De David. Salmo.
1 Voy a cantar el amor y la justicia.
Para ti quiero tocar, Señor.
2 Caminaré en la integridad:
¿Cuándo vendrás a mí?
Andaré con un corazón íntegro
dentro de mi casa.
3 No pondré nada infame
delante de mis ojos.
Detesto al que practica el mal;
nunca se juntará conmigo.
4 Lejos de mí el corazón extraviado.
Yo ignoro al perverso.
s Al que en secreto difama a su prójimo,
yo lo haré callar.
Mirada altiva y corazón arrogante,
yo no soportaré.
6 Mis ojos están en los fieles de la tierra,
para que habiten conmigo.
El que anda por el camino de los íntegros,
será mi ministro.
7 En mi casa no habitará
el que comete fraudes.
y el que dice mentiras no permanecerá
delante de mis ojos.
8 Cada mañana haré callar
a todos los malvados de la tierra,
para extirpar de la ciudad del Señor
a todos los malhechores
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 101
La palabra y la luz
Este salmo nos presenta a un israelita fiel que, inspirado
por el Espíritu Santo, susurra una oración intensísima que
perfila los rasgos del futuro Mesías. Aunque las notas
características del Mesías se expresan en primera persona,
no hay duda de que el Espíritu Santo se sirve de este
hombre orante para adelantarnos la visión del corazón del
Hijo de Dios que un día se hará carne bajo el nombre de
Emmanuel –Dios con nosotros–.
Entre los rasgos que a lo largo del salmo retratan al
Mesías, vamos a detenernos en uno que nos puede ayudar de
forma especial en nuestro crecimiento en la fe. Si bien es
cierto que leemos: «No pondré nada infame delante de mis
ojos. Detesto al que practica el mal; nunca se juntará
conmigo. Lejos de mí el corazón extraviado. Yo ignoro al
perverso...», más adelante observamos que sus ojos sí se
posan en los fieles.
Fieles no son los «impecables»; más bien son los que
no se fían de sí mismos sino de Dios; por eso no dejan de
buscarle a lo largo de toda su vida. De hecho, la palabra
fiel se deriva del verbo fiarse. «Mis ojos, en los fieles
de la tierra, para que habiten conmigo. El que anda por el
camino de los íntegros será mi ministro».
Analicemos los textos que hemos señalado. El Mesías no
va a poner sus ojos en intenciones viles, aquellas que son
propias de un corazón perverso. A los hombres, cuyo corazón
está habitado por esta perversidad, les dirá «no os conozco».
Entramos en esta realidad a la luz de una catequesis de Jesús. Habla de diez vírgenes. Cada una de ellas con su lámpara. Hasta ahí, las diez son iguales. Sin embargo,
cinco pueden encender la lámpara y las otras cinco no. La
diferencia consiste en que unas tienen aceite y las otras
carecen de él. A las que tienen sus lámparas encendidas, el
Señor Jesús las llama vírgenes sabias y les abre la puerta
para entrar en el banquete de bodas. A las otras, con su
preciosa lámpara pero sin capacidad de prender la más
mínima llama, Jesús las llama necias y, al llegar a la
puerta que da acceso al banquete de bodas, las dice «no os
conozco» (Mt 25,1-13).
Fijémonos ahora en el encuentro de Jesús con los dos
discípulos de Emaús. Sabemos que estos pertenecían al grupo
de apóstoles que habían permanecido en Jerusalén a partir
de la experiencia terrible del Calvario. Cómo había de ser
la situación de esta primera y pequeñísima comunidad
después de la muerte-fracaso de Jesús, que dos de ellos, a
los que llamamos los de Emaús, decidieron romper todo
vínculo con ella alejándose de Jerusalén hacia su pequeña
aldea.
En cierto modo, la actitud de estos dos discípulos era
más que normal. Habían abandonado su trabajo, su familia
para seguir a alguien que decía de sí mismo ser Hijo de
Dios, habían depositado en Él todas sus esperanzas. Pero
los hechos desmontaron todo lo que Jesús les había dicho a
lo largo de tres años. Los hechos son que este Jesús, por
muy bueno que fuera, yacía en el sepulcro.
A la luz de estos acontecimientos, podemos suponer
cómo está el corazón de los dos discípulos y pasamos a la
obra que el Señor Jesús hace con ellos. Sabemos que se les
hace el encontradizo, entabla conversación y, al «saber el
motivo de su tristeza y desolación», como quien no quiere
la cosa, les catequiza recordándoles las Escrituras que
ellos, como buenos judíos, sabían de memoria, especialmente
los textos que hablan de la muerte violenta del Mesías,
como por ejemplo: «Fue oprimido y él se humilló y no abrió
la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como
oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él
abrió la boca. Tras arresto y juicio, fue arrebatado... fue
arrancado de la tierra de los vivos» (Is 53,7-9).
Inicia su catequesis con una amonestación: les llama
necios por no haber creído lo que ya los profetas habían
anunciado. En este contexto catequético llegan hasta Emaús,
lugar-meta de los dos discípulos. Jesús lo sabe muy bien
pero hace ademán de seguir adelante. Tiene que verificar si
su Palabra ha prendido o no en ellos. ¡Y vaya que si prendió! Hasta «le forzaron», como dice san Lucas, a ir a su casa.
Sabemos que entró con ellos y, al partir el pan – contexto eucarístico– los discípulos se dieron cuenta de que estaban con el Señor Jesús Resucitado. Es importante señalar la experiencia que se comunicaron el uno al otro:
«¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros
cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,13-32).
Estos dos discípulos fueron primeramente llamados
necios por Jesús; ahora pertenecen a la categoría de las
vírgenes sabias. Su corazón, ardiendo, no era sino la
lámpara encendida. Todos estos, que son los que tienen el
Evangelio en el corazón prendido como una llama, nunca
oirán de Dios las palabras ¡No os conozco!
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