Todo
lo mío es tuyo
Dicen los
exegetas que el Prólogo del evangelio de Juan encierra de hecho su profesión de
fe, profesión única, paradigma de todas las confesiones y testimonios de Jesús
como Señor. Sabemos de confesiones de fe hechas por innumerables hombres y
mujeres a lo largo de los siglos; unas ante reyes y gobernadores, otras ante
los foros más diversos.
La de Juan es
una confesión gestada por obra y gracia del Espíritu Santo. La podemos ver como
el pórtico de la gloria del Hijo de Dios. Sólo un hombre tan profundamente
lleno de Jesús podía confesar así. Al hablar de Juan hemos de hablar de un gran
pastor, de un hombre que vivió de y desde el Evangelio que su Señor le confió.
Las vetas catequéticas que nos brinda el evangelista en lo que se ha llamado su
confesión de fe, son innumerables, se podrían escribir miles de páginas sobre
la insondable riqueza de este texto y, aun así, quedarían miles y miles por
escribir. Dicho de otra forma, nunca habría tinta suficiente para escribir los
incontables tesoros del Prólogo del evangelio de san Juan.
Voy a centrarme
solamente en la apreciación que nos hace acerca del Hijo de Dios encarnado;
dice que está lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14b). Que rebose de gracia y de
verdad indica que es el resplandor inmarcesible de la gloria del Padre; y que,
al hacerse Emmanuel, derrama en el espíritu de los que acogen su Evangelio, su
gracia y su verdad en el sentido más pleno de su significado.
Juan habla de
este don que Dios da al hombre por medio de su Hijo; y no lo hace
académicamente, sino como acontecimiento vivido no sólo por él, sino también
por las primeras comunidades cristianas con sus pastores al frente: “Pues de su
plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia. Porque la Ley fue dada por
medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn
1,16-17).
Dios es Gloria,
es Gracia y es Verdad y, a partir de la Encarnación de su Hijo, también lo es
el hombre. Juan puntualiza suavemente, como si estuviera sintiendo el soplo
creador de Dios, que recibimos esta su plenitud progresivamente: gracia tras
gracia. Todo lo que somos está sujeto a crecimiento hasta llegar a su altura
natural. En nuestro desarrollo como discípulos del Hijo de Dios no hay ningún
“hasta”, tendemos -como nos dice Pablo- hacia la plenitud del mismo Señor
Jesús: “…hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento
pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la
plenitud de Cristo”. (Ef 4,13)
En definitiva,
podemos afirmar que Dios abre al hombre su divinidad, la plenitud de su ser,
por medio de su Hijo; y, como dice Pablo, un día, vencida nuestra muerte,
apareceremos gloriosos con Él (Col 3,1-4). Así, Gracia tras Gracia, Palabra
tras Palabra, somos reengendrados, como nos dice el apóstol Pedro: “Habéis sido
reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la
Palabra de Dios viva y permanente… Y ésta es la Palabra: el Evangelio anunciado
a vosotros” (1P 1,23-25).
Cuando el Anuncio
apremia
Esto es lo que
no fue capaz de comprender el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo.
Obcecado como estaba por guardar simplemente las formas, respetaba e incluso
obedecía a su padre hasta donde llegaban sus órdenes; a partir de ahí, pasarlo
bien con él no entraba en sus planes. De hecho, a la hora de festejar algo, su
compañía natural no podía ser otra que sus amigos: “Pero él replicó a su padre:
Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero
nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos…” (Lc 15,29).
El pobre
hombre, tan cumplidor, tan pendiente de una recompensa muy a lo lejos en el
tiempo, nunca tuvo corazón para entender que no era siervo de los bienes de su
padre, sino dueño y señor. Así se lo hizo saber su padre: “Pero él le dijo:
hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31).
“Todo lo mío es
tuyo”. He ahí la Palabra viva que brilla con luz propia a lo largo de toda la
misión del Señor Jesús desde la Encarnación hasta su Resurrección. Parece que
todo su Evangelio se resume en lo siguiente: Todo lo que Soy, Dios y Señor, es
tuyo. Lo es, lo es en la medida en que lo acogemos en el corazón; y así, Gracia
tras Gracia, Palabra tras Palabra, el hombre recibe el poder de ser hijo de Dios (Jn 1,12).
Todo lo mío es
tuyo. Esto es lo que resuena en el oído de quien escucha el Evangelio. Podemos
imaginarnos el gozo que invadió el espíritu y el cuerpo de Jesús cuando pudo decir
al Padre refiriéndose a sus discípulos: ¡Todo lo nuestro es suyo! Es suyo
“porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han
aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú
me has enviado” (Jn 17,8).
El Gran Pastor,
como le llama Pedro (1P 5,4), ha abierto las infinitas riquezas de sus entrañas
y ha alimentado a sus pastores. Las palabras de vida eterna, las mismas que Él
ha recibido del Padre, corren como ríos por los innumerables surcos y concavidades
del seno de aquellos a quienes ha llamado a anunciar su Evangelio (Jn 7,38). Se
han empapado de Dios, de Vida, sólo así surge natural la imperiosa necesidad
del Anuncio.
No es un
anuncio cualquiera, es El Anuncio. No necesitan pensarlo mucho ni hacer un
listado de generosidades y renuncias; no necesitan nada de esto porque, como le
pasó a Pablo, se ven imperiosamente apremiados por el amor de Cristo (2Co
5,14). Podríamos incluso hablar de la violenta necesidad de compartir tanto
Fuego. Empleo el término violencia porque no hay duda de que son conscientes de
que si no lo comparten es como si se estuviesen perjudicando a sí mismos, como si estuvieran atentando
contra lo más real, genuino, divino y humano que el Hijo de Dios ha depositado
en ellos, Gracia tras Gracia, Palabra de Vida tras Palabra de Vida.
En este
contexto, volvemos a Juan y nos ponemos en su piel intentando adivinar la
fuerza del torrente de Vida que se abrió en su alma; comprendemos por qué a un
cierto momento pudo proclamar: ¡Dios es amor! (1Jn 4,8 y 16). El apóstol no
está dando una definición teológica de Dios, ni un enunciado o tratado sobre su
Ser. Lo que pasa es que Juan está respirando con el alma, habla de Dios desde
su propia morada: le tiene como Huésped, tal y como Jesús prometió. “Si alguno
me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada en él” (Jn 14,23).
Dice de Dios lo
que Dios le habla a él; más aún, lo que le dice y le hace, porque así es Dios.
Al igual que el salmista, su anuncio nace de una constatación empírica: “Venid
a oír y os contaré, vosotros todos los que buscáis a Dios, lo que Él ha hecho
por mí” (Sl 66,16).
Son hechura de Dios
Constatación,
experiencia parecida a la de Pablo, que queda como trastornado al conocer el
amor de Jesucristo por él, un amor que hizo saltar en pedazos toda su lógica;
tan descolocado quedó nuestro amigo que apenas acertó a balbucir “me amó y se
entregó por mí” (Gá 2,20). Si entrásemos en la mente de Pablo, le oiríamos
susurrar: Era yo quien tenía que haber sido entregado a causa de mis violencias
y sangre derramada. Mas no, vino Él y ocupó mi lugar, se hizo cargo de mi
culpabilidad.
Por estas y
tantas cosas, los pastores según el corazón de su Pastor son especialistas del
y en el amor. No lo aprenden en dinámicas de grupos, sesiones de capacitación
humana, ni nada parecido. No lo aprenden de nadie, lo aprenden de su Maestro y
Señor. Es tal la fuerza creadora que actúa en ellos que, al igual que Juan a
quien le estalló el alma al grito de ¡Dios es amor!, también, al igual que
Juan, pueden proclamarlo por sus propias y personales experiencias.
Desde esta
plenitud, desde su ser “hechura de Dios” (Ef 2,10), salen de sí mismos hacia el
mundo entero; se dejan llevar por el Espíritu como Felipe (Hch 8,26-29), para
hacerse los encontradizos con los hombres como Dios se hizo el encontradizo con
ellos. Al encontrarse con sus hermanos llevan en el corazón un único programa
pastoral, el mismo que tuvo su Maestro y Señor: Todo lo mío es tuyo.
Todo lo mío es
tuyo, y es por ello que de sus bocas manan palabras llenas de gracia (Lc 4,22),
palabras llenas de vida. El Padre las puso en el Hijo, y éste en sus pastores.
Esto tiene un nombre: el Anuncio. Todo lo mío es tuyo, he ahí la vida eterna,
la plenitud de Dios al servicio del hombre. Es tan divino lo que el pastor
recibe de Jesucristo y que a su vez entrega a sus hermanos, que ya no se pertenece
a sí mismo ni a nadie: pertenece a Dios, a su santo Evangelio y al mundo
entero.
“Id por todo el
mundo y proclamad el Evangelio” (Mc 16,15). Estas palabras de Jesús son mucho
más que una exhortación; es la Palabra que, acogida, les configura y les lleva
al encuentro de los pobres de espíritu. Codo a codo con ellos, se pondrán a su
nivel, pues saben bien de debilidades. Llenos del Dios vivo, pondrán en sus
manos sus riquezas; de esta forma, gracia tras gracia, verán a estos sus nuevos
hermanos crecer hasta ver a Jesucristo formado en ellos como dice Pablo “…
¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo
formado en vosotros” (Gá 4,19).
No, estos
pastores según el corazón de Dios no se pertenecen a sí mismos, pertenecen a
Jesucristo, como confiesa Pablo, (Rm 27,23), y a su Evangelio. Es tal su
sentido de pertenencia total al Señor que -seguimos con Pablo- son conscientes
de que cada vez que anuncian su Evangelio están ofreciendo a Dios un culto
espiritual. “Porque Dios, a quien doy culto en mi espíritu predicando el
Evangelio de su Hijo, me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de
vosotros” (Rm 1,9).
Lo testificó Pablo y, al igual que él, los pastores de
las primeras comunidades cristianas. Y juntamente con ellos, los pastores según
el corazón de Dios a lo largo de todos los siglos, también los de hoy. Son
pastores que ofrecen al hombre gracia tras gracia, actualizando así en cada uno
de ellos el “todo lo mío es tuyo” que recibieron del Señor Jesús.