domingo, 29 de septiembre de 2024

Salmo 97(96).- Yahvé triunfante

Texto Bíblico


1¡El Señor es Rey! ¡Exulta la tierra,
se alegran las islas numerosas!
2 Tinieblas y Nubes lo rodean,
Justicia y Derecho sostienen su trono.
3 Delante de él avanza un fuego,
que devora en torno a sus enemigos.
4 Sus relámpagos deslumbran el mundo,
y, al verlos, la tierra se estremece.
sLos montes se derriten como cera
ante el Señor de toda la tierra.
6 El cielo anuncia su justicia,
y todos los pueblos contemplan su gloria.
7 Los que adoran estatuas se avergüenzan,
todos los que se enorgullecen de los ídolos.
Porque ante él se postran todos los dioses.
8 Sión lo oye y se alegra,
y exultan las ciudades de Judá
por tus sentencias, Señor.
9 Porque tú eres, Señor,
el Altísimo sobre toda la tierra,
más elevado que todos los dioses.
10 El Señor ama al que detesta el mal,
él protege la vida de sus fieles
y los libra de la mano de los malvados.
11 La luz se alza para el justo,
y la alegría para los rectos de corazón.
12 ¡Alegraos, justos, con el Señor,
y celebrad su memoria santa

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Diréis a los montes...

Himno de alabanza que canta la omnipotencia de Dios. Toda 
la creación es movida a expresar con clamor jubiloso la 
soberanía de Yavé: «¡El Señor es Rey! ¡Exulta la tierra, se 
alegran las islas numerosas! Tinieblas y Nubes lo rodean, 
Justicia y Derecho sostienen su trono».
La alegría a la que son invitados todos los habitantes 
de la tierra respira un trasfondo catequético muy profundo. 
Apunta al júbilo incontenible del hombre que experimenta la 
fuerza de Dios que actúa como salvación ante los más 
destructores y sanguinarios opresores de los hombres: los 
ídolos. «Los montes se derriten como cera ante el Señor de
toda la tierra. El cielo anuncia su justicia, y todos los 
pueblos contemplan su gloria».
Detengámonos ante esta aclamación: «Los montes se 
derriten como cera ante el Señor de toda la tierra». Los 
montes en la Escritura significan los ídolos. Todos los 
pueblos levantan sus altares y celebran sus cultos en lo
alto de los montes. También Israel, imitando los cultos de 
los pueblos vecinos, levantará sobre los montes sus altares 
a divinidades paganas. Este culto idólatra fue uno de los 
caballos de batalla de los profetas en sus denuncias al 
pueblo elegido. En el trasfondo de estos cultos paganos 
subyace una terrible constatación: el culto a los ídolos 
genera más confianza y seguridad que el culto a Yavé.
Escuchemos a los profetas: «Alargué mis manos todo el 
día hacia un pueblo rebelde que sigue un camino equivocado 
en pos de sus pensamientos; pueblo que me irrita en mi 
propia cara de continuo y sacrifican en los jardines y 
queman incienso sobre ladrillos... Que quemaron incienso en 
los montes y en las colinas me afrentaron» (Is 65,2-7).
Jeremías señala a los pastores de Israel como 
incitadores que extravían al pueblo haciendo vagar sus 
ovejas de monte en monte, de ídolo en ídolo. Proclama 
también que este servilismo a la idolatría, en definitiva a 
la mentira en la peor de sus acepciones, ha sido la causa 
de la ruina de Israel: «Ovejas perdidas era mi pueblo. Sus 
pastores las descarriaron, extraviándolas por los montes. 
De monte en collado andaban, olvidaron su aprisco. 
Cualquiera que las topaba las devoraba, y sus contrarios 
decían: no cometemos ningún delito puesto que ellos pecaron 
contra Yavé» (Jer 50,6-7).
Parecida denuncia a los pastores la encontramos en 
Ezequiel: «No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no 
habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba 
herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la 
perdida... Mi rebaño anda errante por todos los montes y
altos collados...» (Ez 34,4-6). 

Sin embargo, el profeta nos abre a la esperanza al 
proclamar la promesa de que Dios mismo se va a encargar de 
pastorear a su rebaño. Lo pastoreará, velará por él y lo 
reunirá de entre todos los montes por donde se ha 
dispersado: «Porque así dice el Señor Yavé: Aquí estoy yo; 
yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un 
pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de 
sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las 
recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado 
en día de nubes y brumas» (Ez 34,11-12).
Dios, al encarnarse en Jesús de Nazaret, cumple la 
profecía que acabamos de leer. El Señor Jesús ha dado su 
vida para que nosotros la tengamos en abundancia: la 
abundancia de Dios. «Yo he venido para que tengan vida y la 
tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor 
da su vida por las ovejas» (Jn 10,10-11). 
He aquí la promesa de Dios cumplida. Sin embargo, 
somos débiles de corazón, y los montes de los ídolos siguen 
estando frente a nosotros; más aún, junto a nosotros, nos 
codeamos con ellos todos los días, y no hay duda de que son 
atrayentes y nos llaman: el dinero, la fama, la mentira...
y, sobre todo, la más sutil de las idolatrías: «las 
componendas» entre los ídolos y el Dios vivo.
Ante esta realidad de tantos montes que se nos 
imponen, el discípulo del Señor Jesús no se mira a sí 
mismo, pues nada tiene para oponerse a tanta seducción. Sus 
ojos se dirigen al Señor Jesús y considera dignas de 
crédito, es decir, fiables, las palabras que salieron de su 
boca; entre ellas el hecho de que esos montes pueden ser 
desplazados, que son tan inconsistentes como la cera.
El creyente, que está en comunión con el Señor Jesús 
por considerar fiable el Evangelio –esto es la fe–, es 
revestido de la fuerza de Dios para desplazar cualquier 
idolatría que se interponga en su seguimiento hacia Dios. 
Fuerza que nos ha sido prometida y garantizada por el mismo 
Señor Jesús: «Yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de 
mostaza, diréis a este monte: desplázate de aquí allá, y se 
desplazará, y nada os será imposible» (Mt 17,20).

Salmo 98(97) - El juez de la tierra


1 Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas:
su diestra y su santo brazo
le han dado la victoria.
2 El Señor da a conocer su victoria,
ha revelado a las naciones su justicia.
3 Se acordó de su amor y su fidelidad
en favor de la casa de IsraeL
Los confines de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.
4 ¡Aclama al Señor, tierra entera,
y da gritos de alegría!
5 ¡Tocad el arpa para el Señor,
que suenen los instrumentos!
6 iCon trompetas y al son de cornetas,
aclamad al Señor rey!
7 Retumbe el mar y cuanto contiene,
el mundo y sus habitantes.
8 Aplaudan los ríos,
griten los montes de alegría
9 ante el Señor,
porque viene
para gobernar la tierra.
Gobernará el mundo con justicia
y los pueblos con rectitud.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

El brazo de Yavé

Nos encontramos ante una entonación de carácter épico que 
canta el poder y la fuerza de Dios quien, con su santo 
brazo, ha elevado a Israel por encima de todos los pueblos 
de la tierra. Israel tiene conciencia de haber sido así 
enaltecido por la diestra y el brazo de Yavé, símbolos de
su poder y su fuerza: «Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas: su diestra y su santo brazo le 
han dado la victoria».
Israel tiene inculcada hasta la médula la protección 
que Yavé le ha dado ya desde sus orígenes. Cada vez que su 
diestra y su brazo actúan en su favor, el pueblo se reúne 
para expresar con cánticos triunfales sus alabanzas y su 
acción de gracias.
Por ejemplo, después de pasar el mar Rojo y siendo 
testigos de la derrota infligida por Yavé a sus enemigos, 
entonan alrededor de Moisés su canto de bendición y 
alabanza a su santo brazo: «¿Quién como tú, Yavé, entre los 
dioses? ¿Quién como tú, glorioso en santidad, terrible en 
prodigios, autor de maravillas? Extendiste tu diestra y los 
tragó la tierra. Guiaste en tu bondad al pueblo rescatado...» (Éx 15,11-13).
Israel ensalza el brazo de Yavé en este canto de 
bendición no sólo por haber hundido bajo las aguas al 
ejército egipcio, sino también por el temor que este 
acontecimiento salvador provocó en los reyes de los pueblos 
de la tierra prometida cuando tuvieron conocimiento de 
ello. Efectivamente, todos los habitantes de esta tierra se 
estremecieron ante la inminente llegada del pueblo elegido, 
al que veían protegido por el brazo del Dios que les había 
sacado de Egipto: «Lo oyeron los pueblos y se turbaron...
los príncipes de Edón se estremecieron, se angustiaron los 
jefes de Moab, y todas las gentes de Canaán temblaron. 
Pavor y espanto cayó sobre ellos. La fuerza de tu brazo los 
hizo enmudecer como una piedra...» (Éx 15,14-16).
El profeta Isaías anuncia que el brazo de Yavé, es 
decir, su fuerza y su poder, se habría de revelar, hacerse 
presente, en el Mesías Salvador. Como todas las obras de 
Dios, su brazo se hará visible ante los hombres, sin 
apariencia, sin presencia, sin poder humano..., para que 
así brille en todo su esplendor su fuerza: «¿Quién dio 
crédito a nuestra noticia? Y el brazo de Yavé, ¿a quién se 
le reveló? Creció como un retoño delante de él, como raíz 
de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; le vimos 
y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable, 
desecho de hombres...» (Is 53,1-3).
Como no tenía apariencia ni presencia, y el hombre, en 
su necedad, sólo valora la fachada, apetecible a sus gustos e intereses, fue llevado a la muerte. Crucificaron al Mesías, al Hijo de Dios, pero no pudieron aniquilar en el Calvario la diestra, el brazo de Yavé que reposaba y habitaba en Él. De hecho, el brazo de Yavé rompió el sepulcro y fue levantado el Señor Jesús. Así lo anuncia el 
apóstol Pedro a los judíos cuando, juntamente con Juan, fue 
conducido ante el Sanedrín: «El Dios de nuestros padres 
resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole 
de un madero. A este le ha exaltado Dios con su diestra...» (He 5,30-31).
Este anuncio de Pedro es el primer eslabón de una 
cadena ininterrumpida de sucesivos anuncios y 
proclamaciones de la victoria del Señor Jesús, y que 
alcanza hasta los más remotos confines de la tierra, dando 
así cumplimiento a la profecía contenida en nuestro salmo: 
«El Señor da a conocer su victoria, ha revelado a las 
naciones su justicia. Se acordó de su amor y su fidelidad
en favor de la casa de Israel. Los confines de la tierra 
han contemplado la victoria de nuestro Dios...».
Profecía que el Señor Jesús abre en toda su dimensión 
universal al anunciar su ya inminente muerte: «Cuando 
hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que 
Yo Soy» (Jn 8,28). Lo que está proclamando Jesucristo es 
que, aunque en el Sanedrín vaya a ser condenado por «su 
apariencia», es decir, como alguien sin ningún valor, sin 
ninguna virtud, más aún, como alguien que no será 
precisamente ningún modelo digno a imitar en lo que 
respecta a las prescripciones religiosas de Israel, lo 
cierto es que, una vez condenado, cuando sea elevado en la 
cruz, todos los hombres podrán saber, más allá de la 
engañosa apariencia, que sí, que es Dios, pues esto es lo 
que significa el «sabréis que Yo Soy». Yo Soy es el nombre de Yavé.
Los primeros en saberlo no fueron los sumos 
sacerdotes, ni los escribas, ni los servidores del culto 
del templo, ni el pueblo llano que asistía a las 
celebraciones religiosas. Los primeros en saberlo fueron 
los gentiles, los paganos, justamente aquellos a quienes 
las leyes de Israel tenían prohibida la entrada en el 
templo y en las sinagogas. Fue, efectivamente, el centurión 
romano y su guarnición los que, ante la muerte de Jesús, 
hicieron la primera profesión de fe (Mt 27,54).
La proclamación de fe de estos paganos alrededor del 
Hijo de Dios crucificado, da cumplimiento a las palabras 
proclamadas por Jesús: «Hay primeros que serán últimos y 
hay últimos que serán primeros» (Mc 10,31). Quizá habrá que 
ambicionar estar entre estos últimos de los que habla 
Jesús, para llegar un día a reconocerle como Dios y Salvador nuestro. 


Salmo 96(95) - Yahvé, rey y juez

1 ¡Cantad al Señor un cántico nuevo!
¡Cantad al Señor, tierra entera!
2 ¡Cantad al Señor, bendecid su nombre!
¡Proclamad día tras día su victoria,
3 anunciad entre las naciones su gloria,
sus maravillas a todos los pueblos!
4 ¡Porque el Señor es grande y digno de alabanza,
más terrible que todos los dioses!
5 Pues los dioses de los pueblos son apariencia,
mientras que el Señor ha hecho el cielo.
6 Majestad y esplendor le preceden,
Fuerza y Belleza están en su templo.
7 ¡Familias de los pueblos, aclamad al Señor!
¡Aclamad la gloria y el poder del Señor!
8 Aclamad la gloria del nombre del Señor,
entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.
9 Adorad al Señor en sus atrios sagrados.
¡Tiembla, tierra entera, en la presencia del Señor!
10 Decid a las naciones: ¡El Señor es Rey!
Él afianzó el mundo y nunca vacilará.
Él gobierna a los pueblos con rectitud.
11 Que se alegre el cielo y exulte la tierra,
retumbe el mar y todo lo que contiene.
12 Que aclamen los campos y cuanto existe en ellos,
que griten de alegría los árboles del bosque
13 ante el Señor que viene.
Viene para gobernar la tierra:
gobernará el mundo con justicia
y las naciones con fidelidad


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Anunciad al mundo

El salmista hace una invitación al pueblo a expresar la 
grandeza y soberanía de Yavé prorrumpiendo en un himno 
glorioso, un canto triunfal que se extienda por toda la 
tierra. El eco de sus voces ha de llegar a todo ser 
viviente de forma que todos se asocien a la proclamación de 
la majestad de Yavé: «¡Cantad al Señor un cántico nuevo!
¡Cantad al Señor, tierra entera! ¡Cantad al Señor, bendecid 
su nombre!».
Esta celebración festiva que sale de las entrañas de 
lo que podríamos llamar la comunidad litúrgica de Israel, 
nos recuerda el cántico triunfal que el pueblo entonó 
cuando vio con sus propios ojos y sintió en sus carnes la 
salvación que Dios les concedió al atravesar incólumes el 
mar Rojo, al tiempo que sus perseguidores quedaban 
sepultados por las aguas: «Entonces Moisés y los israelitas 
cantaron este cántico a Yavé. Dijeron: Canto a Yavé pues se 
cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro. 
Mi fortaleza y mi canción es Yavé. Él es mi salvación. Él, mi Dios, yo le glorifico, el Dios de mi padre, a quien exalto...Mandaste tu soplo, los cubrió el mar; se hundieron 
como plomo en las temibles aguas. ¿Quién como tú, Yavé, entre los dioses? ¿Quién como tú, glorioso en santidad, terrible en prodigios, autor de maravillas?» (Éx 15,1-11).
Sin embargo, hay una nota distintiva entre el cántico 
de Israel al cruzar el mar Rojo y el que estamos viendo en 
este salmo. La distinción consiste en que se nos habla de 
un canto nuevo; y esto porque la salvación de Dios ya no es 
una experiencia exclusiva para Israel sino que se amplía a 
todos los pueblos; por eso hay que anunciarla a todos los hombres: «¡Proclamad día tras día su victoria, anunciad entre las naciones su gloria, sus maravillas a todos los 
pueblos!».
Es evidente que, conforme Israel va conociendo más a Dios, mayor es su conciencia de que la salvación no conoce frontera alguna. Hay, pues, que salir de los límites del 
pueblo para anunciar a toda la tierra que Dios es salvador universal. Todo hombre es digno de ver su gloria y sus maravillas. He aquí la novedad de este canto; sus ecos han de alcanzar a toda la humanidad.
El libro de Isaías termina con una profecía cargada de esperanza en este sentido. Nos anuncia que Yavé vendrá areunir a todas las naciones, que todas ellas serán testigos 
de su gloria. Para ello enviará a sus misioneros, incluso hasta las islas más alejadas: «Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria. Pondré 
en ellos una señal y enviaré de entre ellos algunos supervivientes a las naciones: a Tarsis, Put y Lud, Mesek, Ros, Tubal y Yaván; a las islas remotas que no oyeron mi 
fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las 
naciones» (Is 66,18-19).
El anuncio del profeta Isaías tiene su cumplimiento al enviar Dios a su Hijo no solamente al pueblo de Israel sino a todo el mundo, y no para juzgarlo sino para salvarlo, 
como Él mismo afirmó: «Porque tanto amó Dios al mundo que 
dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).
El Señor Jesús lleva a su término la misión encomendada por su Padre. Carga sobre sí los pecados de 
todos los hombres del mundo: los del pasado, presente y futuro. En este combate contra el mal sufre la aparente derrota de ser llevado al sepulcro. 
Dios Padre, cuya Palabra sobrepasa toda apariencia, hace resplandecer su fuerza levantando a su Hijo de la muerte. El Señor Jesús, con la victoria sobre el mal en sus manos, envía a sus discípulos a todas las naciones para anunciar el Evangelio Sade la salvación: «Jesús se acercó a ellos y les habló así: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas 
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».
Desde sus orígenes, la Iglesia entendió perfectamente 
que había recibido el Evangelio de la salvación como don de 
Dios para todos los hombres. Por ello los apóstoles, al mismo tiempo que se sintieron enviados por el Señor Jesús, saben que tienen el poder de seguir enviando discípulos para anunciar el nombre que da la vida eterna a todo ser humano.
Cuando aconteció el martirio de Esteban, muchos discípulos se dispersaron hacia países limítrofes como Fenicia, Chipre y Antioquía. Al principio anunciaban el Evangelio solamente a los judíos, pero pronto también lo transmitieron a los gentiles. Llegada la alentadora noticia a la Iglesia de Jerusalén de la buena disposición de los 
gentiles ante el anuncio, los apóstoles enviaron a Bernabé 
a Antioquía. Este, al ver cómo crecía la comunidad, fue en 
busca de Pablo y permanecieron allí durante un año entero 
anunciando la Palabra a una gran muchedumbre (He 11,19-26).

sábado, 28 de septiembre de 2024

Salmo 95(94) - Invitatorio

1 Venid, cantemos jubilosos al Señor,
aclamemos a la Roca que nos salva.
2 Entremos a su presencia con alabanzas,
vamos a adamarlo con instrumentos.
3 Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses.
4 Tiene en sus manos las profundidades de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes.
5 Suyo es el mar, pues él lo hizo,
la tierra firme, que modelaron sus manos.
6 Entrad, postraos e inclinaos,
bendiciendo al Señor que nos ha creado.
7 Porque él es nuestro Dios
y nosotros somos su pueblo,
el rebaño que él guía.
¡Ojalá escuchéis hoy su voz!:
8 «No endurezcáis vuestros corazones
como sucedió en Meribá,
como en el día de Masá, en el desierto,
9 cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras».
10 Durante cuarenta años
aquella generación me disgustó. Entonces dije:
«Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mis caminos.,.
11 Por eso he jurado en mi cólera:
Nunca entrarán en mi descanso»,


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

El manantial de la roca

Este salmo es un himno de aclamación a Dios en el que el 
pueblo canta gozoso las maravillosas intervenciones que Él 
ha realizado en su favor. Es una proclamación festiva de la 
historia de salvación acontecida en Israel. Es también una 
exhortación al pueblo para que no vuelva a endurecer su corazón ante la obra de Yavé, tal y como aconteció en el desierto: «¡Ojalá escuchéis hoy su voz!: “No endurezcáis vuestros corazones como sucedió en Meribá, como en el día de Masá, en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”».
Una vez expuesta la línea panorámica del himno, vamos 
a centrarnos en el aspecto que nos parece más importante, 
ya que señala uno de los pilares de la espiritualidad de 
Israel: su concepción de Yavé como su roca protectora: 
«Venid, cantemos jubilosos al Señor, aclamemos a la Roca 
que nos salva. Entremos a su presencia con alabanzas, vamos 
a aclamarlo con instrumentos».
Hay un momento en la marcha de Israel por el desierto en que el pueblo, agotado y sediento, se siente sin fuerzas y al borde de la muerte. Es tal su desesperación que la emprende con Moisés culpabilizándole de la situación límite que está padeciendo: «No había agua para la comunidad, por 
lo que se amotinaron contra Moisés y contra Aarón. El pueblo protestó contra Moisés, diciéndole: “Ojalá 
hubiéramos perecido igual que perecieron nuestros hermanos 
delante de Yavé. ¿Por qué habéis traído la asamblea de Yahvé a este desierto, para que muramos en él nosotros y nuestros ganados? ¿Por qué nos habéis subido de Egipto, 
para traernos a este lugar pésimo, donde no hay sembrado, ni higuera, ni viña, ni ganado, y donde no hay ni agua para beber?”» (Núm 20,2-5).
Moisés y Aarón suplicaron a Yavé cayendo rostro en tierra. Este se dirigió a Moisés y le dijo que reuniese al pueblo ante la roca, y que de ella brotarían las aguas que 
habían de salvar al pueblo, quien así lo hizo: «Y Moisés alzó la mano y golpeó la peña con su vara dos veces. El agua brotó en abundancia, y bebió la comunidad y su ganado»
(Núm 20,11).
A partir de este acontecimiento salvador, la figura de Dios como roca protectora será, como ya fue antes expuesto, uno de los pilares de la espiritualidad de Israel, y punto de referencia de los profetas a la hora de llamar al pueblo 
a la conversión. Así Isaías hace ver a su pueblo que la invasión a la que va a ser sometido es por haberse 
olvidado, es decir, haber dejado de lado a la roca de su fortaleza, es decir, a Dios: «Aquel día estarán tus 
ciudades abandonadas, como cuando el abandono de los bosques y matorrales, ante los hijos de Israel: habrá desolación. Porque olvidaste a Dios, tu salvador, y de la 
roca de tu fortaleza no te acordaste...» (Is 17,9-10).
El apóstol Pablo, hijo de Israel, partícipe de su espiritualidad, ve en la roca que alivió las gargantas 
abrasadas de los israelitas en el desierto, un anuncio del mismo Jesucristo: «No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés, 
por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento 
espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, 
pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca 
era Jesucristo» (1Cor 10,1-4). Fijémonos bien, Pablo ve al 
Señor Jesús bajo la figura de la roca que, abriéndose, hizo 
emerger de sus entrañas el manantial de aguas que convirtió 
al pueblo extenuado en el desierto, en un pueblo en pie y en camino hacia la libertad.
Como manantial de aguas vivas es como se presenta el Señor Jesús ante la samaritana. La experiencia que esta mujer tiene de agua es la que encuentra en un pozo que, por 
si fuera poco, está fuera de la ciudad. Todos los días tiene que cargar con su cántaro al hombro, hacer un camino penoso haga frío o calor. Todo un trabajo ingrato, total 
para hacerse con unos litros de agua que, precisamente por 
ser estancada, crea serias dudas acerca de su salubridad. Jesús, sentado en el pozo, espera a la samaritana, imagen de toda la humanidad, cuya calidad de vida deja mucho que desear ya que el agua de la supervivencia depende 
de su esfuerzo. Esto bíblicamente significa para el hombre construir su vida con sus manos, es decir, como una obra solamente suya. Sólo cuentan sus criterios.
El Señor Jesús, sentado, espera a la samaritana, a todo hombre, y le ofrece unas aguas vivas dentro de su propio ser. No hay que salir fuera a buscarlas, no hay que cargar ningún cántaro. Están dentro, son un manantial, están vivas, no estancadas; por eso pueden saltar hacia lo alto, hacia la vida eterna, hacia el Padre, que este es el 
sentido bíblico del texto; hacia Dios, origen de estas aguas vivas: de Él brotaron y a Él vuelven, y nosotros con ellas porque fueron nuestra bebida. Es evidente, las aguas 
vivas son el mismo Dios en forma de Palabra. Todo aquel que 
la acoge es catapultado hacia Él: «Dijo Jesús: Todo el que 
beba de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4,13-14).

Salmo 94(93) - El Dios de justicia

1jSeñor, Dios de la venganza!
¡Oh Dios de la venganza, manifiéstate!
2 ¡Levántate, oh juez de la tierra,
dales su merecido a los soberbios!
3 ¿Hasta cuándo, Señor, los injustos,
hasta cuándo triunfarán los injustos?
4 Se desbordan sus palabras insolentes,
todos los malhechores se jactan.
5 Aplastan a tu pueblo, Señor,
humillan a tu heredad;
6 matan a la viuda y al extranjero,
asesinan a los huérfanos.
7 y comentan: «El Señor no lo ve,
el Dios de ]acob no se entera... ».
8 Enteraos, necios de remate.
Ignorantes, ¿cuándo entenderéis?
9 El que plantó el oído, ¿no va a oír?
El que formó el ojo, ¿no va a ver?
10 El que educa a las naciones, ¿no va a castigar?
El que instruye al hombre, ¿no va a saber?
11 El Señor sabe que los pensamientos del hombre
no son más que un soplo.
12 Dichoso el hombre a quien tú educas, Señor,
al que enseñas tu ley,
13 dándole descanso en los días malos,
mientras al injusto se le abre una fosa.
14 Porque el Señor no rechaza a su pueblo,
nunca abandona su heredad;
15 el justo alcanzará su derecho,
los rectos de corazón tendrán porvenir.
16 ¿Quién se levanta a mi favor contra los malvados?
¿Quién se coloca a mi lado
contra los malhechores?
17 Si el Señor no me hubiera socorrido,
ya estaría yo habitando en el silencio.
18 Cuando me parece que voy a tropezar,
tu amor me sostiene, Señor.
19 Cuando se multiplican mis preocupaciones,
me alegran tus consuelos.
20 ¿Podrá acaso aliarse contigo un tribunal infame
que dicta sentencias injustas en nombre de la ley?
21 Aunque atenten contra la vida del justo
y condenen a muerte al inocente,
22 el Señor será mi fortaleza,
Dios será la roca donde me refugio.
23 Él es quien les pagará por su injusticia,
y los destruirá por la maldad que cometen.
¡El Señor, nuestro Dios, los destruirá!


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Las dos alianzas

Un hombre justo y fiel se desahoga ante el hecho de que los 
impíos hacen valer su fuerza y poder para oprimir al pueblo 
santo de Dios. El salmista llega incluso a pedir a Yavé que 
ejecute sobre ellos la venganza que arde en su corazón:
«¡Señor, Dios de la venganza! ¡Oh Dios de la venganza, 
manifiéstate! ¡Levántate, oh juez de la tierra, dales su 
merecido a los soberbios! ¿Hasta cuándo, Señor, los 
injustos, hasta cuándo triunfarán los injustos?... Aplastan
a tu pueblo, Señor, humillan a tu heredad».
Hay un punto en la oración de este hombre que nos ilumina profundamente. Es la clara señalización de la línea 
divisoria existente entre los impíos y los justos. Hombre justo es aquel que se deja corregir por Dios: «Dichoso el hombre a quien tú educas, Señor, al que enseñas tu ley, dándole descanso en los días malos, mientras al injusto se 
le abre una fosa».
Sin embargo, hay una realidad que se impone, y es que la impiedad no es un título que llevan en su frente sólo las naciones paganas que acosan a Israel. La misma 
Jerusalén, la ciudad de Yavé por excelencia, se ha convertido por sus rebeldías en un nido de impiedad y de maldad. 
Oigamos al profeta Ezequiel: «Así dice el Señor Yavé: esta es Jerusalén; yo la había colocado en medio de las naciones, y rodeado de países. Pero ella se ha rebelado 
contra mis normas con más perversidad que las naciones, y 
contra mis decretos más que los países que la rodean» (Ez 5,5-6).
En términos parecidos se expresa el profeta Jeremías, sólo que su denuncia viene acompañada por la súplica, pidiendo a Yavé que no desprecie la sede de su gloria: 
Jerusalén con su templo. Es enternecedora la limpieza y 
transparencia a la hora de poner ante Yavé la perversidad 
de su pueblo para, a continuación, suplicarle que, por amor 
de su nombre, no rompa su alianza con él: «Reconocemos, 
Yavé, nuestras maldades, la culpa de nuestros padres; que hemos pecado contra ti. No desprecies, por amor de tu nombre, no deshonres la sede de tu gloria. Recuerda, no anules tu alianza con nosotros» (Jer 14,20-21).
Así pues, por una parte, el pueblo es incapaz de cumplir la alianza, y por otra, Dios no puede anularla 
porque ha dado como garantía su Palabra. Parece como si Dios se encontrase en un callejón sin salida. Claro, que callejones sin salida en casos así sólo existen para quien no ama, y Dios es amor, Dios ama al hombre. Y lo que va a 
hacer es sellar su alianza  imposible al hombre de 
cumplirla a causa de su impiedad y rebeldía– en su propio Hijo:
Dios verdadero y también hombre, en la persona de Jesucristo.
El profeta Isaías anuncia este sello del Mesías. Dios mismo va a constituir a su Hijo como la alianza que el pueblo no ha podido llevar adelante. Alianza que abarcará a 
todas las naciones, y que será luz que ha de abrir los ojos de todos aquellos que viven encerrados y prisioneros de sus tinieblas: «Yo, Yavé, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del 
pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas» (Is 42,6-7).
El Señor Jesús, como signo de que Él es la alianza nueva y definitiva entre Dios y los hombres, celebra la 
víspera de su pasión la Eucaristía con los apóstoles haciendo presente de una vez para siempre que la alianza entre Dios y los hombres ha sido sellada por y en Él: «Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio 
diciendo: este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; 
haced esto en recuerdo mío. De igual modo, después de 
cenar, tomó la copa, diciendo: esta copa es la Nueva Alianza en 
mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-22).
Es importante puntualizar que san Lucas tiene interés en señalar que, en Jesucristo, la alianza es nueva, y que está fundamentada en su sangre, en su ofrecimiento al Padre 
como cordero sin mancha, es decir, limpio de impiedad y rebeldía. 
El Señor Jesús, al mismo tiempo que se ofrece al Padre, se ofrece también al hombre otorgándole la alianza inviolable que se convierte para él en el Arca de su salvación. Por la alianza de Jesucristo, los hombres, impíos y rebeldes como somos, podemos entrar en comunión con Dios.
El autor de la Carta a los hebreos establece con maestría la diferencia entre las dos alianzas. La antigua, que sitúa al hombre en un deseo y un querer que le abocan
en la frustración del no poder. Y la nueva que, aceptada como don, comprada por el Hijo de Dios con su propia sangre, sí nos catapulta a Dios. Leamos este texto que 
señala a Jesucristo como único mediador de la Nueva Alianza 
que salva a toda la humanidad: «Por eso Jesucristo es 
mediador de una nueva alianza; para que, interviniendo su 
muerte para remisión de las transgresiones de la primera 
alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Heb 9,15)

Partiendo la PalabraDom. XXVI T. Ord.(Mc. 9,38-43.45.47-48) (29-09-2024)



*¿Vive Jesús en mí?*

La mayoría de los que leéis estos textos, dedicáis buena parte de vuestro tiempo a apacentar las ovejas que Jesús os ha confiado, como a Pedro (Jn 21,15...). El Evangelio de hoy nos pregunta si predicamos en nuestro nombre o en el de Jesús. Pablo nos da pistas seguras acerca de este tema pues su experiencia anterior a su Discipulado es determinante. Su "saber" las Escrituras de memoria no le libró de sus cargas morales ni de perseguir a personas cuya culpa era creer que Jesús era el Mesías que Israel esperaba. El caso es que fue conocer a Jesús y anunciarle, no desde su engañosa sabiduría, sino desde la de Jesús resucitado. Lo sabemos por lo que escribió a los creyentes de Corinto: "Cuando fui donde vosotros, prescindí de la Sabiduría a anunciaros el Misterio de Dios... Enseñamos una Sabiduría divina, misteriosa, escondida, destinada por Dios para nuestra gloria, desconocida por los príncipes de este mundo, pues de haberla conocido no hubiesen crucificado al Señor... Y Dios nos la reveló a nosotros... (1 Co 2, 1-10) *Esto es predicar en el Nombre de Jesús.*

P. Antonio Pavía 
comunidadmariamadreapostoles.com

jueves, 26 de septiembre de 2024

Salmo 93(92).- El Dios de majestad

1 El Señor es Rey, vestido de majestad,
el Señor está vestido y ceñido de poder:
el mundo está firme y nunca vacilará.
2 Tu trono está firme desde el origen,
y tú existes desde siempre.
3 Levantan los ríos, oh Señor,
levantan los ríos su voz,
levantan los ríos su fragor.
4 Pero más que el estruendo de las aguas torrenciales,
más imponente que el oleaje del mar,
más imponente es el Señor en las alturas.
5 Tus testimonios son efectivamente firmes,
la santidad es el adorno de tu casa,
Señor, por días sin término.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

La majestad de Dios

Es este un himno solemne que proclama la realeza y majestad 
de Dios sobre toda la creación. Su trono es eterno como 
eterno es su poder: «El Señor es Rey, vestido de majestad, 
el Señor está vestido y ceñido de poder: el mundo está 
firme y nunca vacilará. Tu trono está firme desde el 
origen, y tú existes desde siempre».
En medio de este canto triunfal se hace mención de las 
aguas, que también manifiestan su poder levantando sus 
bramidos: «Levantan los ríos, oh Señor, levantan los ríos 
su voz, levantan los ríos su fragor». Con frecuencia, las 
aguas aparecen en la Escritura como la sede de las fuerzas 
del mal; fuerzas que son hostiles a Dios, a su pueblo y, en 
general, al hombre.
Nos acercamos a Job y nos hacemos eco de su queja y 
lamento. No comprende la prueba por la que Dios le está 
haciendo pasar y le interpela, le pregunta si acaso ve en 
él al monstruo marino para que le castigue tanto: «Por eso 
no he de contener mi boca, hablaré en la angustia de mi 
espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma. ¿Acaso soy 
yo el mar, soy el monstruo marino, para que pongas guardia 
contra mí?» (Job 7,11-12).
Por su parte, el profeta Isaías anuncia la invasión 
que va a sufrir Israel a causa de su culto vacío e 
idólatra. Profetiza que Yavé mismo llamará al invasor para 
asolar al pueblo, y compara la fuerza de sus ejércitos con 
el bramido del mar: «He aquí que el Señor hace subir contra 
ellos las aguas del río embravecidas y copiosas. Desbordará por todos sus cauces –el rey de Asur con toda su fuerza–,
invadirá todas sus riberas. Seguirá por Judá anegando a su 
paso hasta llegar al cuello...» (Is 8,7-8).
Son muchos los textos de la Escritura en los que se 
manifiesta el poder destructor de las aguas. Poder que, a 
veces, se interpone ante la acción de Yavé para salvar a su 
pueblo; como, por ejemplo, las aguas del mar Rojo que 
impedían a los israelitas salir de Egipto hacia la 
libertad. Dios ejerció entonces su poder ante el cual las 
aguas destructoras se abrieron, dejando un camino para que 
el pueblo pudiese traspasarlas (cf Éx 14,15-31).
Este hecho salvífico de Dios para con su pueblo, sirve 
de argumento al profeta Isaías para forzar a Yavé a que 
mire con amor a Israel, que sufre el destierro, y vuelva a 
salvarlo: «¡Despierta, despierta, revístete de poderío, oh 
brazo de Yavé! ¡Despierta como en los días de antaño, en 
las generaciones pasadas! ¿No eres tú el que partió a 
Leviatán, el que atravesó el Dragón? ¿No eres tú el que 
secó la mar, las aguas del gran Océano, el que trocó las 
honduras del mar en camino para que pasasen los rescatados?» (Is 51,9-10). Como vemos, Isaías describe las 
aguas destructoras como la morada de Leviatán, el dragón 
marino que simboliza la resistencia a Dios.
Observamos en el salmo que, si bien se anuncia el 
poder de las aguas, se da paso inmediatamente al poder 
superior de Dios que se impone sobre ellas: «Pero más que el 
estruendo de las aguas torrenciales, más imponente que el 
oleaje del mar, más imponente es el Señor en las alturas». 
A la luz de estos y tantos otros textos del Antiguo 
Testamento que marcan la experiencia de Israel, podemos 
captar el profundo significado que tiene el milagro del 
Señor Jesús cuando, estando con sus discípulos en la barca, 
calmó la tempestad que se había levantado. «Jesús, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: ¡Calla, enmudece! El viento se calmó y sobrevino una gran 
bonanza. Y les dijo: ¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe? Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: Pues, ¿quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4,39-41).
El Señor Jesús, al levantarse sobre la barca y ejercer su dominio sobre el mar y sus olas gigantescas, está 
manifestando ante sus discípulos su divinidad. En efecto, los discípulos, empapados de las Escrituras, como todos los 
israelitas, tenían conciencia de que el poder sobre las fuerzas del mar era un atributo exclusivo de Yavé. Tenían claro que Dios había dado a los profetas poder para hacer 
milagros, incluso resucitar muertos, como en el caso de Elías. Pero no tenían conciencia de que nadie hubiera sido revestido con el poder de dominar y silenciar las aguas, 
como habían visto en Jesús. De ahí esa exclamación, mitad de asombro mitad de incredulidad, ¿Quién es este que hasta 
le obedecen las aguas?
Por su parte, Jesucristo es consciente de que acaba de 
manifestar un signo evidente de su divinidad, de que ha ejercido un atributo de Yavé. Es consciente también de que sus discípulos no son capaces de asimilar este 
descubrimiento. Por eso les interpela con estas palabras: 
¿Por qué tenéis tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe? A fin de 
cuentas, lo que está en juego en los apóstoles es su propia vida, ya que aceptar la divinidad del Señor Jesús supone quedarse prendidos de por vida a las palabras que salen de 
su boca: su santo Evangelio. Dilema antiguo que cayó sobre los apóstoles, dilema nuevo porque es el nuestro: No se puede disociar el creer en el Señor Jesús, del adherirse con toda la fuerza de nuestro ser a su mensaje.


Salmo 91(90).- Bajo las alas divinas

1 Tú que habitas al amparo del Altísimo,
y vives a la sombra del Omnipotente,
2 di al Señor: «iRefugio mío, alcázar mío,
Dios mío, confío en tU».
3 Él te librará de la red del cazador,
y de la peste mortal.
4 Te cubrirá con sus plumas,
y debajo de sus alas te refugiarás.
Su brazo es escudo y armadura.
sNo temerás el terror de la noche,
ni la flecha que vuela de día,
6 ni la epidemia que camina en las tinieblas,
ni la peste que devasta a mediodía.

7Caigan a tu lado mil
y diez mil a tu derecha,
a ti no te alcanzará.
8 Basta que mires con tus propios ojos,
para que veas el salario de los malvados,
9 porque hiciste del Señor tu refugio,
y tomaste al Altísimo como defensor.
10 La desgracia nunca te alcanzará,
ninguna plaga llegará hasta tu tienda,
11 pues ha ordenado a sus ángeles
que te guarden en tus caminos.
12 Te llevarán en sus manos,
para que tu pie no tropiece en la piedra.
13 Caminarás sobre serpientes y víboras,
y pisarás leones y dragones.
14 «Yo lo libraré, porque se ha unido a mí.
Lo protegeré, pues conoce mi nombre.
Él me invocará y yo responderé.
15 Con él estaré en la angustia.
Lo libraré y lo glorificaré.
16 Lo saciaré de largos días,
y le haré ver mi salvación».

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

En el secreto de Dios

Este salmo es un canto de alabanza hacia el hombre que sabe 
vivir en el secreto de Dios. Es tal la intimidad que tiene 
con Él, que aun en las más terribles pruebas tiene la 
suficiente confianza para decirle: ¡Refugio mío, alcázar 
mío! «Tú que habitas al amparo del Altísimo, y vives a la 
sombra del Omnipotente, di al Señor: “¡Refugio mío, alcázar 
mío, Dios mío, confío en ti!“».
Ya desde estos primeros versículos, nuestros ojos se 
vuelven veloces hacia Jesucristo. Él vivió su secreto en el 
Padre de quien brotó la fuente de sabiduría que orientó sus 
pasos en el cumplimiento de su misión.
En el Señor Jesús, más que en ningún otro ser humano, 
se cumple la palabra de Dios cuando nos anuncia que «la 
mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el 
hombre mira las apariencias, pero Yahvé mira el corazón»
(1Sam 16,7). Efectivamente, la mirada de los hombres sobre 
Jesucristo no fue capaz de ver en Él más que al hijo de un 
carpintero (cf Mt 13,55). A partir de entonces, esta mirada 
se hizo cada vez más necia e insensata hasta que dio lugar 
al juicio que le llevó a la crucifixión. El Señor Jesús, 
prisionero de la confusión provocada por tanto juicio 
inicuo, apoyó su espíritu en Aquel, el único que le conocía 
verdaderamente, Aquel cuyos ojos traspasaba las apariencias 
y alcanzaba su corazón: su Padre.
Recordémosle en el huerto de los Olivos. En plena 
noche, cuando sus discípulos Pedro, Santiago y Juan caen 
vencidos por el sueño, el Señor Jesús, aun adueñándose el 
temor de todo su ser, saca del tesoro secreto de su corazón 
la oración más profunda que pueda generar la fe: «Padre, si 
quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi 
voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).
Esta oración no es la de un héroe, sino la de alguien 
que se sabe Hijo de Dios. Por ello y consciente de su 
cercana y terrible muerte, sabe que su Padre no dejará de 
ser su roca de salvación. En este atar su voluntad a la 
voluntad de su Padre, vemos el cumplimiento del salmo al 
proclamar: «Yo lo libraré, porque se ha unido a mí. Le 
protegeré, pues conoce mi nombre».
Abrazarse a Él, atarse a su voluntad, este fue el 
gesto y la decisión de Jesús cuando fue conducido a la 
muerte. Abrazado primeramente a ella, esta tuvo que dejar 
su presa ante el acto amoroso del Padre que le arrancó del 
sepulcro. 
Volvemos al salmo para escuchar este anuncio: «Él me 
invocará y yo responderé. Con él estaré en la angustia. Lo
libraré y lo glorificaré». Me llamará... y oímos al Señor 
Jesús pronunciando el nombre del Padre casi al borde de la 
desesperación: ¡Padre, por qué me has abandonado! 
Sobrepuesto de la tentación, volvió a pronunciar su nombre 
con la certeza de su salvación, sabía que Él le 
glorificaría. Confesó como testigo con esta invocación la 
lealtad y fidelidad del Padre: «¡Padre, en tus manos 
encomiendo mi espíritu!». En tus manos, en tu fuerza, en 
Ti, que eres el único que me ha conocido, acompañado y 
consolado; en Ti, el único que, mirando mi corazón, me has 
hallado inocente; en Ti, el único en quien mis secretos 
mesiánicos han encontrado eco; en ti deposito mi vida y mi 
esperanza. ¡Tú me levantarás del sepulcro! 
Sabemos por el evangelio de san Lucas (24,1-8) que, al 
amanecer del domingo, unas mujeres se dirigieron al 
sepulcro con perfumes y aromas. Al entrar y hallando el 
sepulcro vacío, dos ángeles les dijeron: ¿por qué buscáis 
entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha 
resucitado.
¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? 
Eso fue lo que oyeron las mujeres. ¿Cómo iba a permanecer 
en la muerte alguien que ha puesto toda su confianza en 
Dios? El Dios que tuvo siempre misericordia de toda la
humanidad, incluida Israel, de todos sus pecados e 
idolatrías, ¿no iba a actuar en el único que mantuvo su 
inocencia? Habiendo cumplido el Hijo la voluntad del Padre, 
voluntad que le llevó hasta la muerte y muerte de cruz, 
¿iría ahora a defraudar la esperanza del que dio la vida 
con la certeza de recuperarla? ¿Cómo iba a dejarle a merced 
de la muerte? La esperanza de vida eterna de Jesucristo 
hacía parte de sus secretos con el Padre. Por eso el Padre 
quiso que las mujeres oyeran: ¡no busquéis entre los 
muertos al que está vivo! ¡No busquéis entre los derrotados 
al vencedor! ¡No busquéis entre los condenados por 
malhechores al que yo he declarado santo!
Los apóstoles, testigos de la obra gloriosa del Padre 
en su Hijo, la anuncian. Lo vemos, por ejemplo, en la 
siguiente predicación de Pedro: «El Dios de Abrahán, de 
Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado 
a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien
renegasteis ante Pilato...» (He 3,13)

Salmoo 92(91).- Cántico del justo

Salmo. Cántico. Para el día de sábado
  Es bueno dar gracias al Señor,y tocar para tu nombre, oh Altísimo;
3 proclamar por la mañana tu amor y de noche tu fidelidad,
4 con la lira de diez cuerdas, con la cítara,
y las vibraciones del arpa,
5 porque tus acciones, Señor, son mi alegría,y mi júbilo las obras de tus manos.
6 ¡Qué grandes son tus obras, Señor,
qué profundos tus proyectos!
7 El ignorante no los comprende,
el necio no entiende nada de eso.
s Aunque broten como hierba los malvados,
y florezcan todos los malhechores,
serán destruidos para siempre.
9 ¡En cambio tú, Señor,
eres excelso por los siglos!
10 Mira cómo perecen tus enemigos,
y se dispersan todos los malhechores.
11 Tú me das la fuerza de un toro
y me unges con aceite nuevo.
12 Mis ojos ven a los que me vigilan,
mis oídos escuchan a los malhechores.
13 El justo brota como una palmera,
crece como un cedro del Líbano:
14 plantado en la casa del Señor,
crece en los atrios de nuestro Dios.
15 Incluso en la vejez dará fruto,
estará lozano y frondoso,
16 para proclamar que el Señor es recto,
que en mi Roca no existe la injusticia


 Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

El fruto del justo

El Salterio nos ofrece el canto de bendición y alabanza de un fiel. Bendición y alabanza con el fin de ensalzar la concesión del amor y la lealtad de Dios para con él. Este hombre orante siente la necesidad de elevar su alma, llena de gratitud, hacia Dios: «Es bueno dar gracias al Señor, y tocar para tu nombre, oh Altísimo; proclamar por la mañana tu amor y de noche tu fidelidad».
Son varias las razones que motivan e impulsan su corazón hacia Dios para cantar sus favores. Nos vamos a detener en una que nos parece la más relevante: Su vida que, aun en la ancianidad, dará fruto. Esto le hace proclamar que en Dios –su Roca– no existe la mentira ni la maldad. Dios ha convertido en bien todos los acontecimientos de su vida, tanto los buenos como los malos: «El justo brota como una palmera, crece como un cedro del Líbano: plantado en la casa del Señor, crece en los atrios de nuestro Dios. Incluso en la vejez dará fruto, estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es recto, que en mi Roca no existe la injusticia».
El profeta Jeremías llama bendito a aquel que, por fiarse de Dios, ha plantado su vida junto a Él como un árbol a la orilla de las corrientes de agua. Dará fruto siempre aun en tiempos de sequía: «Bendito sea aquel que se fía de Yavé, pues no defraudará Yavé su confianza. Es como árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus raíces. No temerá cuando viene el calor, su follaje estará frondoso; en año de sequía no se inquieta ni se retrae de dar fruto» (Jer 17,7-8).
Pero, ¿cómo puede un hombre plantar su vida junto a Dios si el concepto que la ley nos da de Él es el de un ser intransigente, que exige un perfeccionismo quimérico e inalcanzable? ¿Cómo puede el hombre, así marcado por la ley, dar fruto en tiempo de sequía, es decir, cuando está sometido por la tentación, las dudas, las pruebas, el desánimo? ¿Vale la pena acercarse en estas condiciones a Dios? ¿No es mejor establecer distancias? En realidad, no es necesario establecer distancias. La misma ley, al ser, como dice san Pablo, imposible de cumplir, ya levanta en el hombre el muro que le separa de Dios.
El mismo Jeremías infunde un rayo de esperanza a nuestra humanidad traumatizada por su querer acercarse a Dios con sus sentimientos, y no poder hacerlo a causa de su debilidad e impotencia.
Dios anuncia la Buena Noticia por medio del profeta. 
Del seno del pueblo hará surgir un soberano para restaurar a Israel. Dios mismo le acercará hacia Él ¡Dios mismo! Sí, tiene que ser el mismo Dios el que lo acerque, porque nadie se jugará nunca la vida por llegarse hasta Dios... en espíritu y en verdad. Oigámosle: «Será su soberano uno de ellos, su jefe de entre ellos saldrá, y le haré acercarse y él llegará hasta mí, porque ¿quién es el que se jugaría la vida por llegarse hasta mí? Oráculo de Yavé» (Jer 30,21).
Es evidente el anuncio que Dios mismo hace del envío de su Hijo.
El Señor Jesús se llegó al Padre hasta tal punto que no eran dos palabras sino una, dos voluntades sino una sola. Tanto se llegó el Hijo al Padre que escuchamos esta proclamación de sus labios: «El Padre y yo somos uno» (Jn10,30).
Jesucristo, unido así al Padre que le ha enviado, esel árbol bueno que da fruto. Recordando lo que hemos dicho antes del profeta Jeremías, echó sus raíces junto a las corrientes de agua. Su vida, sus sentimientos, su espíritu, su corazón, su voluntad..., todo su ser, estaban enraizados en la Palabra que recibía del Padre; por eso es el árbol bueno que da buen fruto anunciado por el salmo y, como hemos visto, por Jeremías.
El buen fruto es el Evangelio, Palabra vivificante, medicina que fructificó desde la cruz y que cura nuestra necedad e impotencia. Sabiduría que enseña al hombre a fiarse de Dios anulando el miedo de acercarse a Él. Fiarse de Dios es ver el Evangelio como don y como gracia, y no como exigencia. Fruto bueno porque al nacer del seno del Hijo de Dios perforado por una lanza, lleva consigo el poder de divinizar al hombre. Ya decía san Agustín que Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser hecho Dios.
El Evangelio es el fruto bueno y perenne que contiene semillas que, a su vez, hacen florecer árboles buenos con frutos buenos. Esta promesa está anunciada por el Señor Jesús: «No hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto... El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno...» (Lc 6,43-45).
A la luz de las palabras de Jesucristo, vemos que el fruto bueno nace del buen tesoro guardado en el corazón. Lo que no es otra cosa sino escuchar la Palabra, guardarla hasta empaparse de ella; lo cual sólo es posible cuando la Palabra se convierte en el Tesoro de los tesoros. «La palabra de Dios es más preciosa que el oro y más dulce que la miel... por eso tu servidor se instruye de ella, y guardarla es de gran provecho» (Sal 19,11-12).




 

martes, 24 de septiembre de 2024

SALMO 89(88).- Himno y oración al Dios fiel

 

Salmo 89 (88)

1Poema. De Etán, el ezrajita.

2 Cantaré eternamente la misericordia del Señor,

anunciaré tu fidelidad de generación en generación.

3 Pues yo dije: «Tu misericordia es un edificio eterno.

Has afianzado tu fidelidad más que el cielo».

4 Sellé una alianza con mi elegido,

jurando a David, mi siervo:

5 «Voy a fundar tu descendencia por siempre,

y de generación en generación

construiré un trono para ti».

6 El cielo proclama tu maravilla, Señor,

y tu fidelidad, en la asamblea de los ángeles.

7 ¿Quién como el Señor entre las nubes?

¿Quién como el Señor entre los seres divinos?

8 Dios es temible en el consejo de los ángeles,

grande y terrible con toda su corte.

9 Señor de los Ejércitos, ¿quién como tú?

El poder y la fidelidad te rodean.

10 Tú dominas el orgullo del mar,

y amansas las olas que se elevan.

11 Tú aplastaste a Rahab como a un cadáver,

tu brazo poderoso dispersó a tus enemigos.

12 Tuyo es el cielo, la tierra te pertenece,

tú fundaste el mundo y todo lo que hay en él.

13 Tú has creado el Norte y el Sur.

El Tabor y el Hermón aclaman tu nombre.

14 Tu brazo es poderoso,

tu izquierda es fuerte y alta tu derecha.

15 Justicia y Derecho sostienen tu trono.

Misericordia y Fidelidad preceden tu rostro.

16 Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:

caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro.

17 Tu nombre es su gozo cada día,

y tu justicia es su orgullo.

18 Tú eres su honor y su fuerza,

y con tu favor levantas nuestra frente.

19 Porque el Señor es nuestro escudo,

nuestro Rey, el Santo de Israel.

20 Antaño hablaste en una visión a tus fieles:

«He prestado auxilio a un valiente,

he exaltado a un elegido de entre el pueblo:

21 encontré a David, mi siervo,

y lo he ungido con mi óleo sagrado,

22 para que mi mano esté siempre con él,

y mi brazo lo haga valeroso.

23 El enemigo no podrá engañarlo,

ni humillarlo el perverso.

24 Ante él aplastaré a sus opresores

y heriré a sus enemigos.

25 Mi fidelidad y mi misericordia estarán con él,

y por mi nombre crecerá su poder:

26 extenderé su izquierda hasta el mar,

y su derecha hasta los ríos. .

27 Él me invocará: <'¡Tú eres mi padre,

mi Dios y mi roca salvadora!».

28 y yo lo haré mi primogénito,

excelso sobre los reyes de la tierra.

29 Mantendré por siempre mi amor por él,

y mi alianza con él será firme.

30 Le daré una descendencia por siempre,

y un trono duradero como el cielo.

31 Si sus hijos abandonan mi ley,

y no siguen mis normas;

32 si profanan mis estatutos

y no guardan mis mandamientos,

33 castigaré su trasgresión con la vara,

y sus culpas con azotes.

34 Pero nunca les retiraré mi amor,

ni desmentiré mi fidelidad.

35 Nunca violaré mi alianza,

ni cambiaré mis promesas.

36 Por mi santidad, una vez juré:

«Jamás mentiré a David;

37 su descendencia será perpetua,

su trono, como el sol en mi presencia,

38 como la luna, asentada para siempre:

su trono será más firme que el cielo».

39 Tú, en cambio, lo has rechazado y despreciado,

te encolerizaste contra tu ungido.

40 Has roto la alianza con tu siervo,

has profanado hasta el suelo su corona.

41 Has derribado sus murallas

y arruinado sus fortalezas.

42 Todos los que pasan lo saquean,

se ha vuelto la burla de sus vecinos.

43 Has exaltado la diestra de sus opresores,

has alegrado a todos sus enemigos.

44 Quitaste el filo de su espada,

y no lo has sostenido en la batalla.

45 Quebraste su cetro glorioso,

y has derribado su trono por tierra.

46 Has acortado los días de su juventud,

y lo has cubierto de vergüenza.

47 ¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido?

¿Hasta cuándo arderá el fuego de tu cólera?

48 ¡Recuerda, Señor, lo breve que es mi vida,

lo rápido que pasan los hombres que has creado!

49 ¿Quién vivirá sin ver la muerte?

¿Quién rescatará su vida de las garras de la tumba?

50 ¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia,

que, por tu fidelidad, juraste a David?

51 Acuérdate, Señor, de la deshonra de tus siervos:

llevo en mi pecho todas las afrentas de los pueblos.

52 ¡Acuérdate, Señor, de cómo te ultrajan tus enemigos,

de cómo ultrajan las pisadas de tu ungido!

53 iBendito el Señor por siempre!

. ¡Amén! ¡Amén!


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Dios siempre fiel

El libro de los salmos nos presenta un himno majestuoso que ensalza a Dios por su asombroso amor. Un amor que permanece vivo en toda su intensidad a través del tiempo y que, en este caso, tiene un destinatario concreto: Israel. «Cantaré eternamente la misericordia del Señor, anunciaré tu fidelidad de generación en generación. Pues yo dije: “Tu misericordia es un edificio eterno. Has afianzado tu fidelidad más que el cielo”».

Señala el autor del salmo un punto culmen en el que el amor de Dios brilla y alcanza su máxima expresión; nos referimos a la alianza que ha hecho con David, alianza que se convierte en garantía de la supervivencia del pueblo elegido: «Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: “Voy a fundar tu descendencia por siempre, y de generación en generación construiré un trono para ti”».

La alianza hecha con David estremece sus entrañas. De su corazón abierto por este amor tan especial, surge la invocación más profunda que puede expresar un ser humano: «Mi fidelidad y mi misericordia estarán con él, y por mi nombre crecerá su poder... Él me invocará: “¡Tú eres mi padre, mi Dios y mi roca salvadora!”... Mantendré siempre mi amor por él, y mi alianza con él será firme».

Sin embargo, a una cierta altura, vemos al autor sumido en una profunda crisis. Pone en duda las promesas de Dios, su amor incondicional e irreversible y, sobre todo, su fidelidad a la alianza que Él mismo ha proclamado con sus labios: «Tú, en cambio, lo has rechazado y despreciado, te encolerizaste contra tu ungido. Has roto la alianza con tu siervo, has profanado hasta el suelo su corona... ¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia, que, por tu fidelidad, juraste a David?».

¿Qué ha podido pasar para que nuestro autor cambie el tono festivo y majestuoso de su canto y dé lugar a la queja y lamentación? Simplemente está evocando el destierro que el pueblo padece, y no comprende cómo se puedan compaginar las promesas y la alianza hechas por Dios, con la derrota y humillación de Israel a causa de sus enemigos.

Percibimos que no ve más allá del momento concreto por el que el pueblo elegido está atravesando que, como hemos dicho, es su destierro. No es capaz de otear el horizonte para captar la trascendencia que tiene toda palabra que sale de la boca de Dios, palabra que siempre se cumple. En su desazón, le falta sabiduría para entender que todas las promesas de Yavé tienen su plena realización en el Mesías.

El profeta Isaías nos arroja un poco de luz iluminando las dudas del salmista y haciéndonos ver que estas son infundadas. El profeta anuncia al Mesías como aquel en quien va a permanecer estable la promesa-alianza hecha por Dios, y que Israel ha roto con su desobediencia: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él... Yo, Yavé, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (Is 42,1-6).

El mismo Isaías reafirma su profecía en otro texto: «Así dice Yavé: En tiempo favorable te escucharé, y en día nefasto te asistiré. Yo te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo, para levantar la tierra, para repartir las heredades desoladas, para decir a los presos: salid, y a los que están en tinieblas: mostraos» (Is 49,8-9).

Es este un anuncio glorioso que culmina con una fastuosa aclamación en la que se invita a toda la creación a alabar a Yavé porque, como anunciaba al principio el salmista, su amor permanece, Dios no ha cambiado de parecer; más aún, se canta su amor, esta vez universal, a todas las gentes y los pueblos: «Mira: estos vienen de lejos, esos otros del norte y del oeste, y aquellos de la tierra de Siním. ¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría, pues Yavé ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (Is 49,12-13).

El Señor Jesús, preanunciado por el profeta, es la alianza indestructible, imperecedera. Es una alianza acrisolada al fuego y, por ello, resiste y se mantiene ante todos los pecados habidos y por haber, imaginables e inimaginables de toda la humanidad.

Jesucristo, la alianza permanente de Dios con el hombre, es presentado así por Zacarías cuando ve en su hijo Juan Bautista al precursor de Aquel que colma las expectativas de todos los israelitas, y también de todos los hombres que, con corazón sincero, buscan a Dios: «Bendito sea el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo... haciendo misericordia a nuestros padres, recordando su santa Alianza» (Lc 1,68-72). Aclaremos que, en Israel, el verbo recordar no hace relación a la memoria sino a un hacer presente. Dios recuerda su santa Alianza quiere decir, pues, que la hace presente, la actualiza.

SALMO 90(89).-Fragilidad del hombre

Salmo 90 (89)

1 Súplica. De Moisés, hombre de Dios.

Señor, tú has sido nuestro refugio

de generación en generación.

2 Antes que nacieran los montes

y la tierra y el mundo fueran engendrados,

desde siempre y por siempre, tú eres Dios.

3 Tú reduces el hombre a polvo,

diciendo: «¡Volved, hijos de Adán!».

4 Mil años son a tus ojos

como el ayer, que pasó,

una vigilia en la noche.

5 Tú los siembras año por año,

como hierba que se renueva:

6 por la mañana germina y brota,

por la tarde la cortan y se seca.

7 Sí, tu ira nos ha consumido,

y tu cólera nos ha transformado.

s Pusiste nuestras faltas ante ti,

nuestros secretos, ante la luz de tu rostro.

9 Nuestros días pasaron bajo tu cólera,

y como un suspiro se acabaron nuestros años.

10 Setenta años es el tiempo de nuestra vida,

ochenta, cuando es robusta.

y su mayor parte es fatiga inútil,

pues pasan aprisa y nosotros volamos.

11 ¿Quién conoce la fuerza de tu ira,

y quién ha sentido el peso de tu cólera?

12 iEnséñanos a calcular nuestros años,

para que tengamos un corazón sensato!

13 Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?

¡Ten compasión de tus siervos!

14 Sácianos por la mañana con tu amor,

y nuestra vida será júbilo y alegría.

15 Alégranos, por los días en que nos castigaste,

por los años en que sufrimos desgracias.

16 Que tus siervos vean tu obra,

y sus hijos tu esplendor.

17 Venga sobre nosotros la bondad del Señor,

y confirme la obra de nuestras manos.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Las espaldas de Dios

 

 

Este salmo nos ofrece la oración de un sabio de Israel, fruto de su reflexión ante la perennidad y eternidad de Yavé: «Antes que nacieran los montes y la tierra y el mundo fueran engendrados, desde siempre y por siempre, tú eres Dios... Mil años son a tus ojos como el ayer, que pasó, una vigilia en la noche». Al mismo tiempo que proclama la grandeza de Dios porque sus días no tienen fin, señala la caducidad y precariedad del ser humano: «Tú los siembras año por año, como hierba que se renueva: por la mañana germina y brota, por la tarde la cortan y se seca... Setenta años es el tiempo de nuestra vida, ochenta, cuando es robusta. Y su mayor parte es fatiga inútil, pues pasan aprisa y nosotros volamos».

Este sabio, inspirado por el Espíritu Santo, relaciona la vida limitada del hombre con el hecho de que el pecado habita en él. Pecado que está a modo de acusación ante los ojos de Dios y cuyo veneno podría indicar por qué el hombre tiene cerrado el acceso a la inmortalidad: «Pusiste nuestras faltas ante ti, nuestros secretos a la luz de tu rostro. Nuestros días pasaron bajo tu cólera, y como un suspiro se acabaron nuestros años».

La reflexión que, al menos en buena parte de su contenido, nos parece cargada de pesimismo, nos lleva a la oración que pronunció el rey Ezequías cuando fue librado por Yavé de una enfermedad incurable. Isaías le anuncia que Yavé le va a conceder unos años más de vida. Es entonces cuando el rey eleva un cántico de gratitud a Dios por su intervención. En su alabanza, anuncia proféticamente que Dios tomará sobre sí mismo el pecado del hombre destruyendo así el sello de la muerte que tiene grabado.

Aparece ya, en el Antiguo Testamento, vislumbrada la esperanza en la inmortalidad del hombre, iluminando así las sombras de pesimismo que habíamos percibido en el salmista. Vemos cómo el canto de acción de gracias de Ezequías afirma que los justos están habitados por Dios, y que su Espíritu está en ellos lleno de vida: «El Señor está con ellos, viven y todo lo que hay en ellos es vida de su Espíritu» (Is 38,16). Recordemos que, en la Escritura , los justos no son los intachables sino los que buscan a Dios. La esperanza del rey, se fundamenta en el hecho de que Dios mismo ha cargado a sus espaldas el pecado del hombre con su poder destructor: «Entonces mi amargura se cambiará en bienestar, pues tú preservaste mi alma de la fosa de la nada, porque te echaste a la espalda todos mis pecados» (Is 38,17).

Volvemos a nuestro salmista y observamos que su inicial tono pesimista se abre a una súplica esperanzadora: «Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? ¡Ten compasión de tus siervos!». ¡Vuélvete! Le grita a Dios. ¡Apiádate de nosotros! ¡No nos dejes abatidos en nuestras sombras de muerte...! Y Dios se volvió hacia el hombre. Se acercó a nuestra indigencia y precariedad en forma de cordero para cargar con el pecado del mundo (Jn 1,29).

En  la Escritura, el verbo quitar significa tomar sobre sí. Es ahí donde vemos el amor y la delicadeza de Dios para con el hombre. Toma nuestro pecado sobre sí mismo, no como un gesto grandilocuente sino porque sólo Él, y haciéndolo suyo, podía destruirlo.

La revelación que había tenido Ezequías de que Dios tomaría los pecados de toda la humanidad sobre sus espaldas, la vemos cumplida en el Señor Jesús. Él, cargando sobre sí mismo la cruz, grabó todos los pecados de la historia sobre sus espaldas. Con ellos descendió hasta el sepulcro donde perdieron todo su poder; la podredumbre propia de la muerte los deshizo. Una vez consumada la derrota del mal, resucitó glorioso y vencedor.

En el Señor Jesús, destructor del pecado, del mal y de la muerte, podemos permanecer en pie ante Dios sin avergonzarnos (Lc 21,36). Estar en pie ante Dios, en el Evangelio, indica que el hombre ha sido revestido de la victoria y gloria del Señor Jesús, el cordero inocente y liberador.

El Evangelio nos presenta una imagen plástica del Hijo de Dios cargando sobre sus espaldas al hombre tal y como es: con sus desviaciones y lejanías de Dios. Errante igual que Caín cuando consumó el odio contra su hermano, Dios en su propio Hijo sale en su busca hasta que lo encuentra. Cuando le alcanza y está cara a cara con él, en vez de recriminarle, lo toma sobre sus espaldas y lo conduce hasta el Padre. Nos referimos a las palabras del Señor Jesús que expresan la alegría sentida por Él, buen Pastor, cuando consigue dar con la oveja: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros...» (Lc 15,4-5).

Que Dios nos conceda sabiduría para comprender que tenemos que ser encontrados por Él; para entender que todas sus entrañas de amor y misericordia están contenidas en su santo Evangelio. Por y en él, Dios nos sigue y seguirá buscando hasta el último de nuestros días. 

lunes, 23 de septiembre de 2024

SALMO 88(87).-Lamento en la extrema aflicción

 


1 Cántico. Salmo. De los hijos de Coré. Del maestro de coro.

Para la enfermedad. Para la aflicción. Poema.

De Hemán, el ezrajita.

2 Señor, Dios mío, de día te pido auxilio,

y de noche grito en tu presencia.

3 Llegue mi plegaria hasta ti,

inclina tu oído a mi clamor.

4 Porque mi alma está llena de desgracias,

y mi vida está al borde de la tumba.

5 Me ven como a los que bajan a la fosa,

me he quedado como un hombre sin fuerzas,

6 tengo mi cama entre los muertos,

como las víctimas que yacen en el sepulcro,

de las que ya no te acuerdas,

porque fueron arrancadas de tu mano.

7 Me has arrojado a lo hondo de la fosa,

en medio de las tinieblas del abismo.

8 Tu cólera pesa sobre mí,

me echas encima todas tus olas.

9 Has alejado de mí a mis conocidos,

y me han vuelto repugnante para ellos:

estoy encerrado, no puedo salir,

10 y mis ojos se consumen de tristeza.

Yo te invoco todo el día,

extiendo mis manos hacia ti:

11 «¿Harás maravillas por los muertos?

¿Se levantarán las sombras para alabarte?

12 ¿Hablarán de tu amor en la sepultura,

y de tu fidelidad en el reino de la muerte?

13 ¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla,

y tu justicia en el país del olvido?».

14 Pero yo grito hacia ti, Señor,

mi plegaria llega a ti por la mañana.

15 Señor, ¿por qué me rechazas

y me escondes tu rostro?

16 Desde la infancia he sido desgraciado, un moribundo,

he padecido tus horrores, estoy agotado.

17 Tu cólera pasó sobre mí,

tus terrores me han consumido.

18 Me rodean como las aguas todo el día,

y todos juntos me envuelven de una vez.

19 Alejas de mí a mis parientes y a mis amigos,

y las tinieblas son mi compañía.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

De las tinieblas a la luz

Es éste, un salmo en el que la angustia de su autor alcanza la más despiadada de las aflicciones. 

Al salmista le fluye el dolor de lo más profundo de sus entrañas. Parece que no hay nada ni nadie, ni siquiera Dios, que abra una puerta de esperanza a su hundimiento. Nos recuerda la figura de Job, un hombre sobre quien se abate el mal en toda su crudeza a pesar de que, según él, ha caminado siempre en la inocencia y rectitud. Escuchémos a Job: «Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: ¡no me condenes, hazme saber por qué me enjuicias... aunque sabes muy bien que no soy culpable» (Job 10,1-6).

Hay un aspecto que nos sobrecoge: Ni Job ni el salmista tienen respuesta de parte de Dios que pueda iluminarles acerca del mal que se ceba en ellos. Su situación no puede ser más aplastante. Su tragedia consiste en que el mal ha sobrevenido sobre ellos como si fuera un buitre voraz que les arranca y descuartiza el alma.

Oímos al salmista invocar a Dios casi como advirtiéndole de que, en el lugar de la muerte y tinieblas, donde cree que está a punto de yacer, no podrá alabarle ni cantar su misericordia y su lealtad: «Yo te invoco todo el día, extiendo mis manos hacia ti: ¿Harás maravillas por los muertos? ¿Se levantarán las sombras para alabarte? ¿Hablarán de tu amor en la sepultura, y de tu fidelidad en el país del olvido? ».

Más expresiva, si cabe, es la lamentación de Job. Su esperanza en Dios ha sido barrida de su alma hasta el punto de pensar que ya no es él su Padre, sino la misma muerte: «Mi casa es el abismo, en las tinieblas extendí mi lecho. Y grito a la fosa: ¡Tú, mi padre! Y a los gusanos: ¡mi madre y mis hermanos! ¿Dónde está, pues, mi esperanza...? ¿Van a bajar conmigo hasta el abismo? ¿Nos hundiremos juntos en el polvo?» (Job 17,13-16).

Todo, absolutamente todo se ha cerrado para nuestros dos personajes. Nos ponemos en su piel y les podemos oír musitar en su interior: ¡Quién sabe si Dios no es más que una quimera, un simple deseo del hombre que le impulsa a proyectar un Ser supremo capaz de hacerle sobrevivir a la muerte!

Sabemos cómo Dios acompañó a Job en su terrible prueba, cómo le fue enseñando en su corazón a fin de limpiar la imagen deformada que tenía de Él. Es así como pudo plasmar en su espíritu su verdadero rostro, muy lejos, o mejor dicho, totalmente otro, del que había formado con su limitada mente. De un modo u otro, todos partimos de una imagen deformada de Dios que, tarde o temprano, se convierte en un simple espejismo. Por eso nos es muy importante ver la evolución de Job. Efectivamente, al final del Libro de Job, vemos cómo distingue entre el Dios en el que creía antes, y el que conoce una vez pasado por el crisol de la prueba. Oigamos su confesión: «Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro... Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Job 42,3-5).

En cuanto a nuestro salmista, no hay en él un final feliz como en Job. Sin embargo, sabemos que este hombre orante, como los de todos los salmos, es imagen de Jesucristo. Si todo queda cerrado y opaco para el hombre orante, no es así para el Hijo de Dios. Es cierto que en su muerte se dieron cita todas las tinieblas de la tierra: «Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona» –es decir, desde las doce hasta las tres de la tarde, hora de su muerte– (Lc 23,44).

Si es cierto que sobre el crucificado se cernieron todas las tinieblas de las que hemos oído hablar al salmista, más cierto aún es que, en su muerte, su Padre abrió los cielos para recogerle resucitándole. El Señor Jesús vivió las mismas angustias del salmista, pero su fe de que volvía al Padre, como así lo proclamó a lo largo de su vida, actuó como una espada que, al mismo tiempo que abría los cielos, golpeó mortalmente a las tinieblas.

Que el Hijo de Dios penetró los cielos dejándolos abiertos para siempre y para nosotros, nos lo cuenta san Marcos presentando unos testigos de primera mano, los mismos apóstoles: «Estando a la mesa con los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación... Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,14-19).

Partiendo la Palabra Tuyo soy Señor, tu eres mi Fuente. V


Al decir Pedro a Jesús, Tú sabes que te amo, no le estaba haciendo promesa alguna: bien sabía, que con esa pregunta,  Jesús le estaba  liberando  del sepulcro a donde le habían llevado sus pecados; estaba pues   cumpiendo en él la promesa   hecha a sus antepasados por medio de Ezequiel: " Sabréis que soy Yavhe cuando abra vuestros sepulcros...Yo Yavhe lo digo y lo hago " ( Ez 37,13-14 ) Podemos imaginarnos la temblorosa conmoción de Pedro al constatar que Jesús, le estaba sacando del sepulcro de sus debilidades; que su promesa de hacer de él un pescador de hombres, esto es el Discipulado, la estaba cumpliendo  a pesar del abismo sin fondo de su pobreza moral.. Si,  Jesús le estaba diciendo: ¡ Aquí estoy cumpliendo la promesa que te hice ! Te amo...y te doy el poder para apacentar mis ovejas. Las apacentarás no con palabras de sabiduría humana, pues se debilitarán como tú...yo pondré en tu boca " Mis Palabras de Vida Eterna " ( Jn 6,68...) para que tengan Vida Eterna. Las grandes promesas de Jesús, están grabadas en su Evangelio... Ojalá hagamos de él...!!! El Libro por excelencia, de nuestra vida...así veremos igual que Pedro, que tambuen cumple con nosotros sus promesas 
P. Antonio Pavía 
comunidadmariamadreapostoles com

domingo, 22 de septiembre de 2024

SALMO 87(86).-Sion madre de los pueblos

De los hijos de Coré. Salmo. Cántico.

1 Sión fue construida sobre el monte santo,

2 y el Señor prefiere sus puertas

a todas las moradas de Jacob.

3 ¡Qué glorioso pregón para ti,

oh ciudad de Dios!

4 «Contaré a Egipto y a Babilonia

entre tus fieles.

Filisteos, tirios y etíopes

han nacido allí».

5Y se dirá de Sión:

«Todo hombre ha nacido aHí.

El Altísimo en persona la ha fundado».

6 El Señor inscribe a los pueblos en el registro:

«Este hombre ha nacido aHí».

7 Y cantarán mientras danzan:

«Todas mis fuentes se encuentran en ti».

 https://youtube.com/playlist?list=PLH9yHt0njQkQ4Mh8s5ltneKxYXfoEMVOR&feature=shared

La nueva Jerusalém

Es este un canto jubiloso y, al mismo tiempo, profético acerca de Jerusalén. Se exalta el amor de Yavé a la Ciudad Santa.  En su fundación, Él la ha elevado sobre toda la creación: «Sión fue construida sobre el monte santo, y el Señor prefiere sus puertas a todas las moradas de Jacob. ¡Qué glorioso pregón para ti, oh ciudad de Dios...».

La profecía anuncia su maternidad espiritual: Todas las razas, los hijos de todos los pueblos de la tierra, serán inscritos en ella: «Y se dirá de Sión: “Todo hombre ha nacido allí. El Altísimo en persona la ha fundado”. El Señor inscribe a los pueblos en el registro: “Este hombre ha nacido allí”».

Esta maravillosa profecía se ve fortalecida con el sello de autoridad que le da el anuncio, también profético, que Yavé proclama por medio de Isaías. Al hecho consumado del saqueo y posterior devastación de Jerusalén, sucedió que la esperanza del pueblo cayó en un desmayo profundo. Afloraron las dudas acerca de la veracidad de las promesas que Yavé había pronunciado sobre Israel y, más concretamente, sobre la Ciudad Santa. Entonces la palabra de Yavé desciende sobre el profeta, quien proclama con fuerza que Jerusalén será reconstruida sobre una roca, una piedra angular inamovible: «Por eso, así dice el Señor Yavé: He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental, quien tuviere fe en ella no vacilará» (Is 28,16). El profeta veladamente está anunciando la nueva Jerusalén, la ciudad que extenderá la santidad y la luz de Dios hasta los confines de la tierra.

Los Santos Padres reconocieron en la Iglesia, la Jerusalén universal anunciada por los profetas. Ella es la Ciudad Santa que, por recibir el evangelio del Señor Jesús, habrá de fecundar y engendrar hijos en todas las naciones, razas y culturas.

El mismo Señor Jesús dirá que Él será la roca, la piedra angular sobre la que se edificará la ciudad que ha de reflejar la santidad y la presencia de Dios hasta los pueblos más remotos de la tierra. Será de todos los pueblos. Jesucristo lo afirma, al mismo tiempo que afirma también su muerte, cuando anuncia a los sumos sacerdotes y a los fariseos la parábola de los viñadores homicidas, identificándose con el heredero de la viña a quien los labradores empujaron fuera de ella y mataron. Jesús culmina la parábola con la profecía de Isaías, haciéndoles ver que esta tiene su cumplimiento en Él (Mt 21,33-42).

Por su parte, el apóstol Pedro compara a esta nueva Jerusalén con un grandioso templo espiritual y universal. En él, los discípulos del Señor Jesús somos piedras vivas, y todos estamos fundados y enraizados en la piedra angular anunciada por Isaías. Piedra angular, roca que no es otra que el Hijo de Dios: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual... Pues leemos en : He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en ella no será confundido» (1Pe 2,4-6). Vemos cómo Pedro, a la luz del Espíritu Santo, identifica la profecía de Isaías con la fundación de la Iglesia por parte del Señor Jesús.

Por otro lado, también el apóstol Pablo ve en la Iglesia a la Jerusalén  ensalzada y glorificada por tantos autores del Antiguo Testamento, especialmente los de los salmos. Pablo nos indica por qué la nueva Jerusalén, la Iglesia, es madre de los pueblos: por su vinculación con la piedra angular: Jesucristo. Él mismo  confirmará la permanencia de la Iglesia, su fortaleza ante cualquier poder destructivo, tanto si viene del exterior como de sus crisis internas. Lo reafirma con estas palabras que dirige a Pedro cuando este lo reconoce como el Hijo de Dios: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Seol –los abismos– no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).

sábado, 21 de septiembre de 2024

SALMO 86(85).-Oracion en la contrariedad

Salmo 86 (85)

1 Oración. De David.

¡Inclina tu oído, Señor, respóndeme,

porque soy pobre e indigente!

2 ¡Protégeme, porque soy fiel,

salva a tu siervo que confía en ti!

3 ¡Tú eres mi Dios, ten piedad de mí, Señor,

pues te invoco todo el día!

4 iAlegra el alma de tu siervo,

pues levanto mi alma hacia ti!

5 Tú eres bueno, Señor, y perdonas,

rico en amor con todos los que te invocan.

6 Señor, escucha mi oración,

considera mi voz suplicante.

7 En el día de la angustia grito a ti,

pues tú me respondes, Señor.

8 ¡No tienes igual entre los dioses,

nada hay que iguale tus obras!

9 Vendrán todas las naciones

a postrarse en tu presencia, Señor,

y a bendecir tu nombre:

10 «Tú eres grande, y haces maravillas.

¡Tú eres el único Dios!».

11 Enséñame, Señor, tu camino,

y caminaré según tu verdad.

Mantén íntegro mi corazón

en el temor de tu nombre.

12 Yo te doy gracias de todo corazón, Dios mío,

daré gloria a tu nombre por siempre,

u pues grande es tu amor para conmigo:

tú me sacaste de las profundidades de la muerte.

14 Oh Dios, los soberbios se levantan contra mí,

una banda de violentos persigue mi vida,

sin tenerte en cuenta a ti.

15 Pero tú, Señor, Dios de piedad y compasión,

lento a la cólera, rico en amor y fidelidad,

16 vuélvete hacia mí, ten piedad de mí.

Da fuerza a tu siervo,

salva al hijo de tu esclava.

17 Dame una señal de bondad:

mis enemigos la verán y quedarán avergonzados,

porque tú, Señor, me auxilias y consuelas.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Dinos quién eres tú

 

Un hombre que quiere ser fiel a Dios presenta ante Él su desventura y su pobreza para recabar su apoyo y cercanía. Tiene miedo de que las adversidades por las que está pasando debiliten su fe y confianza, por eso apela a Dios: «¡Inclina tu oído, Señor, respóndeme, porque soy pobre e indigente! ¡Protégeme, porque soy fiel, salva a tu siervo que confía en ti! ¡Tú eres mi Dios, ten piedad de mí, Señor, pues te invoco todo el día».

La súplica del salmista está llena de sabiduría ya que, a un cierto momento, parece como si se agarrase con toda su alma a Dios para pedirle que sea Él quien le enseñe el camino para no desviarse de la verdad, que esté a su lado para poder mantenerse fiel. Es consciente de que, si apoya su relación con Dios en sí mismo, no habría posibilidad de mantenerla ya que estaría sustentada en su debilidad, más frágil que el más fino de los hilos: «Enséñame, Señor, tu camino, y caminaré según tu verdad. Mantén íntegro mi corazón en el temor de tu nombre».

¡Enséñame! Así grita nuestro hombre. En las Escrituras, el verbo enseñar no tiene tanto nuestro significado académico o didáctico cuanto dar a conocer en el sentido de revelar. En este caso es como si dijese a Dios: date a conocer a mi espíritu, revélame tu misterio.

Yavé acoge la súplica de éste y tantos personajes del Antiguo Testamento que se dirigen a Dios con esta o parecidas súplicas. 

El profeta Isaías anuncia gozoso la promesa que colmará los deseos de estos hombres, y proclama con fuerza, ¡Sí! Dios nos enseñará sus caminos: «Sucederá en días futuros que el monte de la casa de Yavé será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte de Yavé, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos» (Is 2,2-3). Hay que tener en cuenta que en las Escrituras se da el paralelismo entre enseñar el camino y enseñar la Palabra. 

Dios cumple su promesa al enviar a su Hijo como único Maestro, el único que puede darnos a conocer el misterio de Dios. Él es el revelador del rostro del Padre. El mismo Señor Jesús se autoproclama como el único Maestro que tiene poder para revelar el misterio de la Palabra; por ella, así revelada, podemos conocer al Padre: «Vosotros –está hablando a sus discípulos– no os dejéis llamar Rabbí, porque uno sólo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23,8).

Es importante observar cómo Mateo encabeza con el verbo enseñar la proclamación de las bienaventuranzas hecha por Jesús, algo así como si estuviera abriendo la puerta para recibir las ocho palabras que hacen bienaventurados –hijos de Dios– a los hombres: «Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu...» (Mt 5,1-3).

La revelación de Dios, de la Palabra , sólo es posible una vez que el Señor Jesús se levanta victorioso de la muerte. Es entonces cuando el resucitado tiene poder para abrir la inteligencia del hombre, de forma que pueda recibir y comprender el misterio de Dios oculto en la Palabra: «Jesús entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras...» (Lc 24,45). 

Dada la imposibilidad que tiene el hombre para penetrar el misterio de Dios, Él mismo abre su mente para hacerse presente en su espíritu con toda su fuerza y su amor.

A este respecto sería bueno acudir a un acontecimiento del pueblo de Israel que, por su paralelismo, prepara el milagro del Señor Jesús: abrir nuestra inteligencia, penetrarnos con su Palabra de vida, poniendo así nuestros pasos en su camino que culmina en el Padre. El acontecimiento bíblico es el siguiente: Cuando Israel sale de Egipto se encuentra con el muro de las aguas del mar Rojo. No hay posibilidad de caminar hacia la tierra prometida. Es entonces cuando el brazo de Dios se traslada al brazo de Moisés, quien lo levanta por la palabra que Él le ha ordenado. Ante el brazo de Moisés, se abrieron las aguas de derecha a izquierda, apareciendo así un camino por el que el pueblo pudo pasar. Recordemos que el brazo de Yavé significa su poder.

El Señor Jesús es el enviado del Padre como Maestro, aquel que enseña, aquel que revela, aquel que abre muros imposibles, aquel que, siendo el camino, marca las huellas que nos conducen a Dios. San Juan termina el prólogo de su Evangelio con estas palabras: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Contado, es decir, Él nos lo ha dado a conocer, más aún, nos lo ha revelado; que esto es lo que significa en toda su profundidad el verbo contar en el contexto que san Juan nos está comunicando.

¡Dinos quién eres tú! Han clamado a Dios los hombres de todos los tiempos. Él Responde: ¡Ahí tenéis a mi Hijo! Él os dirá quién soy Yo. ¡Escuchadle en su Evangelio! ¡En él estoy!