sábado, 2 de noviembre de 2024

Salmo 133(132). La unión fraterna (Forjadores de fraternidad)



1 Cántico de las subidas. De David.
Ved qué bueno es, qué agradable,
que vivan los hermanos unidos.
2 Es como un fino ungüento sobre la cabeza,
que baja por la barba,
por la barba de Aarón; que baja
por el cuello de sus vestiduras.
3 Es como el rocío del Hermón, que baja
sobre los montes de Sión.
Porque allí manda el Señor la bendición
y la vida para siempre

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 133
Forjadores de fraternidad
El salterio nos ofrece este himno litúrgico que canta la 
hermandad del pueblo elegido. Hermandad que brota como don 
de Dios por el hecho de profesar la misma fe, cuyo 
fundamento está basado en un acontecimiento salvífico: son 
testigos de las maravillas que Dios ha realizado en su 
favor.
El autor extiende la unción que Dios ha prodigado 
sobre los sacerdotes de Israel, cuyo prototipo es Aarón, a 
todo el pueblo fiel. Resalta así que Israel, todo él, es el 
ungido de Yavé. Tal unción lleva consigo la cercanía, 
protección e intimidad con Dios: «Ved qué bueno, qué 
agradable, que vivan los hermanos uidos. Es como un fino 
ungüento sobre la cabeza, que baja por la barba, por la 
barba de Aarón... por el cuello de sus vestiduras». Es 
precisamente la vivencia de su proximidad con Dios la que 
forja la hermandad de los que suben al Templo para rendirle 
su culto de adoración.
El himno, como todos los salmos, sobrepasa lo que 
podríamos llamar la experiencia salvífica del pueblo 
elegido, abriendo las puertas que nos adentran en los 
tiempos mesiánicos, en los que la fraternidad que nace del 
conocimiento y adhesión al Salvador, abarca a los hombres 
de todos los pueblos.
Así lo anuncia Jesucristo. Él es el pastor prometido 
por Yavé a su pueblo, repetidamente anunciado por los 
profetas. Jesús se presenta como el Pastor que Israel 
esperaba y, al mismo tiempo, amplía los horizontes fijados 
por unas fronteras concretas, extendiendo su pastoreo hasta 
los confines de la tierra. Da a conocer que ha sido enviado 
por el Padre para hermanar a todos los buscadores de Dios, 
sea cual fuere su raza o procedencia. Reparemos en el 
comentario que nos transmite san Juan ante las palabras del 
Sumo Sacerdote Caifás cuando, en su corazón, ya estaba 
decidida la muerte de Jesús: «Conviene que muera uno solo 
por el pueblo y no perezca toda la nación... Profetizó que 
Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, 
sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que 
estaban dispersos» (Jn 11,50-52).
El apóstol Pablo ilustra magistralmente la promesa de 
Jesús de pastorear bajo un solo rebaño a todo hombre, ya 
sea judío o gentil. En su Carta a los efesios recalca que 
el misterio de Dios y su salvación, con que Israel fue 
bendecido por elección, se ha convertido, a partir de 
Jesucristo, en don también para los gentiles: «Misterio que 
en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los 
hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles 
y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la 
misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (Ef 
3,5-6).
El amor fraterno aparece en la Escritura como fruto de 
la paz del corazón. Es la paz sembrada por Dios que arranca 
de raíz toda ambición. Es justamente la ambición de poder 
con todas sus vertientes la que provoca toda disensión, 
enemistad, injusticia, llegando hasta las más abominables 
contiendas y guerras.
Ante esta triste y desoladora constatación del mundo, 
Pablo grita con énfasis: ¡Jesucristo es nuestra paz! Él es 
la paz en lo más profundo de nuestro ser. Jesucristo, 
nuestra paz, es don de Dios para los que están cerca –el 
pueblo elegido–, y también para los que están lejos –los 
gentiles–, es decir, todos los demás pueblos: «Mas ahora, 
en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais 
lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de 
Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos 
hizo uno, derribando el muro que los separaba, la 
enemistad...» (Ef 3,13-14).
En el mismo texto, el apóstol puntualiza que 
Jesucristo es el autor de la paz universal, paz que alcanza 
a los cercanos y a los lejanos: «Vino a anunciar la paz: 
paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban 
cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al 
Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,17-18).
A la luz de estos textos, entendemos que Pablo ve en 
Jesucristo el cumplimiento de la paz anunciada por Dios a 
los profetas, y cuyo portador habría de ser el Mesías: 
«¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de 
Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y 
victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, 
cría de asna. Él suprimirá el poder de Efraín y los 
caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y 
él proclamará la paz a las naciones» (Zac 9,9-10).
El Señor Jesús es la paz del mundo. Sus discípulos, 
desprovistos de toda ambición, son enviados por Él para 
tejer lazos de fraternidad entre todos los hombres, sean o 
no creyentes. Hay una realidad al alcance de todo hombre y 
que golpea favorablemente su corazón, por muy alejado que 
parezca estar de Dios. Me refiero a la presencia en medio 
del mundo de hombres y mujeres sin el menor atisbo de 
ambición ni pretensión: son los testigos del Resucitado. 
Estos no necesitan ningún tipo de influencia o poder; se 
consideran suficientemente colmados por el hecho de ser 
testigos y discípulos del Señor que venció a la muerte. No 
defienden nada, simplemente son testigos de que existe la 
vida eterna. Al no pretender nada, se hacen creíbles: 
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre 
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea 
y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (He 1,8).





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