1 ¡Aleluya!
¡Dichoso el hombre que teme al Señor
y se complace en sus mandamientos!
2 Su descendencia será poderosa en la tierra,
bendita será la descendencia de los rectos.
3 En su casa hay riqueza y abundancia.
Su justicia permanece para siempre.
4 En las tinieblas brilla como una luz para los rectos,
él es justo, clemente y compasivo.
5 Dichoso el hombre que se apiada y presta,
y administra sus negocios con rectitud.
6 Él nunca vacilará,
el recuerdo del justo es para siempre.
7 Nunca teme las malas noticias:
su corazón está firme en el Señor.
8 Su corazón está seguro y no le teme a nada,
hasta ver derrotados a sus opresores.
9 Él da limosna a los pobres.
Su justicia permanece para siempre,
y alza la frente con dignidad.
10 El malvado lo ve y se enfurece,
rechina los dientes y se consume.
La ambición de los malvados fracasará.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 112
El justo y la luz
Un fiel israelita entabla un diálogo íntimo con Yavé, y de
la riqueza de su corazón brota un poema lírico en el que
van apareciendo distintos y variados elogios de lo que él
considera el hombre justo. Según él, el hombre justo es
alguien a quien Dios bendice incluso en su descendencia:
«Su descendencia será poderosa en la tierra, bendita será
la descendencia de los rectos». Tiene tan firmemente
anclado su corazón en Dios, que no se dejará abatir por el
miedo cuando éste se presente acompañado de las malas
noticias que, de una forma o de otra, le alcanza al igual
que a los demás mortales: «Nunca teme las malas noticias:
su corazón está firme en el Señor». Su justicia va
acompañada de la compasión y de la misericordia, por lo que
no escatima medidas a la hora de ayudar con sus bienes a
los más desfavorecidos: «Él da limosna a los pobres. Su
justicia permanece para siempre, y alza la frente con
dignidad».
Podríamos seguir describiendo otros elogios que el
salmista hace del hombre justo. Vamos, sin embargo, a
detenernos en uno especial que nos parece el centro
neurálgico de su poema: «En las tinieblas brilla como una
luz para los rectos, él es justo, clemente y compasivo».
Es evidente que todo el salmo es una descripción del
Mesías y, por supuesto, le identificamos en todos los
rasgos ya mencionados. Pero queremos insistir en este
último que acabamos de exponer: El justo es luz en las
tinieblas.
No hay duda de que nos encontramos ante un signo
mesiánico muy acusado. Jesucristo proclama: «Yo soy la Luz
del mundo». Si seguimos sumergiéndonos en el Evangelio,
nuestros ojos se fijan en la oración de Zacarías, en la
alabanza que salió de su boca ante el nacimiento de su hijo
san Juan Bautista. En su oración bendicional proclama ante
todos los que se habían reunido a su alrededor, que el Hijo
de Dios vendrá al mundo «para iluminar a los que habitan en
tinieblas y en sombras de muerte y para guiar nuestros
pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79).
Jesucristo es la luz de Dios que abre nuestros ojos
para que adquiramos una nueva capacidad de verle, conocerle j
y poseerle.
Al abrir los ojos de los hombres, Jesucristo
manifiesta que su luz es la expresión de la ternura y
misericordia de Dios Padre anunciada por el salmo. Ternura
y misericordia que están encerradas, como un tesoro en su
cofre, a lo largo de todo el Evangelio proclamado por su
Hijo.231
Jesucristo ha sido enviado por el Padre para abrir
nuestro espíritu hasta el punto de hacerlo apto para
contemplar el rostro de Dios. Como signo de su misión
tierna y misericordiosa con los hombres, le vemos iluminar
los ojos de los ciegos que se cruzan en su camino. Con
estos signos el Señor Jesús manifiesta su disposición de
abrir los ojos de nuestra alma a fin de poder entrar en
comunión con el Dios inabarcable e invisible; el mismo Dios
ante quien el pueblo de Israel experimentaba tanto temor y
recelo como, por ejemplo, sabemos que aconteció en su
manifestación del monte Sinaí.
El apóstol Pablo, citando al profeta Isaías, afirma
que cuando predica el misterio de Dios, anuncia lo que
jamás el ojo vio ni el oído pudo oír, más aún lo que nunca
ha podido llegar al corazón del hombre (1Cor 2,9). Continúa
el apóstol y proclama con fuerza que, si bien Dios es
invisible e inalcanzable a los sentidos humanos, sí es
posible conocerle gracias al Espíritu Santo que se nos ha
dado y que sondea hasta sus mismas profundidades: «Porque a
nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el
Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios»
(1Cor 2,10).
Entendamos bien el inapreciable don de Dios. El
abrirnos sus profundidades no es algo elitista, no tiene
que ver nada con misticismos. Hay una llave que abre su
misterio y sus insondables abismos, es el santo Evangelio.
En él se revela Dios a los que le buscan, a los que lo aman
y a los que le saben escoger como lo más importante de su
vida.
El sabio es el hombre que «tiene» tiempo para entrar
en el misterio de Dios. El que, en la jerarquía de sus
cosas importantes, ocupa un lugar preferencial el bucear
apasionadamente una y otra vez en los manantiales del
Evangelio. Como si fuese un riquísimo mar de coral, cada
día se sumerge en sus aguas vivas hasta que sus manos
acarician la perla preciosa allí escondida.
Esto es lo que define a un discípulo del Señor Jesús.
La luz de Dios que posee, le permite ser esperanza para
todos aquellos que padecen las tinieblas, y le rocía con su
bondad, su compasión y su misericordia. «Porque en otro
tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor.
Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz
consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5,8-9).232
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