Yo
sé…
Mediados de la década de los sesenta
del siglo primero. Pablo sufre su segundo cautiverio en la cárcel Mamertina de
Roma. Siente cercana su muerte. Si Francisco de Asís le dio a ésta el nombre de
hermana, Pablo ve en ella el pórtico glorioso que, cual gran Chamberlan de la
Corte, anuncia su entrada triunfal en el lugar preparado para él por su Señor,
en el regazo del Padre (Jn 14,1-3).
El apóstol está
orgulloso de su condena. No la lleva por malhechor, como diría Pedro (1P 4,15),
sino por una locura, su loca pasión por Dios y por los hombres; pasión inmortal
por el Evangelio que le lleva hacia sus hermanos más allá de toda prudencia.
No, no se detiene a calcular su propio desgaste, pues considera que detenerse
en eso no es más que pequeñeces de hombres simplones. Y es cierto. Cuando un
hombre que ha sido llamado por Jesucristo a ser pastor se mira demasiado a sí
mismo, hace tan resbaladizo el Evangelio que a ellos mismos se les escapa de
las manos.
Pablo está
prisionero a causa de Jesucristo, la misión que le ha confiado le ha llevado
hasta allí. En definitiva, por pertenencia a quien, compadeciéndose de él, le
llamó a la Luz; de ahí que se enorgullezca de ese su especial sello de
identidad: “prisionero de Jesucristo”. Así y como enmarcando honoríficamente su
título de prisionero del Señor, se dirige a los fieles de Éfeso en los siguientes términos: “Por lo
cual yo, Pablo, el prisionero de Cristo por vosotros los gentiles… si es que
conocéis la misión de la gracia que Dios me concedió en orden a vosotros…” (Ef
3,1-2).
Cadenas,
mazmorras, cautiverio, penalidades de todo tipo, y aun así Pablo manifiesta su
gozo, su orgullo y su victoria. ¿Estará mal de la cabeza, como le insinuó el
procurador Festo ante el rey Agripa? (Hch 26,24b). ¿Es un fanático que ha
perdido el sentido objetivo de la realidad, o bien es un hombre muy entero que,
tras vadear abismos y tinieblas propias de todo combate de la fe (1Tm 6,12),
está ya con Dios? Motivos tenemos para creer en esta segunda posibilidad, y
daremos fe de ello.
Sí, razones muy
serias tenemos para argumentar nuestra convicción de que Pablo no es ni un
soñador ni un fanático. Sus testimonios, confesiones de fe abundantes y
profesados en condiciones que más que duras podríamos llamar inhumanas,
-pensemos cómo serían las cárceles en la antigüedad- nos dan base real para
valorar su gran equilibrio psicológico, su entereza y, por supuesto, su entrega
amorosa a la grandeza de la misión recibida de su Maestro y Señor. Nada hay de
subjetivo en el devenir de su vocación apostólica. Es un hombre profundamente
apasionado por el Evangelio que predica; sin embargo, no vemos en él ninguno de
los tics que manifiestan los “iluminados”. Repito, es un hombre de Dios, y en
cuanto tal, equilibrado y entero.
Incomprendido
muchas veces hasta por los suyos; desprestigiado, despreciado, perseguido y,
por fin, encadenado. Con tanta carga que debería aplastarle el alma, no salimos
de nuestro estupor al oírle cantar y proclamar su victoria. Nos acercamos a una
de sus profesiones de fe tan bella como grandiosa. La analizaremos
catequéticamente no sin preguntarnos una vez más cómo es posible que pueda
caber tanto amor en el corazón y el alma de un simple mortal: “Por este motivo
estoy soportando estos sufrimientos; pero no me avergüenzo, porque yo sé bien
en quién tengo puesta mi confianza, y estoy convencido de que es poderoso para
guardar mi depósito hasta aquel Día” (2Tm 1,12).
El que me llamó está
vivo…
Empezamos por
decir que cuando Dios llama así, con tanto amor, –en realidad Él siempre llama
derrochando amor- el corazón y el alma de la persona llamada está en fiesta, y
el mundo también porque un río de gracia corre por pueblos y ciudades. La
predicación del Evangelio no está muy asociada al saber académico, tiene que
ver con el amor; éste fluye en cada palabra que proclama el anunciador, y, como
fuego, prende en el corazón de los que le escuchan.
Preludio de lo
que estamos diciendo lo encontramos en los dos discípulos de Emaús. Gélidos por
el escepticismo estaban sus corazones cuando dieron el portazo y salieron de la
Comunidad de Jerusalén; fuego ardiente cuando escucharon al Resucitado que,
como Buen Pastor, se acercó a ellos. Recordemos lo que se dijeron el uno al
otro: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba
en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32).
No me
avergüenzo -dice Pablo- de sufrir estas penalidades, porque son connaturales al
ministerio de evangelización que el Señor Jesús me ha confiado. Cualquier
persona puede llegar a avergonzarse de ser pecador, del daño infligido a los
demás, de haber echado a perder por su egoísmo una amistad, etc., pero nunca a
causa del sufrimiento inherente a su vivir abrazado al Evangelio de Jesús. Más
aún, el mismo Hijo de Dios proclama y promete que toda injuria, calumnia o
persecución por su causa es fuente de alegría; nos lo hace saber en la última
Bienaventuranza. “…Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y
digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos,
porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera
persiguieron a los profetas anteriores a vosotros” (Mt 5,11-12).
Alguien podría
decir que vivir como un proscrito en espera de que esta promesa se cumpla no es
muy atrayente, incluso se puede llegar a desarrollar una patología
desequilibrante. Si fuese así, sin más, mirando, como quien dice, al futuro,
podríamos aceptar esta objeción; sin embargo, no es así. Pablo no tiene su
mente y su corazón puestos en el mañana sino en el hoy, por eso le oímos hablar
en presente: Yo sé…
“Yo sé bien de
quién me he fiado”, confiesa Pablo (2Tm 1-12b). No se apoya en nadie, en ningún
hombre por muy santo o poderoso que sea, sino en su Señor a quien bien conoce;
el que le reveló el Evangelio, auténtico Manantial por el que discurre el
Misterio de Dios: “Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado
por mí, no es de orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre
alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gá 1,11-12).
Pablo, en
cuanto hombre, lleva a su plenitud la experiencia y confesión de fe de Job.
Cuando hasta sus mejores amigos, que en un primer momento fueron a su encuentro
con el fin de confortar su alma sometida a tan terrible prueba, terminan por
acusarle considerándole casi como un maldito de Dios, Job encuentra su
verdadero apoyo en Dios. Él mismo pone en su corazón y en sus labios una
confesión de fe que preanuncia su victoria sobre el mal que se ha apoderado de
él: “Yo sé que mi Defensor está vivo” (Jb 19,25a).
…y está pendiente de mí
Ya
anteriormente había proclamado que su Defensor no sólo estaba vivo en el
cielo, –Morada de Dios- sino que
se había erigido como testigo a su favor, lo que quiere decir que estaba al
tanto y pendiente de todas y cada una de sus pruebas y sufrimientos: “Ahí
arriba en los cielos está mi testigo, allá en lo alto está mi defensor” (Jb 16,19).
Jesucristo, el que sabe que, aunque sea abandonado por sus discípulos, -que de
hecho le van a abandonar- nunca estará solo porque el Padre estará a su lado,
es el “Yo sé en quién confío” por excelencia. Lo grande, lo enormemente grande,
consiste en que sus discípulos pueden confesar su misma fe y confianza. Pablo
lo hace y –repito- ya estaba profetizado en la figura mesiánica que es Job.
Yo sé, dice
Pablo, en quién tengo puesta mi confianza. Está testificando en manos de quién
ha confiado su vida. Si le dejáramos seguir hablando, nos diría: Mis enemigos
creen tenerme en sus manos, mas no, Dios mío; es en las tuyas en las que vivo
mi descanso. Pablo hace suya la confesión
del salmista a quien sus perseguidores dan ya por vencido: “Mas yo
confío en ti, Yahveh, me digo: ¡Tú eres mi Dios! En tus manos está mi destino,
líbrame de las manos de mis enemigos y perseguidores” (Sl 31,15-16).
Sabemos que
este salmista es figura de Jesucristo, en quien se cumplen plenamente las
profecías y promesas del Antiguo Testamento. El Hijo de Dios hace realidad su
confesión cuando ante los escarnios y burlas de los sumos sacerdotes, ancianos,
escribas y, en general, de todo el pueblo que, agolpado al pie de la cruz,
vociferaba su triunfo. Fue entonces cuando Jesús el Señor, majestuosamente,
proclamó que no eran las manos de sus perseguidores las que tenían poder sobre
Él, sino las de su Padre; de ahí que, en un último esfuerzo, gritó: ¡Padre, en
tus manos encomiendo mi espíritu! (Lc 23,46).
Ya sé, dice
Pablo, en quién tengo puesta mi confianza. Le damos la palabra y nos dirá
que también sabe que Jesucristo,
anticipándose a su fidelidad, en un derroche de misericordia, le ha confiado su
Evangelio (1Tm 1,11). Sí, me consideró digno de confianza y puso en mis manos
su Misterio, su intimidad con el Padre, las riquezas infinitas de su Espíritu.
Con todos estos dones, ¿no voy a confiar en Él? Claro que sí, sé quién es. Es
difícil de entender, pero ha apostado por mí, ha dado vida a mi alma, a todo mi
ser, y ha abierto mis labios para anunciar su Evangelio, el de la gracia y el
perdón; me ha hecho pastor según su corazón.
Yo sé, claro
que lo sé, lo tengo escrito a fuego en mi historia personal, pecados y
negaciones incluidas. Él sabe de mis debilidades, al tiempo que yo sé de su
Fuerza. Dicen que los contrarios se comprenden mejor; debe ser que sí, porque
¡ya no puedo vivir sin Él, sin anunciarle! Además no tengo miedo a nada ni a
nadie porque me ha hecho depositario de sus palabras que son espíritu y vida
(Jn 6,63).
A la luz de un testimonio tan elocuente como
decisorio, podemos decir y testificar en su nombre, el de Pablo y el de todos
los pastores según su corazón, que es imposible amar apasionadamente el
Evangelio de Jesús sin amar con la misma pasión la evangelización. Ni un hombre
es extraño a estos apasionados, primicias de lo inmortal, porque su pasión no
muere jamás. Al encuentro de todos van porque a su encuentro fue el Señor Jesús
–de mil maneras, como todos sabemos- y les selló con la inmortalidad de su
Palabra.