Texto bíblico
¡Oh Dios, sálvame por tu nombre! ¡Por tu poder, hazme justicia!
¡Oh Dios, escucha mi oración,
presta oído a las palabras de mi boca!
Los soberbios se levantan contra mí y los violentos me persiguen a muerte: no tienen presente a Dios.
Pero Dios es mi auxilio, el Señor es quien sostiene mi vida.
¡Caiga el mal sobre los que me espían!
¡destrúyelos, Señor, por tu fidelidad!
Te ofreceré un sacrificio voluntario,
Daré gracias a tu nombre, porque es bueno; porque me has librado de todas mis angustias, y he visto la derrota de mis enemigos
Reflexión: La arrogancia del hombre
Este salmo es la súplica de un fiel sometido por la arrogancia de los malvados que buscan su perdición. Su maldad proviene de su falta de temor de Dios: «¡Oh Dios, ¡sálvame por tu nombre! ¡Por tu poder hazme justicia! Los soberbios se levantan contra mí y los violentos me persiguen a muerte: no tienen presente a Dios».
La arrogancia del hombre ya viene explicitada en no pocos textos bíblicos. Escuchemos a Isaías: «Tú que habías dicho en tu corazón: al cielo voy a
subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono..., subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo» Queremos ser como Dios porque no aceptamos que nadie marque nuestra vida. Somos celosos de nuestra autonomía.
El hombre no tiene la vida en y por sí mismo, por lo que nunca podrá ser totalmente
autónomo en sus proyecciones. La muerte, los acontecimientos imprevisibles, y la voraz competencia, están fuera del alcance de su dominio.
En el salmo vemos a Jesucristo. Él se somete voluntariamente a nuestra
arrogancia. Se hizo el último de todos y se sujetó hasta la muerte y muerte de cruz, como nos dice el apóstol Pablo en la Carta a los filipenses
El Hijo de Dios, como Cordero Manso, vence la prepotencia y la arrogancia del mundo y a su Príncipe, quien, como escuchamos en la Carta a los Hebreos, tiene esclavizado al hombre por su miedo al fracaso y a la muerte. «Por tanto, así como los hijos participan de la carne y de la sangre, así también Jesús
participó de las mismas, para aniquilar mediante la muerte
al señor de la muerte, es decir, al diablo, y libertar a
cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud»
Jesús, que ha vencido al autor del mal bajo la figura de Cordero manso, tiene autoridad para enviar a los apóstoles con este mismo espíritu de humildad y
mansedumbre: «Mirad que yo os envío como ovejas en medio
de lobos..., os entregarán a los tribunales y os azotarán
En las sinagogas; y, por mi causa, seréis llevados ante
gobernadores y reyes para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles»
Jesús, el Cordero de Dios que quita la arrogancia del
mundo, envía así a los apóstoles, a la Iglesia y, les da la garantía de la victoria.
«Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el
alma... Por todo aquel que se declare por mí (el testimonio de la evangelización) ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre»
María es imagen de la Iglesia y de cada discípulo. En su fidelidad a Dios, le son profetizados los sufrimientos propios del alma sujeta a los arrogantes. Por eso, cuando con su esposo José, presenta al Niño en el Templo, el anciano Simeón, lleno de Espíritu Santo, le dijo: «Una espada te atravesará el alma»
El apóstol Pedro que se considera con autoridad para pastorear a la Iglesia, exhorta a los presbíteros que Dios ha suscitado para la evangelización. La validez de la exhortación se fundamenta en su ser testigo y partícipe de los sufrimientos de Cristo. Por el hecho de participar de la humillación del Hijo de Dios, sabe que también va a compartir su gloria. «A los presbíteros que están entre vosotros les exhorto yo, presbítero como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse»
En María de Nazaret las humillaciones de su Hijo cayeron también sobre
ella. Su fortaleza, que venía del Espíritu Santo, la llevó a estar de pie junto a la Cruz, desde donde su propio Hijo ya inició su glorificación, dándola el título de Madre de la Iglesia..., es decir, Madre de cada discípulo: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa»