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Sabios
según Dios
Las últimas
palabras que el Señor Jesús da como legado a sus discípulos antes de subir al
Padre, palabras que Mateo nos ha hecho llegar, definen por sí mismas no
solamente la misión de la Iglesia sino también su razón de ser. “Me ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20).
El anuncio del
Evangelio de la Gracia (Hch 20,24) y de la Salvación (Ef 1,13), no es una misión
optativa en la vida de la Iglesia. Optativo sería que por ejemplo un sacerdote
diese clases de biología o matemáticas en un centro educativo. Estamos hablando
de un anuncio que es en sí mismo identificador y definitorio en el sentido de
que los pastores elegidos por el Hijo de Dios son reconocidos por Él mismo como
tales, es decir, como pertenencia suya, en la medida que la luz del Evangelio
brilla en sus rostros; son discípulos que por el pastoreo, llevan la Palabra de
Vida en sus bocas.
Hay, sin
embargo, un aspecto en este texto que hemos citado de Mateo que es
absolutamente fundamental para comprender la relación entre el Evangelio, la
Iglesia y su Misión. Si nos fijamos bien, al tiempo que el Hijo de Dios pone ante los ojos de sus
discípulos el mundo entero como campo de misión, les exhorta a que enseñen a
todos los hombres a guardar el Evangelio que han oído de sus labios;
recordemos: “todo lo que os he mandado”.
Para entender
mejor estas palabras de Jesús, hemos de tener en cuenta que el verbo mandar no
tiene en Israel el mismo significado que en nuestra cultura occidental.
Nosotros asociamos el mandato a toda una serie de elementos que conforman la
legalidad; en este caso hablamos de ley, mandamiento, obligación, deber, etc.
Si así fuera, Pablo no hubiera acuñado el término bellísimo citado
anteriormente: el Evangelio de la Gracia. Si así fuera –repito- tendríamos que
llamarlo el Evangelio de la ley, de la
norma, del precepto, etc.; lo reduciríamos a una especie de manual de
perfección, para lo cual no hubiera hecho falta en absoluto la muerte del Hijo
de Dios, como dice el apóstol Pablo (Gá 3,21).
Para un
israelita que identifica mandamiento y mandato con palabra dada antes de
cualquier otra connotación, el significado del legado de Jesús es bien otro.
Tengamos en cuenta que el mismo Hijo de Dios llama mandamientos a las palabras
que su Padre le hace oír en orden a su misión; y también que llama mandamientos
al Evangelio que anuncia a sus discípulos: “Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor” (Jn 15,10).
Es muy
importante hacer esta aclaración para poder comprender que el Evangelio dado
por el Hijo de Dios al mundo al precio de su sangre, de su vida, no tiene que
ver nada con una especie de listón o medida para poder ser discípulo suyo, sino
su don por excelencia; Pablo lo llama Fuerza de Dios para la salvación: “Pues
no me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo
el que cree…” (Rm 1,16).
Quizá ahora
entendamos mejor la puntualización que hace el Señor Jesús a los suyos al
enviarlos con su Evangelio al mundo entero. No es un envío para intentar
convencer a nadie a que asuma o se comprometa con una serie de normas hasta ser
considerados aptos para formar parte de su Iglesia. La aptitud llegará en su
momento como fruto de la fuerza de la Palabra que les es predicada. Hablamos de
amor, no de compromiso; el amor incondicional de quien guarda en su corazón la
Palabra que sabe que le va a cambiar por dentro; es un guardar que se
identifica con un abrazar, dicho de otra forma, es la debilidad abrazada a la
Fuerza.
Evangelio, la
respiración de Dios
A la luz de lo
que acabo de decir, saboreamos en profundidad el envío que hace Jesús. Es un
envío para enseñar a los hombres a guardar la Palabra. Además, teniendo en
cuenta estas apreciaciones, vemos que el Hijo de Dios insiste en uno de los
signos de identidad de sus pastores, que, como ya señalé, no es optativo, y menos aún superfluo; Dios les ha llamado para que con la luz que emana
de la Palabra guardada en sus entrañas y hecha cuerpo por medio del anuncio,
iluminen la tierra entera.
Guardar la
Palabra, dada por Dios -no por los hombres, como diría Pablo (Gá 1,11-12)- no
es tampoco una corriente o, peor aún, una variante de la espiritualidad de la
Iglesia, el mismo Jesucristo ve en este abrazarse a su Palabra, protegiéndola
de toda tentación de los sabios de este mundo, la prueba diáfana y cristalina
del amor de una persona a Dios; el amor tal y como es, sin supersticiones o
sublimaciones inventadas o sobrevenidas por carencias humano-afectivas.
Parafraseando a Juan, podríamos decir que quien no ama al Evangelio que tiene
en sus manos, que ven sus ojos, no puede amar a Dios a quien no ve.
Es más que
evidente que todo esto que estoy exponiendo no tendría ningún valor en absoluto
si no estuviese fundamentado por hechos concretos y palabras textuales del
mismo Hijo de Dios; es indudable que sólo apoyados en su autoridad nos podemos
atrever a hacer estas reflexiones catequéticas, sin duda contundentes, pero que
marcan indeleblemente a los pastores, también maestros, llamados por Jesucristo
para llenar el mundo entero de su Evangelio de la Gracia y la Misericordia.
Alentados,
pues, por la autoridad del Hijo de Dios, nos añadimos al grupo de los apóstoles
y nos sentamos con ellos para recibir la bellísima catequesis que Jesús les
impartió acerca de la fuerza de la Palabra y su relación con el amor y la
fidelidad a Él: “Le dije Judas –no el Iscariote- Señor, ¿qué pasa para que te
vayas a manifestar a nosotros u no al mundo? Jesús le respondió: Si alguno me
ama, guardará mi Palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada en él” (Jn 14,22-23).
Ya que nos
hemos sentado alrededor de la mesa con los apóstoles, vamos a intentar
reproducir la escena para poder apreciar mejor la sublimidad y excelencia de lo
que Jesús acaba de decir a los suyos. Les está hablando de la vida eterna que
van a recibir, como quien dice, de sus propias manos (Jn 14,1-3). Sí, les habla
de la morada que les va a preparar junto al Padre, pero sobre todo les habla de
Él, del Padre. Los apóstoles, aun con la desazón en sus corazones, oyen
palabras inefables, intraducibles a cualquier parámetro de belleza, profundidad
y grandeza como por ejemplo las que hemos citado.
No sabemos
hasta dónde pudo llegar la comprensión de estos hombres ante las bellísimas
confidencias, también promesas, del Hijo de Dios. Sin duda que pesaba demasiado
el ambiente raro de esta cena, más que raro, derrotista y amargo; recordemos
que Judas había salido del grupo para consumar su traición, es como si la
muerte se hubiera puesto ya en camino hacia su Señor. Aun así, uno de ellos,
Judas Tadeo, le hace una pregunta que podríamos definir como profética, pues
está formulada a favor de todas las generaciones de discípulos que iban a
suceder a estos que están alrededor de la mesa. El apóstol viene a decirle: Te
estás manifestando a nosotros…, y el mundo ¿qué pasa con él?
La respuesta de
Jesús es toda una declaración de intenciones acerca de la misión que va a
confiar a estos hombres que están junto a Él y, por supuesto acerca de la
misión insoslayable de su Iglesia. Su mayor servicio al mundo es el de ser
anunciadores, portadores de su Palabra; gracias a ellos, a estos servidores de
la Palabra, todo hombre podrá saber que Dios le ama, que se le manifiesta, que
convive con él, y también tendrá la certeza de que su amor a Dios no es un
espejismo o un delirio sicológico.
Recordemos: “El
que me ama guardará mi Palabra…” En ella está encerrada/contenida el amor de
Dios, su Padre. Es la Palabra de la que Juan nos dice que en ella está la vida
(Jn 1,4). Digamos que ésta, la Vida, se abre desde la Palabra y da su fruto, el
amor eterno. El amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo; ahí está el principio y el fin de
toda la moral, pues, como dice Pablo, el que ama –así desde Dios- no puede
hacer daño a su prójimo; el que ama así, cumple la Ley (Rm 13,8-10) no como
presupuesto moral, sino como fruto de la vida que lleva dentro. El que así ama,
no miente a su hermano, ni le engaña, ni se aprovecha de él, ni le roba, ni le
calumnia; por el contrario, le ayuda en la necesidad, está a su servicio, es
indulgente, no le juzga… Eso hace con su hermano: el que tiene a su lado y el
que vive allende a sus ojos y fronteras.
Cuanto más suyos, más
nuestro
Así es como ama
Dios y los que suyos son. Y suyos son los que guardan su Palabra: suyos
son por pertenencia, suyos son porque
con Él conviven; recordemos: “Vendremos a él y haremos morada en él”. En este
sentido podemos hacer nuestra la prodigiosa intuición de Paul Jeremie: El
Evangelio es el tarro precioso de donde Dios saca su ternura para con los
suyos.
Todo aquel que ha
sido llamado por Jesucristo al pastoreo y que, como hemos visto, hospeda en su
corazón su Evangelio, está también llamado a vivir algo asombroso e inaudito:
su saber estar con Dios. La Palabra albergada en su interior forma en estos
pastores un corazón apto para vivir con Él con toda la riqueza afectiva que
esto supone, digamos que son hombres que conocen a Dios, con la dimensión
abierta a la inmortalidad que el verbo conocer con respecto a Dios, contiene en
la Escritura.
Un pastor que
conoce a Dios y que de Él recibe el magisterio para darlo a conocer a las
ovejas, en realidad no puede pedir nada más de su existencia. Los buscadores de
la Verdad, del Absoluto, de Dios, saben mucho de esto; sí, saben de
realizaciones personales no por lo que son sino por lo que Dios les ha hecho
llegar a ser: pastores según sus entrañas, según su corazón.
Estos hombres
viven sumergidos en una existencia que cabalga entre lo mundano y lo
extramundano. Están en el mundo, ese es su campo de misión, sin ser del mundo
(Jn 17,15-16). Viven este tipo de existencia –repito- humana y divinamente
realizados, no tanto porque sean mejores que los demás, sino por quien vive en
ellos (Gá 2,20). Viven, si se me permite una especie de metáfora, al compás y
ritmo de una grandiosa aleación entre cuerpo y espíritu.
Esta forma de
existir no les repliega sobre sí mismos, por el contrario, les impulsa a
abrirse, con los tesoros de su Dios, al mundo entero sin exclusión alguna. A un
mundo pobre, carente y escaso de inmortalidad debido al yugo que el dios dinero
impone sobre su cerviz (Mt 6,24). El drama que cargan sus hermanos les
pertenece, hacen suya la angustia existencial de Pablo que llegó a gritar ¡ay
de mí si no evangelizara! (1Co 9,16). Estos pastores son también conscientes de
que su alianza con Dios, fruto de su Palabra guardada, les lleva a hacer
alianza con los hombres, con todos, los lejanos y los cercanos, ahí donde el
motor del Evangelio les envía. No hay frontera que se resista a una alianza
así, tejida con los hilos del amor eterno e indestructible de Dios.
También estos
hombres son insultantemente libres, no están sujetos ni se dejan deslumbrar por
la “última lumbrera, el sabio e inteligente de moda, el último grito en
pseudoespiritualidad” que no pocas veces son como flor de hierba que se seca y
desaparece (1P 1,24). Los pastores que Dios regala al mundo que llevan impreso
en su alma el nombre de su Hijo, de ellos precisamente habló Él en estos
términos: “Todo escriba –doctor de la Ley- que se ha hecho discípulo del Reino
de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo
y lo viejo” (Mt 13,52).
Son pastores que conjugan libertad con dignidad, la
que les confiere su Maestro, el que les parte la Palabra. Él es la Fuente de
donde sacan, con gozo indescriptible, las aguas de la salvación profetizadas
por Isaías: “Sacaréis agua con gozo de los hontanares de la salvación” (Is
12,3). Su ministerio refleja la libertad y también la dignidad en estado puro:
no en vano son creación de Dios.