Los que confían en el Señor
son como el monte Sión:
nunca tiembla,
está firme para siempre.
2 Jerusalén está rodeada de montañas,
y el Señor rodea a su pueblo,
desde ahora y por siempre.
3 El cetro del malvado no pesará
sobre el lote de los justos
para que la mano de los justos
no se extienda hacia el crimen.
4 Señor, haz el bien a los buenos,
a los rectos de corazón.
5 y a los que se desvían por senderos tortuosos,
que el Señor los rechace con los malhechores.
jPaz a Israel!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 125
Los que confían en Dios
Es este un canto de alabanza a todos aquellos que han
puesto su confianza en Yavé, han puesto en sus manos su
seguridad, su destino y, en definitiva, toda su vida. El
salmista compara los fundamentos inconmovibles de estos
hombres, a los cimientos de la ciudad de Jerusalén, centro y
asiento de la gloria y santidad de Yavé. Nos dice el autor
que Yavé rodea con amor a Jerusalén evocando la imagen de
la madre que envuelve con sus brazos a su hijo: «Los que
confían en el Señor son como el monte Sión: nunca tiembla,
está firme para siempre. Jerusalén está rodeada de
montañas, y el Señor rodea a su pueblo, desde ahora y por
siempre».
El salmo 22, que señala proféticamente, casi punto por
punto, la pasión y muerte del Mesías, pone en la boca del
pueblo una terrible imprecación contra él. Le acusa de ser
un iluminado, un loco, por haber confiado en Yavé, y le
gritan burlonamente que éste no va a hacer nada por librarle: «Acudió al Señor... ¡Pues que el Señor lo libre!
¡Que lo libre si de verdad lo quiere!» (Sal 22,9).
Efectivamente, esta fue la mofa que todo el pueblo dirigió al Hijo de Dios clavado en la cruz (Mt 27,43). Sin
embargo, Yavé no defraudó la confianza que Jesucristo
depositó en él; lo amó, lo sostuvo y lo libró de la muerte haciendo saltar por los aires las piedras del sepulcro que le tenían retenido.
El discípulo del Señor Jesús es aquel que sabe que Dios es fiable, lo suficientemente fiable como para poner su vida en sus manos.
Para no caer en mentira y engaño, el único punto de referencia que tenemos para saber si Dios
nos es o no fiable, es que su Evangelio sea para nosotros
digno de confianza. Cuando este se recorta para hacerlo asequible a nuestras capacidades o generosidad, lo hacemos
porque en realidad no nos es fiable. Tan poco fiable que
hemos de adaptarlo a nuestra capacidad y generosidad, es
decir, a nuestra forma de ser, lo cual no está ni bien ni mal, simplemente que para esto no hace falta Dios; tomamos una postura en la que no le dejamos actuar con su fuerza y
poder, lo que Él quiere hacer con y por nosotros.
Dirijamos nuestros pasos al apóstol Pablo, el discípulo del Señor Jesús que, en un cierto momento de su
vida, pudo decir: «Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe»
(2Tim 1,12). Pablo no hace alarde de su generosidad sino
que nos transmite su experiencia: sé muy bien en quién tengo puesta mi fe, mi confianza. Conozco muy bien a mi Maestro, el Señor Jesús, lo suficientemente bien como para
poner mi vida en sus manos.
A la luz de la experiencia de Pablo, entendemos que este no hace hincapié en que ofrece su vida, sino que la pone en manos de Jesucristo, y lo puede hacer porque cree en Él y le conoce en profundidad. Sabe que no va a
defraudarle y que llevará a su plenitud las ansias de vivir que tiene.
Entramos en esta experiencia del apóstol Pablo a la luz de las siguientes palabras de Jesús que nos han sido comunicadas por Marcos: «Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,35).
Quien pierda su vida por mí...; pues bien, Pablo la perdió porque prefirió el conocimiento de Jesús a todo lo
que hasta entonces había edificado y construido acerca de su vida. Nos lo comenta en el capítulo 3 de la Carta a los filipenses. Nos cuenta autobiográficamente a qué altura
había llegado en su crecimiento personal y vital:
«Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable» (Flp 3,5-7).
Sin embargo, todo lo que la vida le había dado más lo que él había adquirido con sus capacidades y que, sin duda, era envidiable para muchísimos coetáneos suyos, lo
considera una pérdida comparado con el conocimiento que tiene de Jesucristo y que le lleva a una comunión con Él.
No se siente un héroe, no está ofreciendo nada, simplemente
está escogiendo entre dos vidas: la que él se hace a sí mismo y la que Dios, por medio de su Hijo, le ofrece. Pablo escoge el conocimiento de Jesús, su único bien que desbanca, y con mucho, los demás bienes a los que podía
aspirar. Continuamos la cita anterior: «Pero lo que era
para mí una ganancia, lo he juzgado una pérdida –el que pierda su vida por mí...– ante la sublimidad del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas» (Mt 3,7-8).
Pablo es uno más de los innumerables hombres y mujeres
que, en su relación con Dios, se apropiaron de la sabiduría que de Él mismo nace. Escogió a Jesucristo por sabio, no por sacrificado o héroe. Tuvo que elegir entre su vida y la vida que le ofrecía el Resucitado. Escogió la vida. Es
santo porque fue sabio. Confió en Jesucristo y no fue
defraudado. Este es un sello inconfundible e irrenunciable
de nuestro ser discípulos.
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