domingo, 17 de noviembre de 2024

Salmo 137(136). Balada del desterrado (Desconsuelo de Israel)




1 Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos y lloramos,
con nostalgia de Sión.
2 En los sauces de sus orillas
colgamos nuestras arpas.
3 Allí, los que nos deportaron
pedían canciones,
nuestros raptores querían diversión:
«iCantadnos un cantar de Sión!».
4 ¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
5 Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me seque la mano derecha.
6 Que se me pegue la lengua al paladar,
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mi alegría.
7 Señor, pide cuentas a los hijos de Edón
del día de Jerusalén,
cuando decían: <<iArrasad la ciudad,
arrasadla hasta los cimientos!».
8 ¡Oh, devastadora capital de Babilonia,
dichoso quien te devuelva
el mal que nos hiciste!
9 ¡Dichoso quien agarre y aplaste
tus niños contra el roquedal!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 137
Desconsuelo de Israel

El salterio nos ofrece este bellísimo poema en el que el 
salmista, en nombre de todo el pueblo, saca de su corazón 
un dolor, unos lamentos, que conmueven las más escondidas e 
inescrutables fibras del alma.
Israel está en Babilonia. Exiliado en una nación 
extraña y gentil, vaga desconsolado por su nuevo desierto; 
y la terrible nostalgia de habitar lejos de la Ciudad 
Santa, de la que, a igual que su templo, no quedan sino 
despojos, aviva su dolor como si un hierro candente 
atravesara de parte a parte todo su ser: «Junto a los 
canales de babilonia nos sentados y lloramos, con nostalgia
de Sión. En los sauces de sus orillas colgamos nuestras 
arpas».
Los habitantes de Babilonia, conocedores de la belleza 
de las liturgias que Israel celebraba en su Templo santo, 
piden a los judíos que les canten algunos de los 
maravillosos himnos de alabanza con los que bendecían y 
alababan a Yavé, su Dios. Los israelitas consideran esta 
solicitud como algo irreverente e insultante. Es ofensivo 
que un pueblo que alaba con sus himnos al Dios que 
manifiesta su gloria en su Templo santo, acceda a 
degradarlos con el fin de alegrar el corazón de los 
gentiles que nunca le han conocido: «Allí, los que nos 
deportaron pedían canciones, nuestros raptores querían 
diversión: “¡Cantadnos un cantar de Sión!”. ¡Cómo cantar un 
cántico del Señor en tierra extranjera!».
El profeta Jeremías, dotado de una sensibilidad poco 
común, es probablemente quien con mayor intensidad ha 
expresado el dolor de su pueblo ante la hiriente realidad 
del destierro. Escribe el libro de las Lamentaciones que 
manifiesta, en toda su crudeza, su dolor incomparable por 
el abatimiento a que ha llegado el pueblo santo: «Ha cesado 
la alegría de nuestro corazón, se ha trocado en duelo 
nuestra danza. Ha caído la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de 
nosotros, que hemos pecado! Por eso está dolorido nuestro 
corazón, por eso se nublan nuestros ojos» (Lam 5,15-17).
No obstante, el profeta nos deja abierta una puerta a 
la esperanza: suplica a Yavé para que vuelva a ser propicio 
con su pueblo: «¿Por qué has de olvidarnos para siempre, 
por qué toda la vida abandonarnos? ¡Haznos volver a ti, 
Yavé y volveremos! Renueva nuestros días como antaño» (Lam 
5,20-21).
El tema bíblico del destierro nos plantea un 
interrogante. ¿Cómo es posible que Dios, cuya misericordia 
y bondad son ilimitadas, castigue con tanta severidad al 
pueblo de sus entrañas a causa de su infidelidad? No es 
difícil aventurar que Israel se hiciese esta pregunta, tan 283
cruel y descarnada, cuando se vio sumido bajo el dominio 
del rey de Babilonia. Parece como si aflorase una terrible 
duda: ¿es posible creer en medio de tanta desolación?
Tenemos que distinguir entre castigo y corrección. El 
castigo, la punición, no son buenos en sí mismos, podría 
entenderse como pagar por un mal que se ha hecho. En este 
sentido no podemos hablar del destierro como castigo de 
Dios. La corrección viene en ayuda del hombre, es un 
corregir para enderezar lo que se ha torcido. La corrección 
está en función de la madurez. Sabemos que durante su 
destierro, Israel desarrolló una madurez espiritual 
impensable. El pueblo había cerrado sus oídos a las 
palabras de los profetas enviados por Dios, y adulaban 
servilmente a los falsos profetas que nunca les pusieron en 
la verdad.
Es en el destierro cuando Israel valora la palabra de 
los verdaderos profetas. Se multiplican los lugares de 
culto en los que la Palabra es predicada, bendecida y 
alabada. Además, su relación con Yavé se hace desde la 
verdad, sin esconder su pecado, cosa que antes hacían y muy 
elegantemente, amparándose en el esplendor de sus 
liturgias. 
Como expresión de la nueva dimensión espiritual del 
pueblo, recogemos unos textos de Daniel, profeta que vivió 
como pocos el exilio de Babilonia. Daniel bendice a Yavé en 
este pueblo extraño porque no por ello deja de ser el Dios 
de sus padres: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros 
padres, loado, exaltado eternamente. Bendito el santo 
nombre de tu gloria, loado, exaltado eternamente. Bendito 
seas en el templo de tu santa gloria...» (Dan 3,51-53).
Así como reconoce que Yavé es bendito, también le 
reconoce como justo y fiel por la corrección que están 
sufriendo. Pone delante de sus ojos el pecado del pueblo: 
«Juicio fiel has hecho en todo lo que sobre nosotros has 
traído y sobre la ciudad santa de nuestros padres, 
Jerusalén... Sí, pecamos, obramos inicuamente alejándonos 
de ti, sí, mucho en todo pecamos» (Dan 3,28-29). Hecha esta 
confesión, el profeta sabe que puede pedir a Yavé 
clemencia: «Trátanos conforme a tu bondad y según la 
abundancia de tu misericordia. Líbranos según tus 
maravillas, y da, Señor, gloria a tu nombre» (Dan 3,41-42).
La súplica del profeta alcanza su cumplimiento y 
plenitud en Jesucristo, enviado por el Padre para liberar, 
y para siempre, a todos los hombres. Escuchemos: «Los 
judíos dijeron a Jesús: Nosotros somos descendencia de 
Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices 
tú: os haréis libres? Jesús les respondió: En verdad, en 
verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo...
Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente 
libres» (Jn 8,33-36).


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