XVIII - Nada me falta
Poco
conocimiento tienen de la historia aquellos –y son muchos- que afirman que el
mundo está herido de muerte por su intento de desplazar a Dios de su ámbito;
que nuestra sociedad, el hombre, ha alcanzado lo que podríamos llamar su
mayoría de edad, por lo que no necesita de ningún dios que le tutele. Cuando
digo que los que afirman esto tienen un escaso conocimiento de la historia no
es porque no sea cierto lo que sostienen, sino porque, en realidad, el hombre
nunca ha dejado de rivalizar con Dios; y esto desde los primeros albores de la
creación. El intento de sofocar su Presencia ha sido y es una constante en la
historia. Ya en las primeras páginas del Génesis se nos dice que la humanidad
proyectó la empresa, el intento, de edificar una ciudad levantando en ella una
torre cuya cúspide alcanzase los cielos (Gé 11,1…).
Toda una
declaración de intenciones del hombre de todos los tiempos que viene a decir
que el que Dios exista o no, no es lo realmente importante. Lo que importa es
que, suponiendo que exista, no hay que darle mayor importancia; le haremos ver
que también nosotros podemos llegar a ser dioses (Gé 3,1-6). La pretensión de
aprender a vivir sin la tutela de Dios tanto abiertamente como de forma
encubierta, es decir, reduciéndolo a formulismos, hace parte de nuestra
historia, de nuestra humanidad.
Sin embargo y
aunque parezca increíble, todos los intentos llevados a cabo para “destutelar”
al hombre de un Dios hacia quien crecer, en quien encontrar la plenitud por la
que clama nuestro ADN, han sido vanos. Por mucho que nos elevemos por encima de
nuestras limitaciones, siempre nos resistiremos a aceptar que la muerte física
sea el punto sin retorno, el abismo incomprensible en el que se estrella lo que
hemos vivido, soñado, alcanzado, proyectado, intuido, amado…
El hecho es que
en nuestro ADN tenemos unas como “células rebeldes”: así es como llamaremos al
alma. Éstas reclaman, con gritos desesperados, nuestra atención al verse
envueltas en la más servil de las enajenaciones: la deserción de la Trascendencia.
El yo incorpóreo se resiste, no acepta que le estrechen en los ínfimos límites
de la sola corporeidad, en el más que insuficiente mundo sensitivo.
Pues bien,
nuestras “células rebeldes”, abanderadas de nuestra incorporeidad, son
especialmente sensibles en aquellas personas en las que vive Dios. Me explico.
Son esos hombres y mujeres de los que hizo mención el salmista que, sin alardes
ni pretensiones aleccionadoras, marcó con un sello bien legible: “Dios es mi
Pastor, nada me falta” (Sl 23,1). Hombres para quienes Dios no es un rival, no
les pesa su tutela porque, desde ella, Él les ha dado alas para volar a su
altura; hombres que difunden en los entresijos del aire pesado de su entorno
“el suave olor de Jesucristo” (2Co 2,15).
El Señor es mi
Pastor, nada me falta, proclamó el salmista en una clara referencia al Mesías,
quien se dejó conducir, instruir, consolar y fortalecer por su Padre a lo largo
de toda su misión, como podemos comprobar en los Evangelios. El Señor es mi
Pastor, nada me falta. He ahí el sello de calidad y de misión que caracteriza e
identifica a los pastores de Jesucristo, aquellos que, dejándose formar por Él
en la escuela del Evangelio, aprendieron, tras mil tropiezos, dudas y miedos, a
confiar y depositar su vida en Dios con la seguridad de que cuida de ellos…,
también de sus necesidades materiales: “…Que por todas esas cosas se afanan los
gentiles del mundo; que ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso”
(Lc 12,30).
La esperanza de confiar
en Alguien
Dios es mi
Pastor, nada me falta. He aquí al hombre y también al Dios de quien la
humanidad entera está, en realidad, hambrienta y sedienta. La misma humanidad
que, generación tras generación, ha ideado mil formas para desatarse de la
“supervisión de Dios”, ve desarmados todos sus postulados, debilitado el pulso
que pretende echar con Él, ante el asombro que le provoca encontrarse con
hombres que tienen bastante con su Pastor. Dios, a su vez, les cuida como a las
niñas de sus ojos (Dt 32,10b). Los aparentemente increyentes asisten atónitos
al milagro de conocer personas que confían realmente en Dios… Asombro que, con
no poca frecuencia, da paso al deseo de conocer a este Dios en quien poder
confiar su propia vida.
No es en
absoluto una vida ascética lo que ejerce poder de atracción sobre todo aquel
que ignora a Dios. El mundo en general está curado de las figuras
ejemplarizantes que en demasiadas ocasiones mostraron que detrás de sus
fachadas no existía verdad alguna. Sin embargo, son vulnerables a la atracción
que ejerce sobre ellos la diáfana libertad que irradian estos hombres y
mujeres, a quienes la mano de Dios acaricia y envuelve de tal forma que toda su
vida es una proclamación de que se sienten amados por Él, y con Él tienen
bastante.
Es una
atracción que podríamos incluso llamar irresistible, porque, dada la
precariedad y contingencia de todo el hacer humano, sí les gustaría a estos
espectadores entrar en contacto con “un Dios” en quien y a quien confiar la
propia existencia, tantas veces llevada de una parte a otra como si fuera una
marioneta. El corazón de estos hombres se alegra al ver a personas que, al
igual que el apóstol san Pablo, pueden decir con la sencillez de quien desborda
gratitud: “sé en quién he confiado” (2Tm 1,12).
Todos ellos
-que han vivido y viven entre nosotros a lo largo de la historia- provocan de
una forma u otra la atención de todo su entorno, al margen de su creencia o
increencia. Llaman poderosamente la atención porque se les ve poseedores de lo
que todo ser ambiciona más o menos conscientemente: “la piedra filosofal de la
existencia”. Hombres y mujeres a quienes Jesús hizo sus discípulos y que, como
tales, irradian el don que han recibido: “la vida en sí mismos”, como dice Juan
(Jn 5,25-26).
La pregunta que aletea, irreprimible, entre
las azoteas de estas líneas que configuran la intuición de Dios más profunda
que el hombre puede albergar, no es otra que ésta: ¿quién nos enseñará a creer
así en Dios, a confiar en Él más allá de los parámetros de prudencia que nos
impone una sociedad tan sistematizada? En última instancia, ¿quién nos enseñará
a ser de Dios?
Su mismo Hijo
nos responde: “El que es de Dios, escucha las palabras de Dios” (Jn 8,47a). Por
medio de la escucha a Dios, de sus palabras, entramos como discípulos en la
escuela de la confianza que es el Evangelio. Ya no necesitamos que nadie
testifique acerca de nosotros. El Evangelio, sus palabras de vida eterna (Jn
6,68) que hemos escuchado y hecho nuestras al guardarlas… (Lc 11,28), ellas
testifican de quién somos, quién es nuestro Padre. Él es quien da testimonio de
nosotros, el único testimonio que su Hijo consideró irrefutable: “El Padre es
el que da testimonio de mí, yo sé que su testimonio es válido” (Jn 5,32).
Os daré
pastores según mi corazón, había prometido Dios (Jr 3,15). Id y anunciad el
Evangelio al mundo entero. Id, vosotros sois los pastores que mi Padre prometió
por medio de los profetas. Id y enseñadles a guardar la Palabra como yo os he
enseñado a vosotros. Id, porque el hombre que tiene todo menos a Dios en su
alma, no es nadie. Id con mi Evangelio en el corazón; él os testificará, un día
tras otro, que no estáis solos, que yo estoy con vosotros. Id con mis palabras,
sólo con ellas venceréis la tentación, siempre latente, de querer hacer vuestra
obra. Id…
Empaparé vuestra alma
Los apóstoles
recibieron este envío. Por supuesto que era toda una novedad. Nadie había
hablado así, nadie les había abierto las puertas hacia un espacio de libertad
sin horizonte alguno. Nadie les había hecho señores sobre todos los miedos que
amenazan y coartan al hombre: inseguridades,
las penumbras del futuro, el ser amados por y para siempre, no cansarse
nunca de amar a quien amas y, por supuesto, saber acoger lo que es considerado
un espectro: la enfermedad y la muerte. Puesto que todos estos miedos son
reales, comprenden la urgencia de Jesús: ¡id hacia el hombre!
La voz del
Señor y Pastor resuena más en sus almas que en sus oídos; saben que ni van ni
están solos. Confían en quien les envía porque en Él han podido comprobar que
el Dios de la Palabra es veraz, por lo que creen en la confesión de fe del
salmista: “El Señor es mi Pastor, nada me falta”. ¡Fueron y llenaron la tierra
entera de palabras de amor y libertad!, palabras que se abrieron hacia los que
las acogieron, en forma de Camino, Verdad y Vida. Fueron y demostraron al mundo
que eran más fuertes que la muerte. Y así, pronto el mundo empezó a martirizar
a los primeros testigos de Jesús: Esteban, Santiago, Pedro, etc. Ningún poder
fue capaz de detenerlos; su Señor estaba con ellos, por lo que nada les
faltaba. Y aquellos que creían que les arrebataban la vida no sabían que les
estaban abriendo las puertas hacia el Todo. Nada les faltó, y el Todo al que
aspiraban, alcanzaron.
Aunque sea un
poco por encima, nos apetece entrar en el corazón de Pedro, la piedra escogida
por Jesús para edificar su Iglesia: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Recojamos la historia desde el principio. En
el primer encuentro miró a sus ojos y lo
hizo suyo, grabando en su corazón un amor indescriptible: “Jesús, fijando su
mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas…”
(Jn 1,42). Nunca los ojos del Hijo de Dios dejaron de acariciar a este su
pastor, ni siquiera cuando cayó
estrepitosamente vencido por su debilidad. ¡Qué fuerza irradió la mirada de
Jesús en esa noche de su pasión, que el pobre pescador naufragó en sus propias
lágrimas! “El Señor se volvió y miró a Pedro, quien recordó sus palabras:
“Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces”. Y, saliendo fuera,
rompió a llorar amargamente” (Lc 22,61-62).
Han pasado los
años. Vemos a Pedro pastoreando su rebaño con el amor que ha recibido de su
Señor y Pastor. Nada le falta, nunca había tenido tanto, su Señor lo es todo
para él. Y se sobrecoge ante otro misterio: ¡nunca había dado tanto! No da de
lo que tiene, sino de lo que recibe ininterrumpidamente de Dios. Al igual que
su Hijo, y porque ha sido formado y moldeado por Él, puede confesar, con la
sencillez de quien ha sido gratuitamente rescatado y amado: “…llega el Príncipe
de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo
al Padre…” (Jn 14,30-31).
No nos extraña,
pues, que Pedro, así enriquecido por el Señor Jesús, tenga la capacidad de
confortar y fortalecer a sus ovejas con exhortaciones como éstas: ¡Alegraos de
ser discípulos de nuestro Señor Jesucristo! “…a quien amáis sin haberle visto;
en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y
gloriosa…” (1P 1,8).
Pedro ha
gustado, ha soberado a Dios. Tal y como
profetizaban las Escrituras, tiene empapada el alma, rebosa de la miel de sus
palabras: “Sus palabras son más dulces que la miel, más que el jugo de panales.
Por eso tu servidor se empapa de ellas, gran ganancia es guardarlas…” (Sl 19,11b-12).
Justamente de esta su abundancia es de donde saca para dar de comer a sus
ovejas, lo había profetizado Jeremías: “Empaparé el alma de los sacerdotes de
grasa, y mi pueblo se saciará de mis bienes” (Jr 31,14).
Por supuesto
que todo esto nos da una idea de la sobreabundancia de Dios y de la
sobreabundancia del alma de Pedro. Mas es necesario completar esta descripción
con un broche de oro: pudo afirmar con autoridad, sin asomo alguno de falsedad,
ni ridículo moralismo que tan a rancio huele: “¡El Señor es mi Pastor, nada me
falta!” Sólo desde la enorme riqueza que recibió de Jesús podemos apreciar sus
exhortaciones a los primeros pastores de la Iglesia: “Apacentad el rebaño de
Dios que os está encomendado, vigilando, no forzados, sino voluntariamente,
según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón…” (1P 5,2).
Exhortación que no ha perdido nada de su valor. Más aún, como ya hemos dicho
antes, éstos son los pastores que “nuestra sociedad autosuficiente” pide a
gritos.