mi voz suplicante,
2 porque inclina su oído hacia mí
el día que lo invoco.
3 Lazos de muerte me rodeaban,
eran redes mortales,
caí en la angustia y la aflicción.
4 Entonces invoqué el nombre del Señor:
<<iSeñor, salva mi vida!».
5 El Señor es justo y clemente,
nuestro Dios es compasivo.
6 El Señor protege a los sencillos:
yo desfallecía y él me salvó.
7 Recobra la calma, alma mía,
que el Señor ha sido bueno contigo.
8 Libró mi vida de la muerte,
mis ojos de las lágrimas,
mis pies de la caída.
9 Caminaré en la presencia del Señor,
en la tierra de los vivos.
10 Yo tenía fe, aunque decía:
«¡Estoy totalmente devastado!».
11 Yo decía en mi aflicción:
«iTodos los hombres son unos mentirosos!».
12 ¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
13 Levantaré la copa de la salvación,
invocando el nombre del Señor.
14 ¡Cumpliré al Señor mis votos,
en presencia de todo su pueblo!
15 Mucho le cuesta al Señor
la muerte de sus fieles.
16 Yo soy tu siervo, Señor,
Siervo tuyo, hijo de tu sierva.
Tú rompiste mis cadenas.
17 Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando el nombre del Señor.
18 iCumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo su pueblo,
19 en los atrios de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén!
¡Aleluya!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 116
Dios es bueno
Este salmo es una oración de acción de gracias de un hombre
que vive profundamente su relación con Dios. Sometido, como
está, a una persecución implacable por hombres que llevan
en su seno las fuerzas del mal, proclama, no obstante, su
amor a Yavé: «Amo al Señor porque escucha mi voz
suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día en que
lo invoco».
Hay una novedad en la oración de este israelita que le
distingue de otros que hemos visto en situaciones parecidas
a lo largo del salterio. Nuestro hombre no se remite al
pasado para afirmar que Dios, siempre fiel, «ha escuchado»
sus súplicas y plegarias. Nuestro hombre de fe habla en
presente –«escucha»–, recalcando que puede poner su
esperanza en Yavé porque su auxilio es una realidad
inapelable no sólo en el pasado sino también en el presente
y en el futuro. Yavé, su Dios, le escucha siempre.
Otro momento del salmo donde vemos la enorme grandeza
espiritual de este fiel israelita, es cuando proclama que
nada que le suceda, por muy grande que sean sus desgracias
y humillaciones, hará tambalear su confianza en Dios: «Yo
tenía fe, aunque decía: “¡Estoy totalmente devastado!”. Yo
decía en mi aflicción: “¡Todos los hombres son unos
mentirosos”». No hay duda de que en su búsqueda de Dios ha
escogido el camino de la verdad, el único camino válido
para encontrarle.
Existe también el camino de la mentira que hace
mentiroso al hombre. Mentira que alcanza incluso a aquellos
que deberían llevar al pueblo a vivir en fidelidad al Dios
que, desde que lo escogió cuando estaba esclavo en Egipto,
no ha cesado de amarle y protegerle. Así pues, la mentira
ha moldeado también los corazones de los predicadores de
Israel hasta el punto de merecer el calificativo de falsos
profetas.
Jeremías fustiga sin descanso a todos estos dirigentes
religiosos a los que culpa de la desviación espiritual de
su pueblo: «Los sacerdotes no decían: ¿dónde está Yavé?; ni
los peritos de la ley me conocían; y los pastores se
rebelaron contra mí, y los profetas profetizaban por Baal y
en pos de los inútiles andaban» (Jer 2,8).
El apóstol Pedro, nombrado por Jesucristo cabeza de la
Iglesia, como buen pastor que es, alerta a los primeros
cristianos acerca de los falsos profetas; exhorta con
vehemencia que estos hombres mentirosos no son algo
exclusivo del pueblo de Israel. Intuye, y por eso les
previene, que también surgirán entre ellos, y que tienen un
sello identificador perfectamente reconocible: difamar,
falsear el camino de la verdad, todo por su propio provecho... exactamente igual que esos hombres inicuos
aparecidos en el pueblo de Israel: «Hubo también en el
pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos
maestros que introducirán herejías perniciosas y que,
negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre sí una
rápida destrucción. Muchos seguirán su libertinaje y, por
causa de ellos, el camino de la verdad será difamado.
Traficarán con vosotros por codicia, con palabras
artificiosas...» (2Pe 2,1-3).
Volvemos a la oración del salmista y nuestro asombro
no tiene límites cuando observamos que, sobreponiéndose a todos los males que está padeciendo a causa de su fidelidad
a Dios, su alma es capaz de elevarse y lanzarle un grito de
acción
de gracias porque es tanto el bien que le ha hecho,
que nunca podrá vivir lo suficiente para agradecérselo, que
no hay dinero en el mundo para pagárselo: «¿Cómo pagaré al
Señor todo el bien que me ha hecho?».
Nuestro salmista es como un espejo que refleja con
toda nitidez el rostro, la persona de Jesucristo. Él,
enviado por su Padre a la muerte y muerte de Cruz para
rescatar a toda la humanidad, nos dirá que su Padre es
bueno, que es bueno con todos, que hace el bien enviando el
sol y la lluvia sin distinguir entre buenos o malos, justos
o injustos: «Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y
odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis
hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol
sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt
5,43-45).
El Señor Jesús insiste con énfasis en que realmente su
Padre es bueno, y quiere hacérnoslo entender con un ejemplo
tan claro que no admita dudas. Afirma que si hasta
nosotros, hijos del pecado original, que tenemos la bondad
recubierta de una cierta maldad, aún así sabemos dar con
gozo cosas buenas a nuestro hijos, amigos, etc., cuánto más
nuestro Padre del cielo, que es la bondad sin mezcla de
maldad, nos dará lo bueno por excelencia: el Espíritu Santo
que nos convierte en hijos: «¿Qué padre hay entre vosotros
que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da
una culebra; o si le pide un huevo le da un escorpión? Si,
pues, vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el
Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,11-13).
El discípulo del Señor Jesús tiene tan metido en el
alma el rostro luminoso de Dios, su Padre, que, al igual
que el salmista, no necesita inventar palabras para que, de
su experiencia íntima y real, brote el mismo testimonio del
salmista: ¿cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha
hecho?
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