domingo, 29 de septiembre de 2024
Salmo 97(96).- Yahvé triunfante
Salmo 98(97) - El juez de la tierra
Salmo 96(95) - Yahvé, rey y juez
sábado, 28 de septiembre de 2024
Salmo 95(94) - Invitatorio
Salmo 94(93) - El Dios de justicia
Partiendo la PalabraDom. XXVI T. Ord.(Mc. 9,38-43.45.47-48) (29-09-2024)
jueves, 26 de septiembre de 2024
Salmo 93(92).- El Dios de majestad
Salmo 91(90).- Bajo las alas divinas
Salmoo 92(91).- Cántico del justo
martes, 24 de septiembre de 2024
SALMO 89(88).- Himno y oración al Dios fiel
Salmo 89 (88)
1Poema. De Etán, el ezrajita.
2 Cantaré eternamente la misericordia del Señor,
anunciaré tu fidelidad de generación en generación.
3 Pues yo dije: «Tu misericordia es un edificio eterno.
Has afianzado tu fidelidad más que el cielo».
4 Sellé una alianza con mi elegido,
jurando a David, mi siervo:
5 «Voy a fundar tu descendencia por siempre,
y de generación en generación
construiré un trono para ti».
6 El cielo proclama tu maravilla, Señor,
y tu fidelidad, en la asamblea de los ángeles.
7 ¿Quién como el Señor entre las nubes?
¿Quién como el Señor entre los seres divinos?
8 Dios es temible en el consejo de los ángeles,
grande y terrible con toda su corte.
9 Señor de los Ejércitos, ¿quién como tú?
El poder y la fidelidad te rodean.
10 Tú dominas el orgullo del mar,
y amansas las olas que se elevan.
11 Tú aplastaste a Rahab como a un cadáver,
tu brazo poderoso dispersó a tus enemigos.
12 Tuyo es el cielo, la tierra te pertenece,
tú fundaste el mundo y todo lo que hay en él.
13 Tú has creado el Norte y el Sur.
El Tabor y el Hermón aclaman tu nombre.
14 Tu brazo es poderoso,
tu izquierda es fuerte y alta tu derecha.
15 Justicia y Derecho sostienen tu trono.
Misericordia y Fidelidad preceden tu rostro.
16 Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:
caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro.
17 Tu nombre es su gozo cada día,
y tu justicia es su orgullo.
18 Tú eres su honor y su fuerza,
y con tu favor levantas nuestra frente.
19 Porque el Señor es nuestro escudo,
nuestro Rey, el Santo de Israel.
20 Antaño hablaste en una visión a tus fieles:
«He prestado auxilio a un valiente,
he exaltado a un elegido de entre el pueblo:
21 encontré a David, mi siervo,
y lo he ungido con mi óleo sagrado,
22 para que mi mano esté siempre con él,
y mi brazo lo haga valeroso.
23 El enemigo no podrá engañarlo,
ni humillarlo el perverso.
24 Ante él aplastaré a sus opresores
y heriré a sus enemigos.
25 Mi fidelidad y mi misericordia estarán con él,
y por mi nombre crecerá su poder:
26 extenderé su izquierda hasta el mar,
y su derecha hasta los ríos. .
27 Él me invocará: <'¡Tú eres mi padre,
mi Dios y mi roca salvadora!».
28 y yo lo haré mi primogénito,
excelso sobre los reyes de la tierra.
29 Mantendré por siempre mi amor por él,
y mi alianza con él será firme.
30 Le daré una descendencia por siempre,
y un trono duradero como el cielo.
31 Si sus hijos abandonan mi ley,
y no siguen mis normas;
32 si profanan mis estatutos
y no guardan mis mandamientos,
33 castigaré su trasgresión con la vara,
y sus culpas con azotes.
34 Pero nunca les retiraré mi amor,
ni desmentiré mi fidelidad.
35 Nunca violaré mi alianza,
ni cambiaré mis promesas.
36 Por mi santidad, una vez juré:
«Jamás mentiré a David;
37 su descendencia será perpetua,
su trono, como el sol en mi presencia,
38 como la luna, asentada para siempre:
su trono será más firme que el cielo».
39 Tú, en cambio, lo has rechazado y despreciado,
te encolerizaste contra tu ungido.
40 Has roto la alianza con tu siervo,
has profanado hasta el suelo su corona.
41 Has derribado sus murallas
y arruinado sus fortalezas.
42 Todos los que pasan lo saquean,
se ha vuelto la burla de sus vecinos.
43 Has exaltado la diestra de sus opresores,
has alegrado a todos sus enemigos.
44 Quitaste el filo de su espada,
y no lo has sostenido en la batalla.
45 Quebraste su cetro glorioso,
y has derribado su trono por tierra.
46 Has acortado los días de su juventud,
y lo has cubierto de vergüenza.
47 ¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido?
¿Hasta cuándo arderá el fuego de tu cólera?
48 ¡Recuerda, Señor, lo breve que es mi vida,
lo rápido que pasan los hombres que has creado!
49 ¿Quién vivirá sin ver la muerte?
¿Quién rescatará su vida de las garras de la tumba?
50 ¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia,
que, por tu fidelidad, juraste a David?
51 Acuérdate, Señor, de la deshonra de tus siervos:
llevo en mi pecho todas las afrentas de los pueblos.
52 ¡Acuérdate, Señor, de cómo te ultrajan tus enemigos,
de cómo ultrajan las pisadas de tu ungido!
53 iBendito el Señor por siempre!
. ¡Amén! ¡Amén!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Dios siempre fiel
El libro de los salmos nos presenta un himno majestuoso que ensalza a Dios por su asombroso amor. Un amor que permanece vivo en toda su intensidad a través del tiempo y que, en este caso, tiene un destinatario concreto: Israel. «Cantaré eternamente la misericordia del Señor, anunciaré tu fidelidad de generación en generación. Pues yo dije: “Tu misericordia es un edificio eterno. Has afianzado tu fidelidad más que el cielo”».
Señala el autor del salmo un punto culmen en el que el amor de Dios brilla y alcanza su máxima expresión; nos referimos a la alianza que ha hecho con David, alianza que se convierte en garantía de la supervivencia del pueblo elegido: «Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: “Voy a fundar tu descendencia por siempre, y de generación en generación construiré un trono para ti”».
La alianza hecha con David estremece sus entrañas. De su corazón abierto por este amor tan especial, surge la invocación más profunda que puede expresar un ser humano: «Mi fidelidad y mi misericordia estarán con él, y por mi nombre crecerá su poder... Él me invocará: “¡Tú eres mi padre, mi Dios y mi roca salvadora!”... Mantendré siempre mi amor por él, y mi alianza con él será firme».
Sin embargo, a una cierta altura, vemos al autor sumido en una profunda crisis. Pone en duda las promesas de Dios, su amor incondicional e irreversible y, sobre todo, su fidelidad a la alianza que Él mismo ha proclamado con sus labios: «Tú, en cambio, lo has rechazado y despreciado, te encolerizaste contra tu ungido. Has roto la alianza con tu siervo, has profanado hasta el suelo su corona... ¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia, que, por tu fidelidad, juraste a David?».
¿Qué ha podido pasar para que nuestro autor cambie el tono festivo y majestuoso de su canto y dé lugar a la queja y lamentación? Simplemente está evocando el destierro que el pueblo padece, y no comprende cómo se puedan compaginar las promesas y la alianza hechas por Dios, con la derrota y humillación de Israel a causa de sus enemigos.
Percibimos que no ve más allá del momento concreto por el que el pueblo elegido está atravesando que, como hemos dicho, es su destierro. No es capaz de otear el horizonte para captar la trascendencia que tiene toda palabra que sale de la boca de Dios, palabra que siempre se cumple. En su desazón, le falta sabiduría para entender que todas las promesas de Yavé tienen su plena realización en el Mesías.
El profeta Isaías nos arroja un poco de luz iluminando las dudas del salmista y haciéndonos ver que estas son infundadas. El profeta anuncia al Mesías como aquel en quien va a permanecer estable la promesa-alianza hecha por Dios, y que Israel ha roto con su desobediencia: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él... Yo, Yavé, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (Is 42,1-6).
El mismo Isaías reafirma su profecía en otro texto: «Así dice Yavé: En tiempo favorable te escucharé, y en día nefasto te asistiré. Yo te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo, para levantar la tierra, para repartir las heredades desoladas, para decir a los presos: salid, y a los que están en tinieblas: mostraos» (Is 49,8-9).
Es este un anuncio glorioso que culmina con una fastuosa aclamación en la que se invita a toda la creación a alabar a Yavé porque, como anunciaba al principio el salmista, su amor permanece, Dios no ha cambiado de parecer; más aún, se canta su amor, esta vez universal, a todas las gentes y los pueblos: «Mira: estos vienen de lejos, esos otros del norte y del oeste, y aquellos de la tierra de Siním. ¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría, pues Yavé ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (Is 49,12-13).
El Señor Jesús, preanunciado por el profeta, es la alianza indestructible, imperecedera. Es una alianza acrisolada al fuego y, por ello, resiste y se mantiene ante todos los pecados habidos y por haber, imaginables e inimaginables de toda la humanidad.
Jesucristo, la alianza permanente de Dios con el hombre, es presentado así por Zacarías cuando ve en su hijo Juan Bautista al precursor de Aquel que colma las expectativas de todos los israelitas, y también de todos los hombres que, con corazón sincero, buscan a Dios: «Bendito sea el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo... haciendo misericordia a nuestros padres, recordando su santa Alianza» (Lc 1,68-72). Aclaremos que, en Israel, el verbo recordar no hace relación a la memoria sino a un hacer presente. Dios recuerda su santa Alianza quiere decir, pues, que la hace presente, la actualiza.
SALMO 90(89).-Fragilidad del hombre
Salmo 90 (89)
1 Súplica. De Moisés, hombre de Dios.
Señor, tú has sido nuestro refugio
de generación en generación.
2 Antes que nacieran los montes
y la tierra y el mundo fueran engendrados,
desde siempre y por siempre, tú eres Dios.
3 Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «¡Volved, hijos de Adán!».
4 Mil años son a tus ojos
como el ayer, que pasó,
una vigilia en la noche.
5 Tú los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
6 por la mañana germina y brota,
por la tarde la cortan y se seca.
7 Sí, tu ira nos ha consumido,
y tu cólera nos ha transformado.
s Pusiste nuestras faltas ante ti,
nuestros secretos, ante la luz de tu rostro.
9 Nuestros días pasaron bajo tu cólera,
y como un suspiro se acabaron nuestros años.
10 Setenta años es el tiempo de nuestra vida,
ochenta, cuando es robusta.
y su mayor parte es fatiga inútil,
pues pasan aprisa y nosotros volamos.
11 ¿Quién conoce la fuerza de tu ira,
y quién ha sentido el peso de tu cólera?
12 iEnséñanos a calcular nuestros años,
para que tengamos un corazón sensato!
13 Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
¡Ten compasión de tus siervos!
14 Sácianos por la mañana con tu amor,
y nuestra vida será júbilo y alegría.
15 Alégranos, por los días en que nos castigaste,
por los años en que sufrimos desgracias.
16 Que tus siervos vean tu obra,
y sus hijos tu esplendor.
17 Venga sobre nosotros la bondad del Señor,
y confirme la obra de nuestras manos.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Las espaldas de Dios
Este salmo nos ofrece la oración de un sabio de Israel, fruto de su reflexión ante la perennidad y eternidad de Yavé: «Antes que nacieran los montes y la tierra y el mundo fueran engendrados, desde siempre y por siempre, tú eres Dios... Mil años son a tus ojos como el ayer, que pasó, una vigilia en la noche». Al mismo tiempo que proclama la grandeza de Dios porque sus días no tienen fin, señala la caducidad y precariedad del ser humano: «Tú los siembras año por año, como hierba que se renueva: por la mañana germina y brota, por la tarde la cortan y se seca... Setenta años es el tiempo de nuestra vida, ochenta, cuando es robusta. Y su mayor parte es fatiga inútil, pues pasan aprisa y nosotros volamos».
Este sabio, inspirado por el Espíritu Santo, relaciona la vida limitada del hombre con el hecho de que el pecado habita en él. Pecado que está a modo de acusación ante los ojos de Dios y cuyo veneno podría indicar por qué el hombre tiene cerrado el acceso a la inmortalidad: «Pusiste nuestras faltas ante ti, nuestros secretos a la luz de tu rostro. Nuestros días pasaron bajo tu cólera, y como un suspiro se acabaron nuestros años».
La reflexión que, al menos en buena parte de su contenido, nos parece cargada de pesimismo, nos lleva a la oración que pronunció el rey Ezequías cuando fue librado por Yavé de una enfermedad incurable. Isaías le anuncia que Yavé le va a conceder unos años más de vida. Es entonces cuando el rey eleva un cántico de gratitud a Dios por su intervención. En su alabanza, anuncia proféticamente que Dios tomará sobre sí mismo el pecado del hombre destruyendo así el sello de la muerte que tiene grabado.
Aparece ya, en el Antiguo Testamento, vislumbrada la esperanza en la inmortalidad del hombre, iluminando así las sombras de pesimismo que habíamos percibido en el salmista. Vemos cómo el canto de acción de gracias de Ezequías afirma que los justos están habitados por Dios, y que su Espíritu está en ellos lleno de vida: «El Señor está con ellos, viven y todo lo que hay en ellos es vida de su Espíritu» (Is 38,16). Recordemos que, en la Escritura , los justos no son los intachables sino los que buscan a Dios. La esperanza del rey, se fundamenta en el hecho de que Dios mismo ha cargado a sus espaldas el pecado del hombre con su poder destructor: «Entonces mi amargura se cambiará en bienestar, pues tú preservaste mi alma de la fosa de la nada, porque te echaste a la espalda todos mis pecados» (Is 38,17).
Volvemos a nuestro salmista y observamos que su inicial tono pesimista se abre a una súplica esperanzadora: «Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? ¡Ten compasión de tus siervos!». ¡Vuélvete! Le grita a Dios. ¡Apiádate de nosotros! ¡No nos dejes abatidos en nuestras sombras de muerte...! Y Dios se volvió hacia el hombre. Se acercó a nuestra indigencia y precariedad en forma de cordero para cargar con el pecado del mundo (Jn 1,29).
En la Escritura, el verbo quitar significa tomar sobre sí. Es ahí donde vemos el amor y la delicadeza de Dios para con el hombre. Toma nuestro pecado sobre sí mismo, no como un gesto grandilocuente sino porque sólo Él, y haciéndolo suyo, podía destruirlo.
La revelación que había tenido Ezequías de que Dios tomaría los pecados de toda la humanidad sobre sus espaldas, la vemos cumplida en el Señor Jesús. Él, cargando sobre sí mismo la cruz, grabó todos los pecados de la historia sobre sus espaldas. Con ellos descendió hasta el sepulcro donde perdieron todo su poder; la podredumbre propia de la muerte los deshizo. Una vez consumada la derrota del mal, resucitó glorioso y vencedor.
En el Señor Jesús, destructor del pecado, del mal y de la muerte, podemos permanecer en pie ante Dios sin avergonzarnos (Lc 21,36). Estar en pie ante Dios, en el Evangelio, indica que el hombre ha sido revestido de la victoria y gloria del Señor Jesús, el cordero inocente y liberador.
El Evangelio nos presenta una imagen plástica del Hijo de Dios cargando sobre sus espaldas al hombre tal y como es: con sus desviaciones y lejanías de Dios. Errante igual que Caín cuando consumó el odio contra su hermano, Dios en su propio Hijo sale en su busca hasta que lo encuentra. Cuando le alcanza y está cara a cara con él, en vez de recriminarle, lo toma sobre sus espaldas y lo conduce hasta el Padre. Nos referimos a las palabras del Señor Jesús que expresan la alegría sentida por Él, buen Pastor, cuando consigue dar con la oveja: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros...» (Lc 15,4-5).
Que Dios nos conceda sabiduría para comprender que tenemos que ser encontrados por Él; para entender que todas sus entrañas de amor y misericordia están contenidas en su santo Evangelio. Por y en él, Dios nos sigue y seguirá buscando hasta el último de nuestros días.
lunes, 23 de septiembre de 2024
SALMO 88(87).-Lamento en la extrema aflicción
1 Cántico. Salmo. De los hijos de Coré. Del maestro de coro.
Para la enfermedad. Para la aflicción. Poema.
De Hemán, el ezrajita.
2 Señor, Dios mío, de día te pido auxilio,
y de noche grito en tu presencia.
3 Llegue mi plegaria hasta ti,
inclina tu oído a mi clamor.
4 Porque mi alma está llena de desgracias,
y mi vida está al borde de la tumba.
5 Me ven como a los que bajan a la fosa,
me he quedado como un hombre sin fuerzas,
6 tengo mi cama entre los muertos,
como las víctimas que yacen en el sepulcro,
de las que ya no te acuerdas,
porque fueron arrancadas de tu mano.
7 Me has arrojado a lo hondo de la fosa,
en medio de las tinieblas del abismo.
8 Tu cólera pesa sobre mí,
me echas encima todas tus olas.
9 Has alejado de mí a mis conocidos,
y me han vuelto repugnante para ellos:
estoy encerrado, no puedo salir,
10 y mis ojos se consumen de tristeza.
Yo te invoco todo el día,
extiendo mis manos hacia ti:
11 «¿Harás maravillas por los muertos?
¿Se levantarán las sombras para alabarte?
12 ¿Hablarán de tu amor en la sepultura,
y de tu fidelidad en el reino de la muerte?
13 ¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla,
y tu justicia en el país del olvido?».
14 Pero yo grito hacia ti, Señor,
mi plegaria llega a ti por la mañana.
15 Señor, ¿por qué me rechazas
y me escondes tu rostro?
16 Desde la infancia he sido desgraciado, un moribundo,
he padecido tus horrores, estoy agotado.
17 Tu cólera pasó sobre mí,
tus terrores me han consumido.
18 Me rodean como las aguas todo el día,
y todos juntos me envuelven de una vez.
19 Alejas de mí a mis parientes y a mis amigos,
y las tinieblas son mi compañía.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
De las tinieblas a la luz
Es éste, un salmo en el que la angustia de su autor alcanza la más despiadada de las aflicciones.
Al salmista le fluye el dolor de lo más profundo de sus entrañas. Parece que no hay nada ni nadie, ni siquiera Dios, que abra una puerta de esperanza a su hundimiento. Nos recuerda la figura de Job, un hombre sobre quien se abate el mal en toda su crudeza a pesar de que, según él, ha caminado siempre en la inocencia y rectitud. Escuchémos a Job: «Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: ¡no me condenes, hazme saber por qué me enjuicias... aunque sabes muy bien que no soy culpable» (Job 10,1-6).
Hay un aspecto que nos sobrecoge: Ni Job ni el salmista tienen respuesta de parte de Dios que pueda iluminarles acerca del mal que se ceba en ellos. Su situación no puede ser más aplastante. Su tragedia consiste en que el mal ha sobrevenido sobre ellos como si fuera un buitre voraz que les arranca y descuartiza el alma.
Oímos al salmista invocar a Dios casi como advirtiéndole de que, en el lugar de la muerte y tinieblas, donde cree que está a punto de yacer, no podrá alabarle ni cantar su misericordia y su lealtad: «Yo te invoco todo el día, extiendo mis manos hacia ti: ¿Harás maravillas por los muertos? ¿Se levantarán las sombras para alabarte? ¿Hablarán de tu amor en la sepultura, y de tu fidelidad en el país del olvido? ».
Más expresiva, si cabe, es la lamentación de Job. Su esperanza en Dios ha sido barrida de su alma hasta el punto de pensar que ya no es él su Padre, sino la misma muerte: «Mi casa es el abismo, en las tinieblas extendí mi lecho. Y grito a la fosa: ¡Tú, mi padre! Y a los gusanos: ¡mi madre y mis hermanos! ¿Dónde está, pues, mi esperanza...? ¿Van a bajar conmigo hasta el abismo? ¿Nos hundiremos juntos en el polvo?» (Job 17,13-16).
Todo, absolutamente todo se ha cerrado para nuestros dos personajes. Nos ponemos en su piel y les podemos oír musitar en su interior: ¡Quién sabe si Dios no es más que una quimera, un simple deseo del hombre que le impulsa a proyectar un Ser supremo capaz de hacerle sobrevivir a la muerte!
Sabemos cómo Dios acompañó a Job en su terrible prueba, cómo le fue enseñando en su corazón a fin de limpiar la imagen deformada que tenía de Él. Es así como pudo plasmar en su espíritu su verdadero rostro, muy lejos, o mejor dicho, totalmente otro, del que había formado con su limitada mente. De un modo u otro, todos partimos de una imagen deformada de Dios que, tarde o temprano, se convierte en un simple espejismo. Por eso nos es muy importante ver la evolución de Job. Efectivamente, al final del Libro de Job, vemos cómo distingue entre el Dios en el que creía antes, y el que conoce una vez pasado por el crisol de la prueba. Oigamos su confesión: «Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro... Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Job 42,3-5).
En cuanto a nuestro salmista, no hay en él un final feliz como en Job. Sin embargo, sabemos que este hombre orante, como los de todos los salmos, es imagen de Jesucristo. Si todo queda cerrado y opaco para el hombre orante, no es así para el Hijo de Dios. Es cierto que en su muerte se dieron cita todas las tinieblas de la tierra: «Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona» –es decir, desde las doce hasta las tres de la tarde, hora de su muerte– (Lc 23,44).
Si es cierto que sobre el crucificado se cernieron todas las tinieblas de las que hemos oído hablar al salmista, más cierto aún es que, en su muerte, su Padre abrió los cielos para recogerle resucitándole. El Señor Jesús vivió las mismas angustias del salmista, pero su fe de que volvía al Padre, como así lo proclamó a lo largo de su vida, actuó como una espada que, al mismo tiempo que abría los cielos, golpeó mortalmente a las tinieblas.
Que el Hijo de Dios penetró los cielos dejándolos abiertos para siempre y para nosotros, nos lo cuenta san Marcos presentando unos testigos de primera mano, los mismos apóstoles: «Estando a la mesa con los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación... Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,14-19).
Partiendo la Palabra Tuyo soy Señor, tu eres mi Fuente. V
domingo, 22 de septiembre de 2024
SALMO 87(86).-Sion madre de los pueblos
De los hijos de Coré. Salmo. Cántico.
1 Sión fue construida sobre el monte santo,
2 y el Señor prefiere sus puertas
a todas las moradas de Jacob.
3 ¡Qué glorioso pregón para ti,
oh ciudad de Dios!
4 «Contaré a Egipto y a Babilonia
entre tus fieles.
Filisteos, tirios y etíopes
han nacido allí».
5Y se dirá de Sión:
«Todo hombre ha nacido aHí.
El Altísimo en persona la ha fundado».
6 El Señor inscribe a los pueblos en el registro:
«Este hombre ha nacido aHí».
7 Y cantarán mientras danzan:
«Todas mis fuentes se encuentran en ti».
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La nueva Jerusalém
Es este un canto jubiloso y, al mismo tiempo, profético acerca de Jerusalén. Se exalta el amor de Yavé a la Ciudad Santa. En su fundación, Él la ha elevado sobre toda la creación: «Sión fue construida sobre el monte santo, y el Señor prefiere sus puertas a todas las moradas de Jacob. ¡Qué glorioso pregón para ti, oh ciudad de Dios...».
La profecía anuncia su maternidad espiritual: Todas las razas, los hijos de todos los pueblos de la tierra, serán inscritos en ella: «Y se dirá de Sión: “Todo hombre ha nacido allí. El Altísimo en persona la ha fundado”. El Señor inscribe a los pueblos en el registro: “Este hombre ha nacido allí”».
Esta maravillosa profecía se ve fortalecida con el sello de autoridad que le da el anuncio, también profético, que Yavé proclama por medio de Isaías. Al hecho consumado del saqueo y posterior devastación de Jerusalén, sucedió que la esperanza del pueblo cayó en un desmayo profundo. Afloraron las dudas acerca de la veracidad de las promesas que Yavé había pronunciado sobre Israel y, más concretamente, sobre la Ciudad Santa. Entonces la palabra de Yavé desciende sobre el profeta, quien proclama con fuerza que Jerusalén será reconstruida sobre una roca, una piedra angular inamovible: «Por eso, así dice el Señor Yavé: He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental, quien tuviere fe en ella no vacilará» (Is 28,16). El profeta veladamente está anunciando la nueva Jerusalén, la ciudad que extenderá la santidad y la luz de Dios hasta los confines de la tierra.
Los Santos Padres reconocieron en la Iglesia, la Jerusalén universal anunciada por los profetas. Ella es la Ciudad Santa que, por recibir el evangelio del Señor Jesús, habrá de fecundar y engendrar hijos en todas las naciones, razas y culturas.
El mismo Señor Jesús dirá que Él será la roca, la piedra angular sobre la que se edificará la ciudad que ha de reflejar la santidad y la presencia de Dios hasta los pueblos más remotos de la tierra. Será de todos los pueblos. Jesucristo lo afirma, al mismo tiempo que afirma también su muerte, cuando anuncia a los sumos sacerdotes y a los fariseos la parábola de los viñadores homicidas, identificándose con el heredero de la viña a quien los labradores empujaron fuera de ella y mataron. Jesús culmina la parábola con la profecía de Isaías, haciéndoles ver que esta tiene su cumplimiento en Él (Mt 21,33-42).
Por su parte, el apóstol Pedro compara a esta nueva Jerusalén con un grandioso templo espiritual y universal. En él, los discípulos del Señor Jesús somos piedras vivas, y todos estamos fundados y enraizados en la piedra angular anunciada por Isaías. Piedra angular, roca que no es otra que el Hijo de Dios: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual... Pues leemos en : He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en ella no será confundido» (1Pe 2,4-6). Vemos cómo Pedro, a la luz del Espíritu Santo, identifica la profecía de Isaías con la fundación de la Iglesia por parte del Señor Jesús.
Por otro lado, también el apóstol Pablo ve en la Iglesia a la Jerusalén ensalzada y glorificada por tantos autores del Antiguo Testamento, especialmente los de los salmos. Pablo nos indica por qué la nueva Jerusalén, la Iglesia, es madre de los pueblos: por su vinculación con la piedra angular: Jesucristo. Él mismo confirmará la permanencia de la Iglesia, su fortaleza ante cualquier poder destructivo, tanto si viene del exterior como de sus crisis internas. Lo reafirma con estas palabras que dirige a Pedro cuando este lo reconoce como el Hijo de Dios: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Seol –los abismos– no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).
sábado, 21 de septiembre de 2024
SALMO 86(85).-Oracion en la contrariedad
Salmo 86 (85)
1 Oración. De David.
¡Inclina tu oído, Señor, respóndeme,
porque soy pobre e indigente!
2 ¡Protégeme, porque soy fiel,
salva a tu siervo que confía en ti!
3 ¡Tú eres mi Dios, ten piedad de mí, Señor,
pues te invoco todo el día!
4 iAlegra el alma de tu siervo,
pues levanto mi alma hacia ti!
5 Tú eres bueno, Señor, y perdonas,
rico en amor con todos los que te invocan.
6 Señor, escucha mi oración,
considera mi voz suplicante.
7 En el día de la angustia grito a ti,
pues tú me respondes, Señor.
8 ¡No tienes igual entre los dioses,
nada hay que iguale tus obras!
9 Vendrán todas las naciones
a postrarse en tu presencia, Señor,
y a bendecir tu nombre:
10 «Tú eres grande, y haces maravillas.
¡Tú eres el único Dios!».
11 Enséñame, Señor, tu camino,
y caminaré según tu verdad.
Mantén íntegro mi corazón
en el temor de tu nombre.
12 Yo te doy gracias de todo corazón, Dios mío,
daré gloria a tu nombre por siempre,
u pues grande es tu amor para conmigo:
tú me sacaste de las profundidades de la muerte.
14 Oh Dios, los soberbios se levantan contra mí,
una banda de violentos persigue mi vida,
sin tenerte en cuenta a ti.
15 Pero tú, Señor, Dios de piedad y compasión,
lento a la cólera, rico en amor y fidelidad,
16 vuélvete hacia mí, ten piedad de mí.
Da fuerza a tu siervo,
salva al hijo de tu esclava.
17 Dame una señal de bondad:
mis enemigos la verán y quedarán avergonzados,
porque tú, Señor, me auxilias y consuelas.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Dinos quién eres tú
Un hombre que quiere ser fiel a Dios presenta ante Él su desventura y su pobreza para recabar su apoyo y cercanía. Tiene miedo de que las adversidades por las que está pasando debiliten su fe y confianza, por eso apela a Dios: «¡Inclina tu oído, Señor, respóndeme, porque soy pobre e indigente! ¡Protégeme, porque soy fiel, salva a tu siervo que confía en ti! ¡Tú eres mi Dios, ten piedad de mí, Señor, pues te invoco todo el día».
La súplica del salmista está llena de sabiduría ya que, a un cierto momento, parece como si se agarrase con toda su alma a Dios para pedirle que sea Él quien le enseñe el camino para no desviarse de la verdad, que esté a su lado para poder mantenerse fiel. Es consciente de que, si apoya su relación con Dios en sí mismo, no habría posibilidad de mantenerla ya que estaría sustentada en su debilidad, más frágil que el más fino de los hilos: «Enséñame, Señor, tu camino, y caminaré según tu verdad. Mantén íntegro mi corazón en el temor de tu nombre».
¡Enséñame! Así grita nuestro hombre. En las Escrituras, el verbo enseñar no tiene tanto nuestro significado académico o didáctico cuanto dar a conocer en el sentido de revelar. En este caso es como si dijese a Dios: date a conocer a mi espíritu, revélame tu misterio.
Yavé acoge la súplica de éste y tantos personajes del Antiguo Testamento que se dirigen a Dios con esta o parecidas súplicas.
El profeta Isaías anuncia gozoso la promesa que colmará los deseos de estos hombres, y proclama con fuerza, ¡Sí! Dios nos enseñará sus caminos: «Sucederá en días futuros que el monte de la casa de Yavé será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte de Yavé, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos» (Is 2,2-3). Hay que tener en cuenta que en las Escrituras se da el paralelismo entre enseñar el camino y enseñar la Palabra.
Dios cumple su promesa al enviar a su Hijo como único Maestro, el único que puede darnos a conocer el misterio de Dios. Él es el revelador del rostro del Padre. El mismo Señor Jesús se autoproclama como el único Maestro que tiene poder para revelar el misterio de la Palabra; por ella, así revelada, podemos conocer al Padre: «Vosotros –está hablando a sus discípulos– no os dejéis llamar Rabbí, porque uno sólo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23,8).
Es importante observar cómo Mateo encabeza con el verbo enseñar la proclamación de las bienaventuranzas hecha por Jesús, algo así como si estuviera abriendo la puerta para recibir las ocho palabras que hacen bienaventurados –hijos de Dios– a los hombres: «Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu...» (Mt 5,1-3).
La revelación de Dios, de la Palabra , sólo es posible una vez que el Señor Jesús se levanta victorioso de la muerte. Es entonces cuando el resucitado tiene poder para abrir la inteligencia del hombre, de forma que pueda recibir y comprender el misterio de Dios oculto en la Palabra: «Jesús entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras...» (Lc 24,45).
Dada la imposibilidad que tiene el hombre para penetrar el misterio de Dios, Él mismo abre su mente para hacerse presente en su espíritu con toda su fuerza y su amor.
A este respecto sería bueno acudir a un acontecimiento del pueblo de Israel que, por su paralelismo, prepara el milagro del Señor Jesús: abrir nuestra inteligencia, penetrarnos con su Palabra de vida, poniendo así nuestros pasos en su camino que culmina en el Padre. El acontecimiento bíblico es el siguiente: Cuando Israel sale de Egipto se encuentra con el muro de las aguas del mar Rojo. No hay posibilidad de caminar hacia la tierra prometida. Es entonces cuando el brazo de Dios se traslada al brazo de Moisés, quien lo levanta por la palabra que Él le ha ordenado. Ante el brazo de Moisés, se abrieron las aguas de derecha a izquierda, apareciendo así un camino por el que el pueblo pudo pasar. Recordemos que el brazo de Yavé significa su poder.
El Señor Jesús es el enviado del Padre como Maestro, aquel que enseña, aquel que revela, aquel que abre muros imposibles, aquel que, siendo el camino, marca las huellas que nos conducen a Dios. San Juan termina el prólogo de su Evangelio con estas palabras: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Contado, es decir, Él nos lo ha dado a conocer, más aún, nos lo ha revelado; que esto es lo que significa en toda su profundidad el verbo contar en el contexto que san Juan nos está comunicando.
¡Dinos quién eres tú! Han clamado a Dios los hombres de todos los tiempos. Él Responde: ¡Ahí tenéis a mi Hijo! Él os dirá quién soy Yo. ¡Escuchadle en su Evangelio! ¡En él estoy!