viernes, 18 de septiembre de 2015

¡Me saciaré de Tí Señor! ( por Tomás Cremades)

 
¡Al despertar, me saciaré de tu semblante Señor! Nos dice el salmista (Sal 17,15)
Saciarse de Dios, ver el Rostro de Dios, ha sido, desde siempre el deseo de todo fiel que busca al Señor. Ya Moisés, en el libro del Éxodo imploraba a Yahvé “ver su Rostro”:
Entonces Moisés dijo a Yahvé: ¡Déjame ver tu Rostro! Él le contestó: Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad, y pronunciaré delante de ti el Nombre de Yahvé; pues concedo mi favor a quien quiero y tengo misericordia con quien quiero. Pero mi Rostro no podrás verlo porque nadie puede verme y seguir con vida (Ex 33,18-20)
Desde que Dios se hizo Hombre en Jesucristo, hemos visto al Señor y hemos contemplado su Gloria (Jn 1,14). Así nos lo cuenta Juan:
“Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad”.
Hay un bellísimo diálogo entre Jesucristo y el apóstol Felipe, que nos relata Juan en su Evangelio: Dice Felipe: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta.
Le dice Jesús: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a Mí ha visto al Padre (Jn 14,9)
¿Y nosotros? ¿Cómo vemos nosotros a Jesús, y dónde? Lo que tanto deseó Moisés, lo que pedía Felipe, lo que imploramos nosotros… ¿Cómo vemos a Jesús?
Es muy fácil: Cada vez que abrimos el Evangelio, Dios está con nosotros. Cada vez que vamos a la Escritura con el hambre de encontrarnos con Él, Él se revela, nos habla, nos acompaña. Jesucristo hace un camino de Amor personal con cada uno, de forma diferente, a nuestro lado.
Él pone su Tienda del Encuentro en nuestro corazón, como lo hizo con Moisés, pero nosotros, ya le podemos ver “desvelado” en la Escritura, en el Evangelio, pan vivo que nos alimenta cada día. Al igual que el rostro de Moisés lucía resplandeciente cuando bajaba de hablar con Yahvé, así ha de ser nosotros, cada vez que le buscamos en el Evangelio.
Al despertar me saciaré de tu semblante Señor. Despertaré a la aurora (Sal 57,9). A punto está mi corazón, oh Dios, -voy a cantar y tañer- ¡Despierta, gloria mía! ¡Despertad, cítara y arpa!¡a la aurora voy a despertar! (Sal 108,2-4)
Son abundantes las citas de los Salmos que Dios nos regala, como anticipo de ese día, en que realmente DEPERTAREMOS DEL SUEÑO DE LA MUERTE PARA SACIARNOS DE SU SEMBALNTE, DE SU ROSTRO.
Con este pensamiento, la muerte, último enemigo vencido, podremos llamarla como san Francisco: la Hermana Muerte. No será sino el inicio de la verdadera Vida con Dios: la Felicidad completa.
Alabado sea Jesucristo

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