Escrituras, reparamos en un hecho en 
el que se nos muestra con meridiana claridad la figura del 
impío-adulador, reflejada en el salmo. Se trata de Antíoco 
Epifanes, rey de Siria, que invadió Jerusalén en el siglo 
II antes de Cristo. Antíoco desató una persecución 
religiosa terrible sobre Israel, y sometió a crueles 
tormentos a todos aquellos que permanecieron fieles a Yavé.
Entre los martirizados por su fe, cobran especial 
relevancia los llamados hermanos Macabeos, que eran siete, 
junto con su madre. El rey fue sacrificando uno por uno a 
todos los hermanos, empezando por el mayor, delante de su 
madre, esperando que esta decayera en su fortaleza ante la 
ejecución de los frutos de sus entrañas. Sin embargo, uno 
tras otro dirigían sus pasos hacia sus verdugos, espoleados 291

por el ánimo que recibían de su madre, lo que dejó al rey 
inmerso en un mar de estupefacción y odio.
Uno a uno, fueron muriendo hasta que quedó el menor. 
Ante este, el rey cambió de actitud: en vez de amedrentarlo 
con crueldad y despotismo poniendo ante sus ojos los 
instrumentos de tortura, intentó congraciarse con él 
echando mano del arma de la que nos prevenía el salmista: 
el ungüento del impío, es decir, la adulación y la lisonja: 
«Mientras el menor seguía con vida, no sólo trataba de 
ganarle con palabras, sino hasta con juramentos le prometía 
hacerle rico y muy feliz, con tal de que abandonara las 
tradiciones de sus padres; le haría su amigo y le confiaría 
altos cargos» (2Mac 7,24b).
La respuesta del muchacho no se hizo esperar: «Ahora 
nuestros hermanos, después de haber soportado una corta 
pena por una vida perenne, cayeron por la alianza de Dios; 
tú, en cambio, por el justo juicio de Dios cargarás con la 
pena merecida por tu soberbia» (2Mac 7,36). 
Jesucristo, el Hijo de Dios, también fue tentado y 
solicitado lisonjeramente por el impío. También Satanás 
intentó derramar «su ungüento» sobre Él. Recordemos que, 
una vez bautizado por Juan Bautista, se retiró al desierto 
para prepararse a la misión que su Padre le había 
encomendado. Al final de su estancia, se le acercó Satanás 
para tentarle, aprovechando su debilidad física a causa de 
su ayuno.
Sabemos que susurró a sus oídos por tres veces. Nos 
fijamos en la tercera tentación. En ella, el Tentador-impío 
derrochó todas sus artes de seducción y adulación 
presentando ante sus ojos los reinos de la tierra. Allí le 
prometió el poder y la gloria si, rechazando a su Padre, le 
adoraba a él. La respuesta del Señor Jesús fue tan 
implacable que no dejó lugar a dudas ni a componendas. Tan 
fulminante que desarmó al padre de la mentira de todas sus 
seducciones y pretensiones: «Dícele entonces Jesús: 
apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios 
adorarás, y sólo a Él darás culto» (Mt 4,10).
El hermano menor de los Macabeos anticipó y profetizó 
la victoria definitiva de Dios contra el tentador por medio 
de su Hijo. Desenmascarado el impío del ungüento de mentira 
que siempre le acompaña, el Señor Jesús tiene autoridad 
para decirnos a todos los hombres: «Yo soy el Camino, la 
Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).292