viernes, 15 de noviembre de 2024

Salmo 117(116). Invitación a la Alabanza (Su amor permanece)

V

 1 Alaben al Señor todas las n
2 ¡Pues firme es su amor por nosotros,
y la fidelidad del Señor dura por siempre!
¡Aleluya! 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 117
Su amor permanece

El presidente de la asamblea litúrgica invita a todos los 
fieles a entonar festivamente una alabanza a Yavé. Es una 
acción de gracias universal. La asamblea se siente llamada 
a proclamar un himno de gratitud a Yavé en representación 
de todas las naciones de la tierra: «¡Alaben al Señor todas 
las naciones, que lo glorifiquen todos los pueblos!».
Conforme Israel va conociendo a Yavé, y a medida que 
este va sembrando en él una sabiduría más profunda, el 
pueblo amplía progresivamente la acción salvadora de su 
Dios y la extiende a todas las naciones de la tierra.
Uno de los primeros pasos de esta evolución 
espiritual, se da cuando Israel tiene conciencia de que 
Dios actúa en su favor para que todas las naciones sean 
testigos del poder y misericordia de Dios. Como ejemplo, 
podemos entresacar algunos versículos del himno de acción 
de gracias que Dios suscitó al rey David con motivo de la 
fiesta celebrada en Jerusalén, en la entronización del arca 
de la Alianza: «¡Dad gracias al Señor, aclamad su nombre, 
divulgad entre los pueblos sus hazañas! ¡Cantadle, 
salmodiad para él, recitad todas sus maravillas...! Cantad 
a Yavé toda la tierra, anunciad su salvación día tras día. 
Contad su gloria a las naciones, a todos los pueblos sus 
maravillas» (1Crón 16,8-24).
A este primer paso de divulgar por todos los confines 
de la tierra las maravillas y majestad de Yavé, se suceden 
otros que cobran gradualmente mayor intensidad. En ellos 
vemos que Israel va adquiriendo una clara conciencia de que 
Yavé es el Dios que convoca para llamar a salvación a todas 
las naciones.
Los testimonios de los profetas son abundantes a este 
respecto. Son testimonios marcados por la perspectiva de lo 
que llamamos la salvación mesiánica. El Mesías es anunciado 
como aquel que habrá de reunir a los hombres de todos los 
pueblos ante el rostro salvador de Dios: «Así dice Yavé 
Sebaot: todavía habrá pueblos que vengan, y habitantes de 
grandes ciudades. Y los habitantes de una ciudad irán a la 
otra diciendo: Ea, vamos a ablandar el rostro de Yavé y a 
buscar a Yavé Sebaot: ¡Yo también voy! Y vendrán pueblos 
numerosos y naciones poderosas a buscar a Yavé Sebaot en 
Jerusalén, y a ablandar el rostro de Yavé» (Zac 8,2-22).
Las profecías mesiánicas llegan a su cumplimiento en 
Jesucristo, el Hijo de Dios. Él culmina la misión de 
Israel. La luz brota de las entrañas del pueblo elegido 
para extenderse a todos los confines de la tierra; no es 
luz para condenar sino para salvar, es la luz que pone al 
hombre en comunión con Dios. Por eso el Mesías proclama 
ante Israel: ¡Yo soy la luz del mundo!

Jesucristo hace esta afirmación inmediatamente después 
de haber liberado de la lapidación a una mujer acusada de 
adulterio. Profundizando en este acontecimiento, nos damos 
cuenta de que, al mismo tiempo en que rescata de la muerte 
a la mujer condenada, ilumina el corazón de los que 
pretendían apedrearla, diciéndoles: «El que esté sin pecado 
que tire la primera piedra». Sabemos que estos hombres 
dejaron caer hacia el suelo las piedras que empuñaban con 
sus manos y se fueron alejando uno tras otro. Una vez que, 
tanto la adúltera como sus censores, han sido iluminados 
por el Hijo de Dios, proclama que Él es la luz del mundo 
(Jn 8,1-12).
En este acontecimiento, Dios manifiesta que, frente a 
la fuerza del pecado del hombre, triunfa la fuerza de su 
misericordia. Jesucristo, al iluminar los corazones de 
todos los implicados, da cumplimiento a la segunda parte 
del salmo que estamos desgranando: «Pues firme es su amor 
por nosotros, la fidelidad del Señor dura por siempre».
En Jesucristo, en su forma de actuar, Dios manifiesta 
visiblemente lo que el Espíritu Santo había puesto en boca 
del salmista: que su amor, su misericordia, su perdón... no 
tienen límites; son formas de amar propias de Dios, por eso 
permanecen para siempre; son su carta vencedora ante el 
fracaso de nuestra debilidad.
El apóstol san Pablo, testigo privilegiado en su 
propia persona de este amor tan incomprensible para 
nuestros parámetros, no sale de su asombro al constatar que 
Dios ama al hombre en Jesucristo siendo como es pecador. 
Como a todos, le parece normal que alguien, heroicamente, 
dé su vida por un hombre leal, por alguien que hace el
bien, pero no por un malhechor, ¡Dios sí! «En verdad, 
apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de 
bien tal vez se atrevería uno a morir, mas la prueba de que 
Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía 
pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,7-8).
El mismo apóstol no deja de ensalzar, a lo largo de 
sus catequesis, la riqueza del amor de Dios. Es consciente 
de que si Dios ha sido rico en misericordia con él, lo será 
también con todos. Es una misericordia que rompe la lejanía 
hasta el punto de que estamos llamados a reinar en los 
cielos con el mismo Cristo Jesús: «Pero Dios, rico en 
misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando 
muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó 
juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados– y 
con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en 
Cristo Jesús...» (Ef 2,4-6). 

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