Texto Bíblico
1¡El Señor es Rey! ¡Exulta la tierra,
se alegran las islas numerosas!
2 Tinieblas y Nubes lo rodean,
Justicia y Derecho sostienen su trono.
3 Delante de él avanza un fuego,
que devora en torno a sus enemigos.
4 Sus relámpagos deslumbran el mundo,
y, al verlos, la tierra se estremece.
sLos montes se derriten como cera
ante el Señor de toda la tierra.
6 El cielo anuncia su justicia,
y todos los pueblos contemplan su gloria.
7 Los que adoran estatuas se avergüenzan,
todos los que se enorgullecen de los ídolos.
Porque ante él se postran todos los dioses.
8 Sión lo oye y se alegra,
y exultan las ciudades de Judá
por tus sentencias, Señor.
9 Porque tú eres, Señor,
el Altísimo sobre toda la tierra,
más elevado que todos los dioses.
10 El Señor ama al que detesta el mal,
él protege la vida de sus fieles
y los libra de la mano de los malvados.
11 La luz se alza para el justo,
y la alegría para los rectos de corazón.
12 ¡Alegraos, justos, con el Señor,
y celebrad su memoria santa
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Diréis a los montes...
Himno de alabanza que canta la omnipotencia de Dios. Toda
la creación es movida a expresar con clamor jubiloso la
soberanía de Yavé: «¡El Señor es Rey! ¡Exulta la tierra, se
alegran las islas numerosas! Tinieblas y Nubes lo rodean,
Justicia y Derecho sostienen su trono».
La alegría a la que son invitados todos los habitantes
de la tierra respira un trasfondo catequético muy profundo.
Apunta al júbilo incontenible del hombre que experimenta la
fuerza de Dios que actúa como salvación ante los más
destructores y sanguinarios opresores de los hombres: los
ídolos. «Los montes se derriten como cera ante el Señor de
toda la tierra. El cielo anuncia su justicia, y todos los
pueblos contemplan su gloria».
Detengámonos ante esta aclamación: «Los montes se
derriten como cera ante el Señor de toda la tierra». Los
montes en la Escritura significan los ídolos. Todos los
pueblos levantan sus altares y celebran sus cultos en lo
alto de los montes. También Israel, imitando los cultos de
los pueblos vecinos, levantará sobre los montes sus altares
a divinidades paganas. Este culto idólatra fue uno de los
caballos de batalla de los profetas en sus denuncias al
pueblo elegido. En el trasfondo de estos cultos paganos
subyace una terrible constatación: el culto a los ídolos
genera más confianza y seguridad que el culto a Yavé.
Escuchemos a los profetas: «Alargué mis manos todo el
día hacia un pueblo rebelde que sigue un camino equivocado
en pos de sus pensamientos; pueblo que me irrita en mi
propia cara de continuo y sacrifican en los jardines y
queman incienso sobre ladrillos... Que quemaron incienso en
los montes y en las colinas me afrentaron» (Is 65,2-7).
Jeremías señala a los pastores de Israel como
incitadores que extravían al pueblo haciendo vagar sus
ovejas de monte en monte, de ídolo en ídolo. Proclama
también que este servilismo a la idolatría, en definitiva a
la mentira en la peor de sus acepciones, ha sido la causa
de la ruina de Israel: «Ovejas perdidas era mi pueblo. Sus
pastores las descarriaron, extraviándolas por los montes.
De monte en collado andaban, olvidaron su aprisco.
Cualquiera que las topaba las devoraba, y sus contrarios
decían: no cometemos ningún delito puesto que ellos pecaron
contra Yavé» (Jer 50,6-7).
Parecida denuncia a los pastores la encontramos en
Ezequiel: «No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no
habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba
herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la
perdida... Mi rebaño anda errante por todos los montes y
altos collados...» (Ez 34,4-6).
Sin embargo, el profeta nos abre a la esperanza al
proclamar la promesa de que Dios mismo se va a encargar de
pastorear a su rebaño. Lo pastoreará, velará por él y lo
reunirá de entre todos los montes por donde se ha
dispersado: «Porque así dice el Señor Yavé: Aquí estoy yo;
yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un
pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de
sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las
recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado
en día de nubes y brumas» (Ez 34,11-12).
Dios, al encarnarse en Jesús de Nazaret, cumple la
profecía que acabamos de leer. El Señor Jesús ha dado su
vida para que nosotros la tengamos en abundancia: la
abundancia de Dios. «Yo he venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor
da su vida por las ovejas» (Jn 10,10-11).
He aquí la promesa de Dios cumplida. Sin embargo,
somos débiles de corazón, y los montes de los ídolos siguen
estando frente a nosotros; más aún, junto a nosotros, nos
codeamos con ellos todos los días, y no hay duda de que son
atrayentes y nos llaman: el dinero, la fama, la mentira...
y, sobre todo, la más sutil de las idolatrías: «las
componendas» entre los ídolos y el Dios vivo.
Ante esta realidad de tantos montes que se nos
imponen, el discípulo del Señor Jesús no se mira a sí
mismo, pues nada tiene para oponerse a tanta seducción. Sus
ojos se dirigen al Señor Jesús y considera dignas de
crédito, es decir, fiables, las palabras que salieron de su
boca; entre ellas el hecho de que esos montes pueden ser
desplazados, que son tan inconsistentes como la cera.
El creyente, que está en comunión con el Señor Jesús
por considerar fiable el Evangelio –esto es la fe–, es
revestido de la fuerza de Dios para desplazar cualquier
idolatría que se interponga en su seguimiento hacia Dios.
Fuerza que nos ha sido prometida y garantizada por el mismo
Señor Jesús: «Yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de
mostaza, diréis a este monte: desplázate de aquí allá, y se
desplazará, y nada os será imposible» (Mt 17,20).
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