sábado, 2 de noviembre de 2024

Salmo 112(111). Elogio del justo (El justo y la luz)





1 ¡Aleluya!
¡Dichoso el hombre que teme al Señor
y se complace en sus mandamientos!
2 Su descendencia será poderosa en la tierra,
bendita será la descendencia de los rectos.
3 En su casa hay riqueza y abundancia.
Su justicia permanece para siempre.
4 En las tinieblas brilla como una luz para los rectos,
él es justo, clemente y compasivo.
5 Dichoso el hombre que se apiada y presta,
y administra sus negocios con rectitud.
6 Él nunca vacilará,
el recuerdo del justo es para siempre.
7 Nunca teme las malas noticias:
su corazón está firme en el Señor.
8 Su corazón está seguro y no le teme a nada,
hasta ver derrotados a sus opresores.
9 Él da limosna a los pobres.
Su justicia permanece para siempre,
y alza la frente con dignidad.
10 El malvado lo ve y se enfurece,
rechina los dientes y se consume.
La ambición de los malvados fracasará. 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 112
El justo y la luz

Un fiel israelita entabla un diálogo íntimo con Yavé, y de 
la riqueza de su corazón brota un poema lírico en el que 
van apareciendo distintos y variados elogios de lo que él 
considera el hombre justo. Según él, el hombre justo es 
alguien a quien Dios bendice incluso en su descendencia: 
«Su descendencia será poderosa en la tierra, bendita será 
la descendencia de los rectos». Tiene tan firmemente 
anclado su corazón en Dios, que no se dejará abatir por el 
miedo cuando éste se presente acompañado de las malas 
noticias que, de una forma o de otra, le alcanza al igual 
que a los demás mortales: «Nunca teme las malas noticias:
su corazón está firme en el Señor». Su justicia va 
acompañada de la compasión y de la misericordia, por lo que 
no escatima medidas a la hora de ayudar con sus bienes a 
los más desfavorecidos: «Él da limosna a los pobres. Su 
justicia permanece para siempre, y alza la frente con 
dignidad».
Podríamos seguir describiendo otros elogios que el 
salmista hace del hombre justo. Vamos, sin embargo, a 
detenernos en uno especial que nos parece el centro 
neurálgico de su poema: «En las tinieblas brilla como una 
luz para los rectos, él es justo, clemente y compasivo».
Es evidente que todo el salmo es una descripción del 
Mesías y, por supuesto, le identificamos en todos los 
rasgos ya mencionados. Pero queremos insistir en este 
último que acabamos de exponer: El justo es luz en las 
tinieblas.
No hay duda de que nos encontramos ante un signo 
mesiánico muy acusado. Jesucristo proclama: «Yo soy la Luz 
del mundo». Si seguimos sumergiéndonos en el Evangelio,
nuestros ojos se fijan en la oración de Zacarías, en la 
alabanza que salió de su boca ante el nacimiento de su hijo 
san Juan Bautista. En su oración bendicional proclama ante
todos los que se habían reunido a su alrededor, que el Hijo 
de Dios vendrá al mundo «para iluminar a los que habitan en 
tinieblas y en sombras de muerte y para guiar nuestros 
pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79).
Jesucristo es la luz de Dios que abre nuestros ojos 
para que adquiramos una nueva capacidad de verle, conocerle j
y poseerle.
Al abrir los ojos de los hombres, Jesucristo 
manifiesta que su luz es la expresión de la ternura y 
misericordia de Dios Padre anunciada por el salmo. Ternura 
y misericordia que están encerradas, como un tesoro en su 
cofre, a lo largo de todo el Evangelio proclamado por su 
Hijo.231

Jesucristo ha sido enviado por el Padre para abrir 
nuestro espíritu hasta el punto de hacerlo apto para 
contemplar el rostro de Dios. Como signo de su misión 
tierna y misericordiosa con los hombres, le vemos iluminar 
los ojos de los ciegos que se cruzan en su camino. Con 
estos signos el Señor Jesús manifiesta su disposición de 
abrir los ojos de nuestra alma a fin de poder entrar en 
comunión con el Dios inabarcable e invisible; el mismo Dios 
ante quien el pueblo de Israel experimentaba tanto temor y 
recelo como, por ejemplo, sabemos que aconteció en su 
manifestación del monte Sinaí.
El apóstol Pablo, citando al profeta Isaías, afirma 
que cuando predica el misterio de Dios, anuncia lo que 
jamás el ojo vio ni el oído pudo oír, más aún lo que nunca 
ha podido llegar al corazón del hombre (1Cor 2,9). Continúa 
el apóstol y proclama con fuerza que, si bien Dios es 
invisible e inalcanzable a los sentidos humanos, sí es 
posible conocerle gracias al Espíritu Santo que se nos ha 
dado y que sondea hasta sus mismas profundidades: «Porque a 
nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el 
Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios»
(1Cor 2,10).
Entendamos bien el inapreciable don de Dios. El 
abrirnos sus profundidades no es algo elitista, no tiene 
que ver nada con misticismos. Hay una llave que abre su 
misterio y sus insondables abismos, es el santo Evangelio. 
En él se revela Dios a los que le buscan, a los que lo aman 
y a los que le saben escoger como lo más importante de su 
vida.
El sabio es el hombre que «tiene» tiempo para entrar 
en el misterio de Dios. El que, en la jerarquía de sus 
cosas importantes, ocupa un lugar preferencial el bucear 
apasionadamente una y otra vez en los manantiales del 
Evangelio. Como si fuese un riquísimo mar de coral, cada 
día se sumerge en sus aguas vivas hasta que sus manos 
acarician la perla preciosa allí escondida.
Esto es lo que define a un discípulo del Señor Jesús. 
La luz de Dios que posee, le permite ser esperanza para 
todos aquellos que padecen las tinieblas, y le rocía con su 
bondad, su compasión y su misericordia. «Porque en otro 
tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. 
Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz 
consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5,8-9).232





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