Texto Bíblico
Dios se levanta: sus enemigos se dispersan, huyen de su presencia sus adversarios.
Tú los disipas como se disipa el humo. como se derrite la cera ante el fuego, así perecen los malvados ante Dios.
Los justos, por el contrario, se alegran, exultan en la presencia de Dios y danzan de alegría.
Cantad a Dios, tocad en su nombre,
alfombrad el camino del que avanza por el desierto, su nombre es el Señor:
Alegraos en su presencia.
Padre de huérfanos, protector de viudas, así es Dios en su morada santa.
Dios da a los marginados una casa,
libera a los cautivos y los enriquece.
Sólo los rebeldes permanecen en tierra abrasada.
Oh Dios, cuando salías al frente de tu pueblo y avanzabas por el desierto, la tierra tembló, se disolvieron los cielos, ante Dios, el Dios del Sinaí, ante Dios, el Dios de Israel.
Derramaste sobre tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa,
y aliviaste la tierra agotada,
y tu rebaño habitó en la tierra que tu bondad, oh Dios, preparó para el pobre.
El Señor da una orden,
la transmite un ejército numeroso:
«Reyes y ejércitos huyen corriendo,
y las mujeres se reparten el botín.
Mientras reposabais vosotros en los apriscos, las palomas batían sus alas plateadas, destilando oro de sus plumas.
Mientras el Todopoderoso dispersaba a los reyes, la nieve caía sobre el Monte Umbrío».
Las montañas de Basán son altísimas, las montañas de Basán son escarpadas.
Oh montañas escarpadas, ¿por qué envidiáis al monte que Dios escogió para habitar, la morada perpetua del Señor?
Los carros de Dios son miles y miles.
El Señor marcha del Sinaí al santuario.
Subiste a la cumbre, llevando cautivos, y te dieron hombres como tributo, incluso los que se resistían,
para que el Señor tuviera una casa.
iBendito sea el Señor cada día!
Dios lleva nuestras cargas:
¡Él es nuestro Salvador!
Nuestro Dios es un Dios que libera;
al Señor Dios pertenecen las puertas de la muerte.
Sí, Dios aplasta las cabezas de sus enemigos, el cráneo cabelludo del criminal contumaz.
Dijo el Señor: «Los haré regresar de Basán, los traeré desde el fondo del mar.
Bañarás tus pies en la sangre del enemigo, sangre que lamerán los perros con sus lenguas».
Aparece tu cortejo, oh Dios,
el cortejo de mi Dios, de mi rey,
camino de su santuario.
Al frente marchan los cantores,
los últimos, los tocadores de arpa,
en medio, las muchachas, tocando panderos.
«Bendecid a Dios en vuestras asambleas, bendecid al Señor en las reuniones de Israel».
Delante va Benjamín, el más pequeño, los príncipes de Judá, con sus tropeles, los príncipes de Zabulón, los príncipes de Neftalí.
Despliega, oh Dios, tu poder,
tu poder, oh Dios, que actúa en favor nuestro.
Que los reyes traigan su tributo
a tu templo, en Jerusalén.
Reprime a la Fiera de los Cañaverales, al tropel de Toros,
a los Novillos, de los pueblos.
que se te rindan con lingotes de plata.
¡Dispersa a los pueblos que se complacen en la guerra!
Vengan los grandes de Egipto.
Extienda Etiopía sus manos a Dios.
Cantad a Dios, reyes de la tierra,
tocad para el Señor, que avanza por los cielos, los cielos antiguos. Él alza su voz, su voz poderosa.
«¡Reconoced la fuerza de Dios!».
Su majestad resplandece sobre Israel, y su poder, por encima de las nubes.
Desde el santuario Dios impone reverencia: él es el Dios de Israel,
que da fuerza y poder a su pueblo.
¡Bendito sea Dios!
Reflexiones: Dios vive en los pequeños
Este es un canto épico que narra las maravillosas y
deslumbrantes hazañas de Dios para con su pueblo. Se cantan
no solamente los hechos extraordinarios que Yavé ha
realizado con Israel a nivel de lo que pudiéramos llamar una protección divina. Es mucho más que eso. Se entona, con gozo exultante, el hecho sin par de que Dios protege al pueblo no desde arriba, sino actuando en medio de ellos.
Dios mismo, al sacar a su pueblo de Egipto, está presente en Israel; más aun, va delante de él conduciéndole a la libertad y posesión de la tierra prometida: «Oh Dios, cuando salías al frente de tu pueblo y avanzabas por el
desierto, la tierra tembló... Derramaste sobre tu heredad,
oh Dios, una lluvia copiosa, y aliviaste la tierra agotada,
y tu rebaño habitó en la tierra».
Ya Moisés, cuando entonó el canto triunfal de alabanza a Yavé al dividir las aguas del mar Rojo para que su pueblo pudiera abrirse a la libertad, hace presente con énfasis que es Yavé el que lleva y planta a su pueblo en la heredad que sus propias manos prepararon. Escuchemos esta elegía lírica de Moisés: «Tú le llevas y le plantas en el monte de tu herencia, hasta el lugar que tú le has preparado para tu sede, ¡oh Yavé! Al santuario, Señor, que tus manos prepararon» (Éx 15,17).
Dios, lleno de bondad y de misericordia, ha puesto sus
ojos en este pueblo porque amó su pequeñez y debilidad: «No
porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yavé de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene...» (Dt 7,7-8).
Además, como vemos en el salmo, Dios volvió su mirada hacia su pueblo no solo por ser el más pequeño de todos, sino también porque es un rebaño humano totalmente desvalido. Es tal su impotencia que no tiene dónde
apoyarse, nadie a quien pedir ayuda. Pues bien, Dios mismo
será su apoyo y su ayuda y les proporcionará el cobijo de
una casa, una morada protectora donde reposará su gloria.
Dios establecerá su propia morada en medio de ellos: «Padre
de los huérfanos y tutor de las viudas es Dios en su santa
morada; Dios da a los desvalidos el cobijo de una casa, abre a los cautivos la puerta de la dicha».
La majestad de esta epopeya tiene su momento culminante cuando Dios mismo escoge su lugar para habitar.
En todos los pueblos primitivos, las montañas aparecían como signos de la presencia de las divinidades. Esta presencia era tanto más convincente cuanto más altas e
imponentes eran, cuando sus cumbres casi tocan el cielo. Es
normal que, ante la majestuosidad de estas montañas, los diversos pueblos hayan visto en ellas representadas a sus dioses. El Dios de Israel cambia estos conceptos de los hombres. Habiendo en Samaría los montes altos y escarpados de Basán, Dios los excluye para fijarse en lo que no era ni siquiera monte, apenas una colina, la de Sión en Jerusalén.
Allí será edificado el templo de su gloria. En él reposará la gloria de Yavé. Veamos cómo el salmista transcribe poéticamente esta decisión de Dios: «Las montañas de Basán son altísimas, las montañas de Basán son escarpadas. Oh
montañas escarpadas, ¿por qué envidiáis al monte que Dios
escogió para habitar, la morada perpetua del Señor?».
Dios escoge siempre lo más débil e insignificante para
manifestarse y salvar. Si escogiera lo fuerte y lo grandioso, lo perfecto y deslumbrador, serían las fuerzas y poderes del hombre lo que se manifestaría, y no Dios; si lo
que se manifiesta es la fuerza y grandiosidad de los hombres, la salvación no acontece. Sólo Dios salva, y Él sabe muy bien a quién escoge para que el hombre no quede deslumbrado por fuerzas y poderes que no son Él. Ningún ser
humano, por extraordinario que sea, puede salvar a otro; o, como dice Jesús, un ciego no puede guiar a otro ciego (cf Lc 6,39).
De la misma forma que Dios escogió a Israel débil e
impotente, para manifestar su gloria, también hoy día
escoge a hombres y mujeres débiles y sin pretensiones;
hombres y mujeres «de barro» para que la luz y la fuerza de
Dios sean visibles a todos.
El apóstol Pablo es perfectamente consciente de esta
forma de actuar de Dios. Hablando de él mismo y de los demás apóstoles, define a todos los evangelizadores con este título: «recipientes de barro». Y tiene que ser así para que aparezca que la fuerza del Evangelio viene de Dios
y no de ellos: «Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» (2Cor 4,7).
Jesús mismo compara el reino de Dios a una semilla de
mostaza, que es la menor de todasla d☺☺s semillas. Sin💩💩💩🛋️💺🚽🚗🏍️ embargo, al desarrollarse, echa ramas tangrandes que las aves del cielo anidan en ellas: «El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza... Es la más pequeña de
todas las semillas, pero cuando crece es mayor que las
hortalizas, y se hace árbol hasta el punto que las aves del
cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mt 13,31-32).
P. Antonio Pavía