Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar:
2 la boca se nos llenó de risas,
la lengua de canciones.
Hasta entre las naciones se comentaba:
«¡El Señor ha estado grande con ellos!».
3 Sí, el Señor ha estado grande con nosotros,
y, por eso, estamos alegres.
4 Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
5 Los que siembran con lágrimas
siegan entre canciones.
6 Van andando y llorando,
llevando la semilla.
Al volver, vuelven cantando
trayendo sus gavillas.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 126
Alegrémonos en Dios
El salterio nos ofrece este himno triunfal y de acción de
gracias entonado por la gran asamblea de Israel. Lo
situamos en una etapa histórica del pueblo. Sus hijos
inician el fin del destierro en Babilonia que, en distintas
oleadas, van asentándose en su propia tierra. Bajo
Nehemías, gobernador de Judea, deciden, no sin graves
dificultades, reconstruir el templo de Jerusalén, signo de
su pertenencia a Yavé.
Alegría, gozo, risas y cánticos estallan jubilosos en
las bocas de los hijos de Israel, y bendicen a Yavé que ha
levantado el castigo del destierro, manifestándose una vez
más como el Dios de misericordia que se mantiene fiel a su
alianza a pesar de la infidelidad del pueblo: «Cuando el
Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: La boca
se nos llenó de risas, la lengua de canciones».
Esta acción portentosa de Yavé no sólo ha provocado la
alegría incontenible de su pueblo, sino también la
admiración y el reconocimiento de las naciones paganas
hasta el punto de reconocer que Yavé, el Dios de Israel, es
poderoso con sus obras a favor de los suyos: «Hasta entre
las naciones se comentaba: “¡El Señor ha estado grande con
ellos!”. Sí, el Señor ha estado grande con nosotros, y, por
eso, estamos alegres».
Ya los profetas habían anunciado que Yavé se apiadaría
de su pueblo y que actuaría para que volviese a la tierra
de donde fue arrancado. Profetizaban también que, ante tal
acontecimiento, las naciones conocerían al Dios de Israel
como aquel que tiene la fuerza y el poder que no poseen sus
dioses. Dios, por medio de su pueblo y actuando en su
favor, se va a dar a conocer a todos los pueblos.
Reconocerán en él al Dios universal que acompaña, protege y
salva. Escuchemos a Ezequiel: «Se dirá: esta tierra, hasta
ahora devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y las
ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo
fortificadas y habitadas. Y las naciones que quedan a
vuestro alrededor sabrán que yo, Yavé, he reconstruido lo
que estaba demolido y he replantado lo que estaba
devastado. Yo, Yavé, lo digo y lo hago» (Ez 36,35-36).
Cristiano es aquel que ve nacer en su interior un
torrente de gozo y alegría por lo que Dios ha hecho con y
por él. Es alguien que, al igual que Israel, puede decir:
Dios ha sido bueno conmigo porque ha hecho grandes obras en
mí.
A este respecto, presentamos la figura de María de
Nazaret, imagen de la fe de todo discípulo del Señor Jesús.
Las primeras palabras que escucha de parte de Dios son una
invitación al gozo y la alegría. Gozo y alegría que nacen 261
del hecho de que Dios está con ella: «Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28).
María, portadora de un júbilo incontenible que le
viene de Dios, irradia su felicidad de tal forma que Juan
Bautista, estando aún en el seno de su madre Isabel, salta
de gozo ante su presencia y al oír su voz: «¡Bendita tú
entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; ¿de dónde
que la madre de mi Señor venga a mí? Porque apenas llegó a
mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi
seno» (Lc 1,42-44).
El impulso que movió a Juan Bautista a saltar de gozo
en el seno de su madre, es el signo del júbilo y la
esperanza que embargan a todo hombre ante la salvación de
la que es portador Jesucristo, el Hijo de Dios, enviado
para darle la vida en abundancia (Jn 10,10).
Todavía estaba María hablando con su prima Isabel
cuando algo se produjo en su corazón, un impulso
incontenible de júbilo que la movió a entonar un canto de
alabanza a Dios. Embargado su espíritu de la alegría y de
la fiesta, proclamó: «Engrandece mi alma al Señor y mi
espíritu se alegra en Dios mi salvador... porque ha hecho
en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre» (Lc
1,46-49). La alabanza no puede nacer nunca de algo
prefijado en un ritual. Es una fuente, a veces serena,
otras borbotante, que tiene su origen en una experiencia:
Dios ha sido grande contigo, Dios ha hecho maravillas en
ti, Dios ha sobrepasado tus deseos y tus sueños, ¿cómo no
hacer fiesta con él?, ¿cómo no alabarle y bendecidle?
La vida de todo hombre es preciosa a los ojos de Dios.
Su drama y su tragedia estriba en situar su vida en una
especie de estancamiento, sin darse cuenta de que es un ser
valiosísimo para Dios; tan valioso como para ser comprado y
rescatado de la mano del príncipe del mal con la misma
sangre de su Hijo.
Consciente de que el corazón del hombre ha sido creado
para vivir en fiesta con Dios, el apóstol Pablo invita a
sus comunidades al gozo y a la alegría en el Señor Jesús:
«Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad
alegres. Que vuestra mesura sea conocida por todos los
hombres» (Flp 4,4-5). Que vuestra mesura –sensatez,
equilibrio, sencillez– sea conocida por todos los que os
rodean de forma que puedan proclamar: «El Señor ha estado
grande con ellos», como lo proclamaron las naciones paganas
ante la liberación de Israel.
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