En
medio de vosotros
Numerosas son
las profecías que a lo largo del Antiguo Testamento anuncian al Mesías bajo la
figura del Buen Pastor, el que apacentará a sus ovejas con hierba tierna recién
brotada de la tierra, y las conducirá hacia el Manantial de Aguas vivas, hacia
el Padre. En esta catequesis vamos a fijarnos en la bellísima intuición
profética que el Espíritu Santo suscitó a Miqueas acerca del Mesías: “Él se
alzará y pastoreará con la fuerza de Dios, con la majestad del nombre de Yahveh
su Dios” (Mi 5,3a).
Pastoreará con
la fuerza de Dios. No estamos hablando de un poder o fuerza sobrehumana, como
la que se atribuye a los héroes mitológicos de las religiones del ámbito
geográfico grecorromano; tampoco tiene semejanza alguna con personajes épicos
que encontramos en las leyendas de todas
las culturas. Hablamos de la misma fuerza de Dios, fuerza con la que reviste a
su Hijo gracias a su capacidad de escucharle, de tener el oído abierto a su
Palabra. “Mañana tras mañana despierta Dios mi oído, para escuchar como los
discípulos; el Señor Yahveh me ha abierto el oído” (Is 50,4b-5).
Con la Fuerza
de la Palabra, es decir, de Dios en su alma, podrá el Mesías levantar al caído,
recibirá lengua de discípulo para hacer llegar a los abatidos el aliento de Dios,
su propia Palabra. “El Señor Yahveh me ha dado lengua de discípulo, para que
haga saber al cansado una palabra alentadora” (Is 50,4a).
¡Dios es
nuestra fuerza, nuestro auxilio ante el peligro, nuestro alcázar y refugio
frente a los que nos atacan!, proclamará Israel a lo largo de su historia tan
plagada de conflictos. Incluso cuando la mayoría del pueblo es tentado por el
desánimo, que le lleva a rozar casi el escepticismo y la desconfianza en las
promesas de Dios transmitidas de padres a hijos, surgirán profetas que, movidos
por el Espíritu de Dios, les recordará que Él sigue siendo su Pastor; que,
aunque estén sometidos bajo el poder de otro pueblo como es en el caso de su
estancia en Babilonia, Dios continúa estando en medio de ellos.
¡Dios está en medio
de su pueblo santo! He ahí el grito que los profetas repiten una y otra vez.
Ante esta proclamación, todo Israel se siente protegido y seguro, pues todos se
consideran hijos de la elección, y a todos pertenece la gloria de Dios que un
día descendió y se hospedó en el Templo Santo. Aun en el destierro, Israel sabe
que Dios continúa estando en medio de ellos porque su elección es irrevocable.
Como todas las
profecías, también éstas que nos hablan de Dios que habita en medio de su
pueblo, alcanzan su cumplimiento pleno en Jesucristo. Su Iglesia no será
destruida, pues Él mismo es su piedra angular, su cimiento inconmovible. Podrán
caer muros y baluartes, mas nunca su piedra angular; por eso ningún pecado,
ningún escándalo, ninguna persecución, ningún odio, ninguna alianza satánica,
podrán derribarla. La Iglesia, la nueva Jerusalén, permanecerá por siempre
porque así lo prometió el Hijo de Dios. “…Yo a mi vez te digo que tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no
prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).
A nuestro servicio
“En medio de
nosotros está nuestro Dios”, proclama -como ya he dicho- una y otra vez Israel
a lo largo de su historia. Si dejáramos hablar a sus cronistas, les oiríamos
decir que lo estuvo cuando les visitó en Egipto y se compadeció de su
esclavitud; también cuando llamó a Moisés para librarlos de la terrible
opresión del Faraón; en medio de ellos cuando ya desfallecían exhaustos, les abrió el mar Rojo; a su lado
en el desierto les alimentó y sostuvo… Y añadirían: Incluso cuando quisimos
desentendernos de Él dando rienda suelta a nuestra infidelidad, permaneció fiel
a su Palabra.
Si no fuera
porque conocemos profundamente nuestra debilidad como hombres, nos costaría
mucho trabajo entender la terquedad de Israel, los desaires que hace a Dios.
Llega un momento en que incluso dirá a sus profetas que les dejen en paz, que
no les vuelvan a hablar más de Él: “Apartaos del camino, desviaos de la ruta,
dejadnos en paz del Santo de Israel” (Is 30,11b).
A pesar de
tanta obstinación que raya en el desprecio, Dios sigue en medio de su pueblo
atento y solícito. Los mismos profetas a quienes desprecian son los portadores
de los consuelos de su Dios: “Será la luz de la luna como la luz del sol
meridiano, y la luz del sol meridiano será siete veces mayor -con luz de siete
días- el día que vende Yahveh la herida de su pueblo y cure la contusión de su
golpe” (Is 30,26).
Ante esta forma
de ser de Dios en cuyos planes no entra el cansarse de su pueblo, nos quedamos
sin habla. Por otra parte, estas profecías no tendrían ningún valor para
nosotros si no las hubiésemos visto cumplidas, si no hubiésemos sido testigos
de ello. Me explico: Si estas profecías hubiesen tenido su punto final en
Israel, si su culmen hubiera sido solamente la vuelta del pueblo desde
Babilonia a Jerusalén, seríamos ajenos a ellas.
El hecho es que
el Hijo de Dios, como recogiendo el testigo de su Padre que nunca dejó de estar
en medio de Israel, nos sorprende a todos provocando un asombro que raya en la estupefacción,
al decirnos no solamente que está en
medio de nosotros, sino la forma en que está: a nuestro servicio. “Yo estoy en
medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27).
Sí, en medio de
vosotros, a vuestro servicio, al servicio de los que he llamado para pastorear
al mundo. Y porque estoy en medio de vosotros, pastoreáis desde mí, con mi
Fuerza, a fin de que se cumpla también en vosotros la profecía de Miqueas.
Pastorearéis no sólo con mi Fuerza, sino también con mi Sabiduría. Así haréis
llegar a los cansados y agobiados mi Palabra, el Evangelio que salva al hombre.
Así, con la
Fuerza y Sabiduría de Dios, se presenta el Buen Pastor ante sus discípulos
después de su resurrección: “Al atardecer de aquel día, el primero de la
semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde
se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo:
La paz con vosotros… Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les
dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os
envío” (Jn 20,19-21).
Tengamos en
cuenta cómo encontró Jesús a los suyos: desorientados y, más aún, amedrentados.
Le habían seguido respondiendo a su llamada hasta que sus fuerzas les pudieron
sostener. Llevado su Maestro a juicio, escarnecido y ajusticiado, se
desmoronan. Entumecidos por el dolor, el sentimiento de fracaso y la sensación
de no haber estado a la altura de la llamada recibida, su Señor se les presenta
-como acabamos de leer- “en medio de ellos”. Y como el sol extiende sus rayos
de luz y calor a su alrededor, el Buen Pastor les infunde la Paz que nace de lo
alto.
A continuación,
y como haciendo caso omiso a sus debilidades que les llevaron a dejarle solo
ante la muerte, les da la buena noticia, la que les levanta sobre sus propios
miedos: Así como mi Padre me envió –con su Fuerza, recordemos la profecía de
Miqueas- así os envío yo a vosotros. Así es como Jesús envía a sus pastores al
mundo: con su misma Fuerza, la recibida del Padre. Fuerza que, como ya hemos
visto, va implícitamente acompañada de la Sabiduría.
Esa fuerza que tienes
Seguimos
dejando hablar a Jesús: Os envío como me envió mi Padre, por lo que así cómo Él
nunca me dejó solo a lo largo de la misión que me confió, yo también estaré con
vosotros. Mi padre siempre estuvo conmigo, en mí, en medio de mí; yo también
estaré siempre con y en medio de vosotros, afirmándoos en mi Evangelio; es así
como conoceréis la verdad, la libertad y, sobre todo, como llegaréis a ser mis
discípulos: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis
discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
Este envío de
Jesús a sus discípulos -recordemos que les envía como pastores- después de su
victoria sobre la muerte, recalcando el “como mi Padre me envió”, es decir, con
su Fuerza, nos recuerda la llamada de Gedeón a liberar a los israelitas de los
hijos de Madián. Fue tal la opresión que los madianitas ejercieron sobre el
pueblo elegido, que tuvo que refugiarse en “las hendiduras de las montañas, de
las cuevas y de las cumbres escarpadas” (Jc 6,2b).
En esta
dramática situación y sin ninguna perspectiva de que Israel pudiese levantar la
cabeza, Dios fue al encuentro de Gedeón a quien dijo: “Vete con esa fuerza que
tienes y salvarás a Israel de la mano de Madian. ¿No soy yo el que te envía?”
(Jc 6,14). Gedeón no da crédito a lo que Dios le está proponiendo, casi le da
por pensar que se está riendo de él al confiar el éxito de su misión en “esa
fuerza que tienes”. De sus labios sale un torrente de excusas, mezcla de
incredulidad y de amargura; es evidente que no se siente muy a gusto con la
visita de Dios, menos aún con la misión que le confía.
Dios pone freno
a su disgusto. Lo hace sacando a relucir una promesa: “Yo estaré contigo y
derrotarás a Madián como si fuera un hombre solo” (Jc 6,16). Nuestro hombre
entendió. Si Dios que me envía está conmigo, “en medio de mí”, estará también
su fuerza. Ahora entiendo por qué me dijo: “vete con esa fuerza que tienes”.
Era la suya, la ha puesto en mis manos.
Id con la
fuerza que tenéis, dirá Jesús a sus discípulos que, acobardados, se habían
refugiado en el cenáculo. Id porque yo estoy en medio de vosotros, yo soy
vuestra fuerza. Id porque seréis uno en mí como yo soy uno con el Padre. Id
porque compartimos fuerza y sabiduría; compartimos pasión y misión: pasión por
Dios y pasión por los hombres; y, sobre todo, compartimos el pastoreo. También
vosotros, desde mí, pastorearéis las ovejas que os confíe dándoles lo mejor de
vuestro corazón que será semejante al mío. Además, compartimos corazón porque
compartimos al mismo Padre (Jn 20,17). Todo esto comparten los pastores según
el corazón de Dios con su Hijo. Son pastores desde Él, el que en medio de ellos
está y estará siempre.
La imagen más
bella y profunda que refleja a Jesucristo en medio de sus discípulos
pastoreándoles y enviándoles a pastorear, nos la da Él mismo al identificarse
con la vid, al tiempo que identifica a sus discípulos con los sarmientos.
Oigámosle: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo
en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn
15,5).
Yo os doy la
savia de mi Padre: “Todo lo que le he oído a Él os lo he dado a conocer” (Jn
15,15b). Os he llamado, os he unido a mí
para enviaros a pastorear en mi nombre a los hombres del mundo entero. Estáis
en mí y yo en vosotros en una relación semejante a la de la vid con los
sarmientos. Y daréis fruto, no el esplendoroso de la hierba que se marchita con
el tiempo, sino el que nace de mi Palabra que permanece para siempre. Así fue
profetizado: “La hierba se seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro
Dios permanece por siempre” (Is 40,8).
Lo profetizó Isaías y os lo confirmo yo. Desde vuestro
estar en mí y yo en vosotros, daréis fruto eterno, y así daréis gloria a mi
Padre porque esos son los frutos de los pastores según su corazón. Además hay
una relación entre dar este fruto y ser mis discípulos: “La gloria de mi Padre
está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (Jn 15,8).