viernes, 6 de diciembre de 2024

Salmo 126(125). Canto del regreso (Alegrémonos en Dios)

[Cántico de las subidas.
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar:
2 la boca se nos llenó de risas,
la lengua de canciones.
Hasta entre las naciones se comentaba:
«¡El Señor ha estado grande con ellos!».
3 Sí, el Señor ha estado grande con nosotros,
y, por eso, estamos alegres.
4 Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
5 Los que siembran con lágrimas
siegan entre canciones.
6 Van andando y llorando,
llevando la semilla.
Al volver, vuelven cantando
trayendo sus gavillas.

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 126
Alegrémonos en Dios

El salterio nos ofrece este himno triunfal y de acción de 
gracias entonado por la gran asamblea de Israel. Lo 
situamos en una etapa histórica del pueblo. Sus hijos 
inician el fin del destierro en Babilonia que, en distintas 
oleadas, van asentándose en su propia tierra. Bajo 
Nehemías, gobernador de Judea, deciden, no sin graves 
dificultades, reconstruir el templo de Jerusalén, signo de 
su pertenencia a Yavé.
Alegría, gozo, risas y cánticos estallan jubilosos en 
las bocas de los hijos de Israel, y bendicen a Yavé que ha 
levantado el castigo del destierro, manifestándose una vez 
más como el Dios de misericordia que se mantiene fiel a su 
alianza a pesar de la infidelidad del pueblo: «Cuando el 
Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: La boca 
se nos llenó de risas, la lengua de canciones».
Esta acción portentosa de Yavé no sólo ha provocado la 
alegría incontenible de su pueblo, sino también la 
admiración y el reconocimiento de las naciones paganas 
hasta el punto de reconocer que Yavé, el Dios de Israel, es 
poderoso con sus obras a favor de los suyos: «Hasta entre 
las naciones se comentaba: “¡El Señor ha estado grande con 
ellos!”. Sí, el Señor ha estado grande con nosotros, y, por 
eso, estamos alegres».
Ya los profetas habían anunciado que Yavé se apiadaría 
de su pueblo y que actuaría para que volviese a la tierra 
de donde fue arrancado. Profetizaban también que, ante tal 
acontecimiento, las naciones conocerían al Dios de Israel 
como aquel que tiene la fuerza y el poder que no poseen sus 
dioses. Dios, por medio de su pueblo y actuando en su 
favor, se va a dar a conocer a todos los pueblos. 
Reconocerán en él al Dios universal que acompaña, protege y 
salva. Escuchemos a Ezequiel: «Se dirá: esta tierra, hasta 
ahora devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y las 
ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo 
fortificadas y habitadas. Y las naciones que quedan a 
vuestro alrededor sabrán que yo, Yavé, he reconstruido lo 
que estaba demolido y he replantado lo que estaba 
devastado. Yo, Yavé, lo digo y lo hago» (Ez 36,35-36).
Cristiano es aquel que ve nacer en su interior un 
torrente de gozo y alegría por lo que Dios ha hecho con y 
por él. Es alguien que, al igual que Israel, puede decir: 
Dios ha sido bueno conmigo porque ha hecho grandes obras en 
mí.
A este respecto, presentamos la figura de María de 
Nazaret, imagen de la fe de todo discípulo del Señor Jesús. 
Las primeras palabras que escucha de parte de Dios son una 
invitación al gozo y la alegría. Gozo y alegría que nacen 261

del hecho de que Dios está con ella: «Alégrate, llena de 
gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28).
María, portadora de un júbilo incontenible que le 
viene de Dios, irradia su felicidad de tal forma que Juan 
Bautista, estando aún en el seno de su madre Isabel, salta 
de gozo ante su presencia y al oír su voz: «¡Bendita tú 
entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; ¿de dónde 
que la madre de mi Señor venga a mí? Porque apenas llegó a 
mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi 
seno» (Lc 1,42-44).
El impulso que movió a Juan Bautista a saltar de gozo 
en el seno de su madre, es el signo del júbilo y la 
esperanza que embargan a todo hombre ante la salvación de 
la que es portador Jesucristo, el Hijo de Dios, enviado 
para darle la vida en abundancia (Jn 10,10).
Todavía estaba María hablando con su prima Isabel 
cuando algo se produjo en su corazón, un impulso 
incontenible de júbilo que la movió a entonar un canto de 
alabanza a Dios. Embargado su espíritu de la alegría y de 
la fiesta, proclamó: «Engrandece mi alma al Señor y mi 
espíritu se alegra en Dios mi salvador... porque ha hecho 
en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre» (Lc 
1,46-49). La alabanza no puede nacer nunca de algo 
prefijado en un ritual. Es una fuente, a veces serena, 
otras borbotante, que tiene su origen en una experiencia: 
Dios ha sido grande contigo, Dios ha hecho maravillas en 
ti, Dios ha sobrepasado tus deseos y tus sueños, ¿cómo no 
hacer fiesta con él?, ¿cómo no alabarle y bendecidle?
La vida de todo hombre es preciosa a los ojos de Dios. 
Su drama y su tragedia estriba en situar su vida en una 
especie de estancamiento, sin darse cuenta de que es un ser 
valiosísimo para Dios; tan valioso como para ser comprado y 
rescatado de la mano del príncipe del mal con la misma 
sangre de su Hijo.
Consciente de que el corazón del hombre ha sido creado 
para vivir en fiesta con Dios, el apóstol Pablo invita a 
sus comunidades al gozo y a la alegría en el Señor Jesús: 
«Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad 
alegres. Que vuestra mesura sea conocida por todos los 
hombres» (Flp 4,4-5). Que vuestra mesura –sensatez, 
equilibrio, sencillez– sea conocida por todos los que os 
rodean de forma que puedan proclamar: «El Señor ha estado 
grande con ellos», como lo proclamaron las naciones paganas 
ante la liberación de Israel.


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