TEXTO BIBLICO
Ten piedad de mí, oh Dios, porque me atormentan, me atacan y me persiguen todo el día;
todo el día me vigilan y me atormentan, son muchos los que me combaten desde lo alto.
Levántame en el día terrible, pues yo confío en ti.
En Dios, cuya promesa alabo,
en Dios confío y no temeré.
¿Qué podrá hacerme un mortal?
Todos los días discuten y planean,
maquinando hacerme daño;
se reúnen, se esconden y espían mis pasos, vigilando con codicia mi vida.
¡Recházalos por su injusticia!
¡Derriba con tu ira a los pueblos, oh Dios!
¡anota en tu libro mi vida errante,
recoge mis lágrimas en tu odre!
¡Que retrocedan mis enemigos cuando te invoco, y así sabré que tú eres mi Dios!
En Dios, cuya promesa alabo,
en el Señor, cuya promesa alabo,
en Dios confío y no temeré.
¿Qué podrá hacerme un hombre?
Mantengo, Dios mío, los votos que te hice, los cumpliré con acción de gracia porque libraste mi vida de la muerte, mis pies de la caída, para que camine en presencia de Dios, en la luz de los vivos.
REFLEXION, - Desde la Cruz
Un hombre fiel acude desconsolado a Dios, pues está pasando por una terrible experiencia de hostigamiento y opresión por parte de sus enemigos: «Ten piedad de mí, oh Dios, porque me atormentan, me atacan y me persiguen todo el día;
todo el día me vigilan y me atormentan, son muchos los que me combaten desde lo alto».
Nos detenemos en este aspecto que le causa la angustia de nuestro hombre orante. Sus enemigos se emplean con saña contra él y le quieren derribar de su altura. Este hombre, injuriado, es Jesucristo levantado en la cruz.
Vemos a Satanás actuando en el pueblo, vociferando a Jesús, e instándole a que demuestre a todos si es o no Hijo de Dios: «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en Él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: soy Hijo de Dios»
Tentación terrible la que vive Jesucristo: Durante su vida nadie ha creído en Él, ni en sus milagros ni a través de la predicación ni por su continuo testimonio que da del Padre. Ahora le gritan que creerán en Él si es capaz de bajar de la cruz: si desiste de su misión. Jesús, suspendido de lo alto, entre el cielo y la tierra, escucha dos catequesis diferentes. La de los hombres: baja de la cruz y creeremos en ti; y la del Padre: mantente en la cruz porque tú mismo anunciaste que «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna»
Seguimos al salmista y vemos cómo encuentra su fortaleza en Dios y en su Palabra: «Así sabré que tú eres mi Dios. En Dios, cuya promesa alabo, en el Señor, cuya promesa alabo, en Dios confío y no temeré. ¿Qué podrá hacerme un hombre?». Estas palabras: «Tú eres mi Dios», resuenan en los oídos de Jesús durante el fragor de la tentación. Palabras que le ayudan a volver su espíritu en búsqueda de una certeza: Él es el enviado del Padre para llevar a cabo la salvación del hombre.
Jesús, tiene conciencia de que todo lo que el Padre le ha susurrado, todo lo que ha escuchado de Él, permanece para siempre. No hay fuerza que pueda apagar la Palabra que Él ha oído del Padre. Y esta es su fuerza. Esta, la roca donde se asienta en el momento culmen de su misión. Éste es su escudo para rechazar las catequesis insidiosas que vienen de parte de la muchedumbre: «¡Baja de la cruz y creeremos en ti!». Jesús, aún con el cuerpo desgarrado, no tiene duda de que «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»
Jesús es el que nos enseña a oponer la catequesis de Dios a las catequesis de los hombres; es Él el que da un sentido profundo completo a la afirmación del salmista: «¿Qué podrá hacerme un hombre?». Jesús, con su decisión de mirar y escuchar solamente al Padre, da testimonio de la veracidad de las palabras del profeta Isaías: «Toda carne es hierba y todo su esplendor como flor del campo... La hierba se seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece para siempre»
Jesús es el Camino. En Él y por Él aprendemos que no podemos estar en dos palabras: la de los hombres y la de Dios. La de Dios nos levanta a la altura de la cruz: es la única que da vida eterna. Abrazarnos a ella, es la garantía de nuestra inmortalidad. La palabra del hombre, a la altura a la medida de su ambición, es como la hierba que crece esplendorosamente, tiene su ciclo de grandeza, después decae hasta que muere.
A esta altura, repetimos con Jesucristo y con el salmista: «Así sabré que tú eres mi Dios». Y es cierto, está y permanece para siempre. Apoyados en esta esperanza, sabemos que Él cuidará de nosotros y nos devolverá la vida que, por la fe recibida, estamos perdiendo en lo alto, en el misterio de la cruz. Llamados a ser discípulos de Jesucristo, tenemos conciencia de que por Él apareció la vida en el mundo, vida
inmortal que nos ha sido concedida. Esta es la buena noticia proclamada insistentemente por los primeros anunciadores del Evangelio, como lo vemos, por ejemplo, en el apóstol san Juan: «Y este es el testimonio: que Dios nos
ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida»
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