1 Cántico de las subidas. De David.
Ved qué bueno es, qué agradable,
que vivan los hermanos unidos.
2 Es como un fino ungüento sobre la cabeza,
que baja por la barba,
por la barba de Aarón; que baja
por el cuello de sus vestiduras.
3 Es como el rocío del Hermón, que baja
sobre los montes de Sión.
Porque allí manda el Señor la bendición
y la vida para siempre
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 133
Forjadores de fraternidad
El salterio nos ofrece este himno litúrgico que canta la
hermandad del pueblo elegido. Hermandad que brota como don
de Dios por el hecho de profesar la misma fe, cuyo
fundamento está basado en un acontecimiento salvífico: son
testigos de las maravillas que Dios ha realizado en su
favor.
El autor extiende la unción que Dios ha prodigado
sobre los sacerdotes de Israel, cuyo prototipo es Aarón, a
todo el pueblo fiel. Resalta así que Israel, todo él, es el
ungido de Yavé. Tal unción lleva consigo la cercanía,
protección e intimidad con Dios: «Ved qué bueno, qué
agradable, que vivan los hermanos uidos. Es como un fino
ungüento sobre la cabeza, que baja por la barba, por la
barba de Aarón... por el cuello de sus vestiduras». Es
precisamente la vivencia de su proximidad con Dios la que
forja la hermandad de los que suben al Templo para rendirle
su culto de adoración.
El himno, como todos los salmos, sobrepasa lo que
podríamos llamar la experiencia salvífica del pueblo
elegido, abriendo las puertas que nos adentran en los
tiempos mesiánicos, en los que la fraternidad que nace del
conocimiento y adhesión al Salvador, abarca a los hombres
de todos los pueblos.
Así lo anuncia Jesucristo. Él es el pastor prometido
por Yavé a su pueblo, repetidamente anunciado por los
profetas. Jesús se presenta como el Pastor que Israel
esperaba y, al mismo tiempo, amplía los horizontes fijados
por unas fronteras concretas, extendiendo su pastoreo hasta
los confines de la tierra. Da a conocer que ha sido enviado
por el Padre para hermanar a todos los buscadores de Dios,
sea cual fuere su raza o procedencia. Reparemos en el
comentario que nos transmite san Juan ante las palabras del
Sumo Sacerdote Caifás cuando, en su corazón, ya estaba
decidida la muerte de Jesús: «Conviene que muera uno solo
por el pueblo y no perezca toda la nación... Profetizó que
Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación,
sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos» (Jn 11,50-52).
El apóstol Pablo ilustra magistralmente la promesa de
Jesús de pastorear bajo un solo rebaño a todo hombre, ya
sea judío o gentil. En su Carta a los efesios recalca que
el misterio de Dios y su salvación, con que Israel fue
bendecido por elección, se ha convertido, a partir de
Jesucristo, en don también para los gentiles: «Misterio que
en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los
hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles
y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la
misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (Ef
3,5-6).
El amor fraterno aparece en la Escritura como fruto de
la paz del corazón. Es la paz sembrada por Dios que arranca
de raíz toda ambición. Es justamente la ambición de poder
con todas sus vertientes la que provoca toda disensión,
enemistad, injusticia, llegando hasta las más abominables
contiendas y guerras.
Ante esta triste y desoladora constatación del mundo,
Pablo grita con énfasis: ¡Jesucristo es nuestra paz! Él es
la paz en lo más profundo de nuestro ser. Jesucristo,
nuestra paz, es don de Dios para los que están cerca –el
pueblo elegido–, y también para los que están lejos –los
gentiles–, es decir, todos los demás pueblos: «Mas ahora,
en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais
lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de
Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos
hizo uno, derribando el muro que los separaba, la
enemistad...» (Ef 3,13-14).
En el mismo texto, el apóstol puntualiza que
Jesucristo es el autor de la paz universal, paz que alcanza
a los cercanos y a los lejanos: «Vino a anunciar la paz:
paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban
cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al
Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,17-18).
A la luz de estos textos, entendemos que Pablo ve en
Jesucristo el cumplimiento de la paz anunciada por Dios a
los profetas, y cuyo portador habría de ser el Mesías:
«¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de
Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y
victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino,
cría de asna. Él suprimirá el poder de Efraín y los
caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y
él proclamará la paz a las naciones» (Zac 9,9-10).
El Señor Jesús es la paz del mundo. Sus discípulos,
desprovistos de toda ambición, son enviados por Él para
tejer lazos de fraternidad entre todos los hombres, sean o
no creyentes. Hay una realidad al alcance de todo hombre y
que golpea favorablemente su corazón, por muy alejado que
parezca estar de Dios. Me refiero a la presencia en medio
del mundo de hombres y mujeres sin el menor atisbo de
ambición ni pretensión: son los testigos del Resucitado.
Estos no necesitan ningún tipo de influencia o poder; se
consideran suficientemente colmados por el hecho de ser
testigos y discípulos del Señor que venció a la muerte. No
defienden nada, simplemente son testigos de que existe la
vida eterna. Al no pretender nada, se hacen creíbles:
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea
y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (He 1,8).
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