la casa de Jacob de un pueblo balbuciente,
2 Judá se convirtió en su santuario,
e Israel en su dominio.
3 Al verlos, el mar huyó,
el Jordán se echó atrás.
4 Los montes saltaron como carneros,
las colinas como corderos.
5 ¿Qué te pasa, mar, para que huyas así?
¿Y a ti, Jordán, para que te eches atrás?
6 ¿Y a las montañas, para que salten como carneros?
¿Y a las colinas, para que salten como corderos?
7 La tierra se estremece delante del Señor,
ante la presencia del Dios de Jacob:
8 él transforma las rocas en estanque
y el pedregal en manantiales de agua
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 114
Contigo, no contra ti
Israel alaba a su Señor haciendo memoria histórica de sus
maravillas. Proclama, exultante, su salida de Egipto
enumerando los prodigios que Él ha hecho en favor suyo a lo
largo de su caminar por el desierto. El himno es toda una
liturgia de bendición y alabanza porque el brazo de su
libertador se impuso sobre el mar Rojo, el río Jordán y
demás obstáculos que impedían su peregrinación hacia la
tierra prometida: «Cuando Israel salió de Egipto, la casa
de Jacob, de un pueblo balbuciente, Judá se convirtió en su
santuario, e Israel en su dominio. Al verlos, el mar huyó,
el Jordán se echó atrás...».
Israel, testigo privilegiado de la omnipotencia
amorosa de Yavé, lanza una exhortación a todos los pueblos
de la tierra, les invita a que tiemblen ante la presencia
de Yavé, ante su rostro: «La tierra se estremece delante
del Señor, ante la presencia del Dios de Jacob: él
transforma las rocas en estanque y el pedregal en
manantiales de agua».
Nos detenemos ante esta afirmación: «La tierra se
estremece delante del Señor». El pueblo conoce este temor
en el sentido de miedo aniquilador ante las manifestaciones
de Yavé. Basta señalar su angustiosa reacción en la
teofanía del Sinaí: «Todo el pueblo percibía los truenos y
relámpagos, el sonido de la trompeta y el monte humeante, y
temblando de miedo se mantenía a distancia. Dijeron a
Moisés: habla tú con nosotros, que podremos entenderte,
pero que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos»
(Éx 20,18-19).
Con el paso del tiempo, Dios, que no deja de catequizar a su pueblo por medio de los profetas, va
acuñando en su corazón un concepto de temor y temblor que
nada tiene que ver con el miedo irracional a ser aniquilados por Él. Es más, cada vez se manifiesta con más vehemencia que es el Dios que da la vida, no la muerte.
Veamos la experiencia, a este respecto, del profeta Ezequiel. Israel está en el destierro. Están privados del templo en el que daban culto a su Dios. Por si fuera poco, sus sacerdotes y profetas vagan sin sentido, sin rumbo, sin
palabras, en medio de los gentiles donde están dispersos.
Yavé hace ver a Ezequiel esta situación desesperada
del pueblo, poniendo ante sus ojos la imagen de un enorme
cementerio. Todo son huesos dispersos. Pregunta al profeta
si cree que esos huesos podrán volver a la vida, es decir,
si es que queda alguna esperanza para el pueblo. Ezequiel
queda atónito ante la pregunta y se la devuelve a Dios para
que sea Él mismo quien responda. Oigamos su respuesta:
«Entonces me dijo: Profetiza sobre estos huesos. Les dirás:
Huesos secos, escuchad la palabra de Yavé. Así dice el
Señor Yavé a estos huesos: «he aquí que yo voy a hacer
entrar el espíritu en vosotros y viviréis. Os cubriré de
nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de
piel, os infundiré mi espíritu y viviréis; y sabréis que yo
soy Yavé» (Ez 37,4-6).
Con esta promesa, Dios anuncia que en Él está la vida,
no la muerte; la restauración, no la destrucción. Fiel a su
palabra, levanta a Israel de su destierro y le hace volver
a la tierra prometida. Lo que quiere dar a entendernos Dios
en todos los acontecimientos vividos por su pueblo, es que
está con el hombre y no contra él, con nosotros, no contra
nosotros. Tan con nosotros que se hizo hombre. El mismo
Dios anunció a José el nombre de su Hijo, el que María
llevaba en su seno: Jesús, que significa Salvador: «Dará a
luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él
salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
Dios está con el hombre y no contra él. «Dios está contigo». Estas fueron las palabras que María escuchó de parte del ángel en la anunciación. María es imagen de la
nueva humanidad engendrada por Jesucristo, el enviado del Padre. En y por Jesucristo, todo hombre-mujer puede pasar del temblor servil, que le deja inerte, al temblor que precede a la adoración. Temblor que nos pone en actitud de búsqueda; es un iniciar un camino que culmina en la comunión con Dios-Amor, el que nos da la vida eterna, la vida que permanece para siempre.
Recordemos aquel pasaje que nos cuenta la tempestad sufrida por los apóstoles en medio del mar. Sabemos que su barca estaba siendo violentamente zarandeada por las olas; que el viento, al ser contrario, arremetía contra los
apóstoles que intentaban llegar a la orilla. Además, se nos dice que estaban en plena noche. Estos fenómenos, adversos
a los apóstoles, recuerdan los fenómenos del Sinaí, de los
que hemos hablado, que movieron al pueblo a distanciarse de
Dios. Aquí, Jesús, traspasando dichos fenómenos, se acerca
a los apóstoles y les grita con voz potente: ¡Ánimo!, no
temáis que soy yo (cf Mt 14,22-27).
Desde el pecado de Adán y Eva, todos tenemos la tentación de escondernos de Dios. Nos han imbuido tanto lo que son sus tremendas exigencias que una proximidad auténtica con Él nos asusta. Habrá, pues, que echar mano de ciertas devociones y prácticas pías que, en cierto modo, sí indican una relación con Dios, mas, no la que Él quiere,
que es la que nos da la libertad y anula todos nuestros temores. Recordemos a este respecto, las palabras que, de una forma o de otra, Dios, desde Abrahán, ha dirigido a todos aquellos que ha llamado para una misión: ¡No temas, yo estoy contigo! Repetimos, Dios está con nosotros, no
contra nosotros.
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