lunes, 4 de noviembre de 2024

Salmo 131(130). Con espíritu de infancia (Un corazón sabio)





1Cántico de las subidas. De David.
Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros.
No voy buscando grandezas,
ni prodigios que me superen.
2 ¡No! He acallado y moderado mis deseos,
como un niño de pecho en el regazo de su madre.
3 ¡Confíe Israel en el Señor,
desde ahora y por siempre!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 131
Un corazón sabio
Nos encontramos con uno de los salmos que mejor expresa el 
abandono y la confianza de un hombre en su relación con 
Dios. Se nos ofrece la oración de un israelita que tiene su 
corazón ya purificado de toda ambición, de toda pretensión 
y gloria; un corazón en el que habita la sabiduría de Dios. 
Oigámosle: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos 
altaneros. No voy buscando grandezas, ni prodigios que me 
superen».
Ante el susurro íntimo y agradecido de este fiel, lo 
primero que nos impresiona es que no busca su propia gloria 
sino la de Dios. Su iluminación consiste en saber que 
relacionarse con Él sin aparcar a un lado su propia gloria 
y ambición, no conduce absolutamente a nada. No se trata de 
un moralismo que exija sacrificar la gloria personal; es la 
sabiduría la que señorea el corazón del salmista y le da 
discernimiento para comprender que ambicionar la propia 
gloria es cultivar algo que muere con él, es un servir y 
adorar a Yavé desde la carne.
La espiritualidad de Israel define a la carne como 
toda actividad y potencialidad del hombre realizada al 
margen de Dios. Identifica el vivir en la carne con el 
gloriarse con las obras que, aun religiosas, no llevan el 
sello de Dios, por lo que acaban marchitándose. Sólo las 
obras que tienen su consistencia en Yavé permanecen para 
siempre.
El profeta Isaías compara la carne, la gloria 
personal, al fulgor majestuoso de la hierba y las flores 
del campo. Tienen su esplendor, después se amustian y 
mueren: «Toda carne es hierba y todo su esplendor como flor 
del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en 
cuanto le dé viento de Yavé –pues, cierto, hierba es el 
pueblo–. La hierba se seca, la flor se marchita, mas la 
palabra de nuestro Dios permanece para siempre».
Nuestro hombre orante escoge una vida sin pretensiones 
ni grandezas, lo cual no le exime de la duda, ni mucho 
menos de una personal crisis de fe. Crisis que acontece 
ante la tentación-insinuación de haber hecho una opción 
utópica que no le lleva a ninguna parte. Una vez más, la 
sabiduría que Dios ha grabado en su corazón le hace salir 
de sus pozos tentadores y proclama que Dios le enseña a 
descansar en Él como un niño recién amamantado descansa y 
duerme en los brazos de su madre: «¡No! He acallado y 
moderado mis deseos, como un niño de pecho en el regazo de 
su madre».
El paralelismo entre el salmista, lleno de sabiduría, 
y Jesucristo es de una evidencia meridiana. La gran e 
infranqueable barrera que se interponía entre el Señor 

Jesús y sus oyentes era –y en gran parte también lo es hoy 
y siempre–, que en su piedad no buscaban ni les interesaba 
la gloria de Dios sino la suya propia. Esta barrera les 
imposibilitaba creer; tenían bloqueado su camino hacia la 
fe: «¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos 
de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?»
(Jn 5,44).
Jesucristo, sabiduría del Padre, nos enseña a 
prescindir de nuestras pretensiones gloriosas. Entendámonos 
bien; he dicho prescindir, no renunciar. Si hablamos de 
renunciar, estamos refiriéndonos a algo que es valioso 
pero, como «Dios nos lo pide», hacemos el acto heroico de 
la renuncia. La cuestión es que ¿cuántas veces hemos 
renunciado heroicamente a ciertas cosas y después las hemos 
vuelto a coger en nuestro corazón? ¿Por qué? Porque muy 
probablemente, el heroísmo y la generosidad de la renuncia 
no iba en consonancia con el convencimiento del corazón. 
Llega un momento en que la cuerda se rompe de tanto 
tensarla, y el corazón reclama aquello a lo que ha 
renunciado. Por ello he hablado de prescindir, no de 
renunciar.
Se prescinde de aquello que no es útil, que no sirve 
para nuestros fines. El hombre sabio prescinde de su gloria 
porque no le vale, no le sirve para lo que su corazón le 
está pidiendo. El corazón del buscador de Dios tiende al 
encuentro con Él, gradualmente va reconociendo su rostro y 
entra en el aprendizaje del descanso del que el salmista 
nos ha hablado. Comprende, sin heroísmos ni generosidades 
moralistas, que «su propia gloria» le estorba, como le 
estorba una ropa que se le ha quedado estrecha. Tiene 
conciencia de que es un impedimento que le bloquea la 
experiencia que está haciendo de y con Dios, por lo que 
prescinde de ella.
Jesucristo nos ilumina esta gran verdad cuando dice a 
los judíos que no le interesa su gloria porque no vale para 
nada; que a él, lo que le interesa es que sea su Padre 
quien le glorifique. Sabe que la gloria que le viene de su 
Padre permanece para siempre: es la garantía de su victoria 
y resurrección: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria 
no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien 
vosotros decís: Él es nuestro Dios» (Jn 8,54). El apóstol 
Pablo es consciente de que los discípulos del Señor Jesús 
son también ellos glorificados por Dios: «Todos nosotros, 
que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo 
la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma 
imagen cada vez más gloriosos...» (2Cor 3,18). 


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