2 ¡Pues firme es su amor por nosotros,
y la fidelidad del Señor dura por siempre!
¡Aleluya!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 117
Su amor permanece
El presidente de la asamblea litúrgica invita a todos los
fieles a entonar festivamente una alabanza a Yavé. Es una
acción de gracias universal. La asamblea se siente llamada
a proclamar un himno de gratitud a Yavé en representación
de todas las naciones de la tierra: «¡Alaben al Señor todas
las naciones, que lo glorifiquen todos los pueblos!».
Conforme Israel va conociendo a Yavé, y a medida que
este va sembrando en él una sabiduría más profunda, el
pueblo amplía progresivamente la acción salvadora de su
Dios y la extiende a todas las naciones de la tierra.
Uno de los primeros pasos de esta evolución
espiritual, se da cuando Israel tiene conciencia de que
Dios actúa en su favor para que todas las naciones sean
testigos del poder y misericordia de Dios. Como ejemplo,
podemos entresacar algunos versículos del himno de acción
de gracias que Dios suscitó al rey David con motivo de la
fiesta celebrada en Jerusalén, en la entronización del arca
de la Alianza: «¡Dad gracias al Señor, aclamad su nombre,
divulgad entre los pueblos sus hazañas! ¡Cantadle,
salmodiad para él, recitad todas sus maravillas...! Cantad
a Yavé toda la tierra, anunciad su salvación día tras día.
Contad su gloria a las naciones, a todos los pueblos sus
maravillas» (1Crón 16,8-24).
A este primer paso de divulgar por todos los confines
de la tierra las maravillas y majestad de Yavé, se suceden
otros que cobran gradualmente mayor intensidad. En ellos
vemos que Israel va adquiriendo una clara conciencia de que
Yavé es el Dios que convoca para llamar a salvación a todas
las naciones.
Los testimonios de los profetas son abundantes a este
respecto. Son testimonios marcados por la perspectiva de lo
que llamamos la salvación mesiánica. El Mesías es anunciado
como aquel que habrá de reunir a los hombres de todos los
pueblos ante el rostro salvador de Dios: «Así dice Yavé
Sebaot: todavía habrá pueblos que vengan, y habitantes de
grandes ciudades. Y los habitantes de una ciudad irán a la
otra diciendo: Ea, vamos a ablandar el rostro de Yavé y a
buscar a Yavé Sebaot: ¡Yo también voy! Y vendrán pueblos
numerosos y naciones poderosas a buscar a Yavé Sebaot en
Jerusalén, y a ablandar el rostro de Yavé» (Zac 8,2-22).
Las profecías mesiánicas llegan a su cumplimiento en
Jesucristo, el Hijo de Dios. Él culmina la misión de
Israel. La luz brota de las entrañas del pueblo elegido
para extenderse a todos los confines de la tierra; no es
luz para condenar sino para salvar, es la luz que pone al
hombre en comunión con Dios. Por eso el Mesías proclama
ante Israel: ¡Yo soy la luz del mundo!
Jesucristo hace esta afirmación inmediatamente después
de haber liberado de la lapidación a una mujer acusada de
adulterio. Profundizando en este acontecimiento, nos damos
cuenta de que, al mismo tiempo en que rescata de la muerte
a la mujer condenada, ilumina el corazón de los que
pretendían apedrearla, diciéndoles: «El que esté sin pecado
que tire la primera piedra». Sabemos que estos hombres
dejaron caer hacia el suelo las piedras que empuñaban con
sus manos y se fueron alejando uno tras otro. Una vez que,
tanto la adúltera como sus censores, han sido iluminados
por el Hijo de Dios, proclama que Él es la luz del mundo
(Jn 8,1-12).
En este acontecimiento, Dios manifiesta que, frente a
la fuerza del pecado del hombre, triunfa la fuerza de su
misericordia. Jesucristo, al iluminar los corazones de
todos los implicados, da cumplimiento a la segunda parte
del salmo que estamos desgranando: «Pues firme es su amor
por nosotros, la fidelidad del Señor dura por siempre».
En Jesucristo, en su forma de actuar, Dios manifiesta
visiblemente lo que el Espíritu Santo había puesto en boca
del salmista: que su amor, su misericordia, su perdón... no
tienen límites; son formas de amar propias de Dios, por eso
permanecen para siempre; son su carta vencedora ante el
fracaso de nuestra debilidad.
El apóstol san Pablo, testigo privilegiado en su
propia persona de este amor tan incomprensible para
nuestros parámetros, no sale de su asombro al constatar que
Dios ama al hombre en Jesucristo siendo como es pecador.
Como a todos, le parece normal que alguien, heroicamente,
dé su vida por un hombre leal, por alguien que hace el
bien, pero no por un malhechor, ¡Dios sí! «En verdad,
apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de
bien tal vez se atrevería uno a morir, mas la prueba de que
Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía
pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,7-8).
El mismo apóstol no deja de ensalzar, a lo largo de
sus catequesis, la riqueza del amor de Dios. Es consciente
de que si Dios ha sido rico en misericordia con él, lo será
también con todos. Es una misericordia que rompe la lejanía
hasta el punto de que estamos llamados a reinar en los
cielos con el mismo Cristo Jesús: «Pero Dios, rico en
misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando
muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó
juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados– y
con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en
Cristo Jesús...» (Ef 2,4-6).
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