Hijos
de la Sabiduría
Israel tiene
conciencia de que Dios es tan trascendente, tan inalcanzable que no podemos
tener acceso a su Sabiduría si Él mismo no nos la infunde. Es en esta línea que
le escuchamos prometer a Israel, por medio del profeta Oseas: “Le llevaré al
desierto y hablaré a su corazón” (Os 2,16). En una palabra, sólo tenemos acceso
a la Sabiduría de Dios si Él la pone a nuestra disposición. A este respecto
podemos fijar nuestros ojos –también nuestros oídos- en el siguiente texto de
Baruc: “¿Quién ha encontrado su mansión (la de la Sabiduría), quién ha entrado
en sus tesoros?” (Ba 3,15). Pregunta aparentemente sin respuesta que nos
recuerda este otro texto de Isaías dando a entender la imposibilidad del hombre
de estar junto a Dios: “¿Quién de nosotros podrá habitar con el fuego
consumidor? ¿Quién de nosotros podrá habitar con las llamas eternas? (Is
33,14b).
Tan
trascendente es, pues, Dios como su Sabiduría. Mal panorama se presenta a toda
la humanidad si nuestra experiencia de Dios está tejida a partir de nuestros
deseos, anhelos, fantasías, elevaciones religiosas, etc. Sí, pobres de nosotros
porque, zarandeados por todos estos movimientos que, además, se entremezclan
entre sí, no nos quedaría otra que ser una pobre barca sujeta al capricho y
vaivén de las olas.
La buena
noticia es que el Dios trascendente e inalcanzable se encarnó, se puso a
nuestro alcance, sometió el tremendo oleaje que hacía de la barca de nuestra
vida lo que quería (Mc 4,39…), al tiempo que puso a nuestra disposición su
también inalcanzable Sabiduría con sus tesoros, aquellos a los que aludía el
texto de Baruc. Consciente de este incalculable don recibido, Pablo llamará al
Señor Jesús “Sabiduría de Dios” (1Co 1,24).
¿Cómo podremos
encontrar la mansión de la Sabiduría y tener acceso a sus tesoros? -nos
decía en voz alta Baruc-. ¿Cómo hacerla nuestra una vez encontrada? La buena
noticia es que la Sabiduría es como el Emmanuel: ¡está entre nosotros! La
pregunta tiene una muy fácil y diáfana respuesta: la Sabiduría se escoge, o
mejor dicho, tenemos la posibilidad de escogerla pero sólo desde la libertad del corazón.
Me explico.
Sólo un corazón que se deja deslumbrar por la Sabiduría está en condiciones de
escoger con acierto. Digo con acierto porque también los pequeños dioses
llamados dinero, poder, prestigio, glorias y vanidades, tienen su luz
deslumbrante. Es pequeña, sí, realmente pequeña, pero si el corazón no ha
crecido lo suficiente se abraza a lo que es tan raquítico como él, por lo que
estos dioses con sus luces ínfimas son capaces de deslumbrarle y seducirle.
Lo dicho, es
necesario escoger y con libertad. Sin ésta no hay elección sino determinismo,
imposición. El paso para descargarnos de todo deslumbramiento impuesto por lo
que uno ve solamente con sus ojos y puede tocar con sus manos, se da cuando
cruzamos el umbral que nos conduce a la Sabiduría, la de Dios, la que nos abre
a su Misterio. Conforme vamos entrando en él, la experiencia liberadora que nos
es dado hacer es la de que ¡no nos sentimos extraños ante la infinitud del
Misterio! Dios se nos va revelando dentro de nosotros. Ahora ya podemos escoger
la Luz que siempre, aun sin saberlo, hemos anhelado; Luz que ilumina, da calor
y guía nuestro corazón y nuestros pasos en esta nueva existencia a la que nos
hemos abierto.
Dicho esto, la
evidencia se impone: ¡el que sabe escoger, encuentra! Jesús lo dice de esta
forma: “El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le
abrirá” (Lc 11,10). Jesús está invitando al hombre a discernir qué es lo que
realmente quiere, porque de su querer nacerá su buscar y llamar, hasta
encontrar lo que verdaderamente da descanso: su Sabiduría: el Rostro Invisible
de Dios, su Presencia. Dios, sin dejar de ser trascendente, se hace un lugar en
el interior del hombre. En otras palabras, el Transcendente se hace Inmanente a
la persona y, por increíble que parezca, es entonces cuando ¡la Palabra sabe a
Dios! Nadie sabe explicar esto si no el que lo saborea, y aun así, nunca
encontrará las palabras adecuadas.
Una búsqueda
determinante
La Escritura
pone en boca de Salomón un elogio acerca de la Sabiduría que, si nos fijamos
bien, todos estaremos de acuerdo en que no pudo salir de él sino del Espíritu
Santo; él se lo inspiró para legarlo como don de Dios a todos sus buscadores:
“Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y
llegué a ser un apasionado de su belleza… Pensando esto conmigo mismo y
considerando en mi corazón que se encuentra la inmortalidad en emparentar con
la Sabiduría, en su amistad un placer bueno, en los trabajos de sus manos
inagotables riquezas, prudencia en cultivar su trato y prestigio en conversar
con ella, por todos los medios buscaba la manera de hacerla mía” (Sb 8,2… y
17-18).
Hemos leído bien:
“Por todos los medios buscaba la manera de hacerla mía”. He ahí la clave
irrenunciable para encontrar la Sabiduría y, con ella, sus tesoros ocultos. Se
busca con corazón sincero; apenas empieza a saborearla, la preferencia del
corazón la encumbra por encima de tronos y riquezas: “Por eso pedí y se me
concedió la prudencia; supliqué y me vino el espíritu de Sabiduría. Y la
preferí a cetros y tronos y en nada tuve a la riqueza en comparación de ella”
(Sb 7,7-8). Estamos hablando de una elección provocada por el gusto, la preferencia
y el deseo. Estos tres presupuestos engrandecen hasta el infinito la calidad de
la búsqueda, también la del buscador; normal que Dios se abra a quien así le
busca. Fijémonos a este respecto lo que el autor del libro de los Proverbios
pone en la boca de Dios personificado en su Sabiduría: “Yo amo a los que me
aman, y los que me buscan me encontrarán. Conmigo están la riqueza y la gloria,
la fortuna sólida y la justicia. Mejor es mi fruto que el oro, que el oro puro,
y mi renta mejor que la plata acrisolada” (Pr 8,17-19).
A estas alturas
creo que tenemos suficientes datos para comprender que la elección de la
Sabiduría, en realidad la elección del mismo Dios, no tiene que ver nada con
una especie de renuncia ascética, el sacrificio por el sacrificio, la negación
por la negación, como si tuvieran valor por sí mismos. Además, el hombre que
piensa así, con tal estrechez de corazón y
mente, lleva adherido a su ser una auténtica bomba de relojería que
termina por estallar, desmoronando su equilibrio psíquico. En definitiva,
llegamos a Dios no por renuncias sino por elección.
La Escritura
habla de una elección sumamente ventajosa no sólo pensando en el cielo, sino
también mientras vivimos en la tierra; es ventajosa, es, utilizando el lenguaje
normal del mundo de las finanzas: “el mejor negocio” en el que nos podemos
embarcar. La Sabiduría lo es todo para el que a todo aspira, y la encuentra el
que la busca y la rebusca, como dice el autor del libro de los Proverbios: “…Si
la buscas como la plata y como un tesoro la rebuscas” (Pr 2,4).
Hemos recogido
algunos textos de los libros de la Sabiduría y los Proverbios con el fin de
ofrecer signos distintivos que caracterizan al verdadero buscador de Dios, de
su Sabiduría. A través de estos textos se nos ha diseñado la personalidad de
quien la Escritura llama un sabio. Éste conoce la insatisfacción de todo lo que
le rodea no porque sea nocivo, sino porque nada de ello está a la altura de su
grandeza, la de su alma y corazón. Por ello decidió, escogió y buscó con toda su
ser penetrar en el Misterio de Dios; aunque nos parezca una barbaridad, buscó a
Dios y ¡se hizo con Él, sí, con el mismo Dios! Utopía y delirio, decimos todos
incluido yo mismo; sin embargo, es el mismo Dios quien se ha puesto en nuestras
manos en la persona de su Hijo.
Lo realmente
bello de estos textos y tantísimos más que nos brinda el Antiguo Testamento es
que se abren como promesa y profecía. Ya sabemos que todo el Antiguo Testamento
alcanza su cumplimiento y plenitud en Jesucristo. Quizá no tengamos tan claro
que estas promesas-profecías también alcanzan su plenitud en sus discípulos; es
en ese contexto que Jesús da el toque final, el acabado perfecto de lo que es
un sabio, lo definió con esta brevísima parábola: “El Reino de los Cielos es
semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre,
vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende lo que tiene y
compra el campo” (Mt 13,44).
El kairós: la ocasión
de su vida
Fijémonos bien
y dejémonos de banalidades y, sobre todo, de marear la perdiz; vayamos al grano.
Este hombre de quien habla Jesucristo se desprendió de sus bienes no por
ascesis, ni siquiera por altruismo que podrían ir implícitos en su gesto;
tampoco porque haya llegado a una especie de nirvana que le ha hecho
indiferente e impasible ante los bienes de este mundo, pasando así a una
especie de fusión con el cosmos, sus energías, etc. Nuestro hombre es ajeno a
todas estas praxis purificadoras, está simplemente realizando, como dije antes,
el gran negocio de su vida. Tiene ante sus ojos la oportunidad de hacerse no
con un tesoro, sino con el Tesoro por excelencia, y decide hacer una
“transacción de bienes”; sabe que este tesoro conlleva la carta de ciudadanía
para ser hijo de la Sabiduría que le preparará y enseñará a vivir y estar junto
a Dios, de cuyo amor nunca dudará ya que esta elección ha sido propuesta por
Él.
De la
abundancia del corazón rebosa la boca, dice Jesús. Echamos mano de la analogía,
y afirmamos que de la abundancia del
corazón de este hombre hablan sus hechos. Vende todos sus bienes para poder
hacerse con el Tesoro eterno e inmortal. “Donde está tu tesoro, ahí está tu
corazón”, había dicho Jesús (Mt 6,21). Si el corazón de este hombre hubiera
estado anclado, sometido a sus bienes, no hubiera tenido discernimiento para
apropiarse del tesoro del que habla –en realidad lo ofrece- el Hijo de Dios.
La catequesis
que encierra esta parábola de Jesús es impresionante; viene a decirnos que sólo
estos hombres alcanzan la madurez en el discipulado porque son creíbles. Los
verdaderos buscadores de Dios tienen un olfato espiritual increíble, y también
un oído hipersensible para distinguir y reconocer entre los predicadores del
Evangelio los que vomitan palabrería y los que anuncian la Palabra desde el
corazón, en realidad la llevan sembrada en él.
Los buscadores
de Dios reconocen instintivamente a estos pastores según su corazón, ven en
ellos a los hijos de la Sabiduría, así los llama Jesús: “…La Sabiduría se ha
acreditado por todos sus hijos” (Lc
7,35).
Son creíbles y
son fiables porque transparentan el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6), por
eso le siguen. Los que les escuchan saben muy bien que las palabras que llegan
a sus oídos no son de los hombres, sino de su Señor y Maestro (Lc 10,16). Él,
el Maestro, es quien les enseña a ser pastores, sus pastores según su corazón.
De estos pastores, en cuyos labios se derrama la Sabiduría de Dios, hablarán
los profetas de Israel. Recordemos la bellísima profecía de Malaquías, cumplida
-como ya sabemos- en el Buen Pastor y sus pastores: “Los labios del sacerdote
atesoran la Sabiduría, y en su boca se busca la Palabra; porque él es el
enviado de Dios” (Ml 2,7).
Cómo no
reconocer en el apóstol Pablo a uno de estos pastores esperanzadoramente
profetizado por Malaquías. Oigámosle: “Que nos tengan los hombres por
servidores de Jesucristo y administradores de los Misterios de Dios…” (1Co
4,1). No, no va Pablo a entregar su vida al servicio de sus ideas, sino por lo
que realmente vale la pena: ¡Para partir el pan del Misterio de Dios a los
hambrientos!
En su misión
evangelizadora pronto se olvida que es doctor de la Ley; no echa mano de
técnicas pedagógicas, recursos, o bien oratorias cursis para captar la atención
de sus oyentes. Le basta y le sobra con la fuerza y sabiduría interior que
fluye natural de su comunión con Jesucristo, una comunión que le lleva a estar
crucificado con Él (Gá 2,19). Este es su aval ante los hombres a la hora de
anunciar el Evangelio, el aval de la comunión perfecta. Es por ello que siendo
el Evangelio de su Señor, también lo es
suyo por apropiación, de ahí que pueda hacer referencia a “mi Evangelio”. “A
Aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de
Jesucristo: revelación de un Misterio…” (Rm 16,25). De ahí la fuerza de su
predicación, la consistencia cautivadora que irradiaban sus palabras. Pablo
hará constancia a los de Tesalónica de la fuerza persuasiva de su predicación.
“…Ya que os he predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también
con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión…” (1Ts 1,5).
Pastores según el corazón de Dios, pastores según el
Emmanuel, según su relación con el Padre, según su libertad interior, según su
sabiduría ante los bienes de este mundo, según su amor incondicional a los
hombres, según su entrega, y no con lamentos sino con el canto victorioso de
los que poseen la Vida… Por eso la pueden dar y la dan en su pastoreo, lo más
parecido al de su Maestro y Señor. Estos son los pastores que el mundo necesita
y busca.