¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
2 ¡Nuestros pies ya se detienen
en tus umbrales, Jerusalén!
3 Jerusalén está fundada
como ciudad bien compacta.
4 A ella suben las tribus,
las tribus del Señor,
según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor.
5 Allí están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.
6 Desead la paz a Jerusalén:
«iVivan seguros los que te aman,
7 haya paz dentro de tus muros,
y seguridad en tus palacios!».
8 Por mis hermanos y mis amigos,
yo digo: «iLa paz esté contigo!».
9 Por la casa del Señor nuestro Dios,
te deseo todo bien.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 122
La nueva Jerusalén
Este cántico refleja la alegría desbordante de los
peregrinos que, desde todos los rincones de Israel, acuden
en peregrinación a Jerusalén –acontecimiento que tenía
lugar tres veces al año–, siendo la Pascua la más
importante. Al júbilo propio que supone peregrinar hacia el
Templo santo, se le une también la acción de gracias al
poder contemplar reconstruida la casa de Dios.
Israel ha derramado innumerables lágrimas a causa de
la destrucción del Templo por parte de Nabucodonosor. Salió
hacia el destierro con esa terrible amargura grabada en su
alma; todo un pueblo, con el corazón traspasado por el
dolor ante las ruinas que se ofrecen a sus ojos, fue
forzado a abandonar la ciudad de la gloria de Yavé: la
Jerusalén de sus entrañas.
El salmista anuda en su composición poética toda una
serie de bendiciones ensalzando la ciudad otra vez santa,
otra vez fuerte, otra vez llena de la gloria de Yavé: «¡Qué
alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!
¡Nuestros pies ya se detienen en tus umbrales, Jerusalén!
Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. A ella
suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre
de Israel a celebrar el nombre del Señor».
Son muchos los textos del exilio en los que hombres de
fe del pueblo de Israel, movidos por el Espíritu Santo, dan
testimonio ante sus desanimados hermanos de la certeza de
que Yavé, su Dios, volverá a reconstruir Jerusalén.
Testifican que Dios perdonará una vez más a su pueblo y
que, como signo de su perdón, volverá a levantar su casa,
su morada, en medio de ellos. Una de las personas que
mantuvo su fe en medio de un pueblo completamente pagano
fue Tobías. Entresacamos su testimonio: «¡Jerusalén, ciudad
santa! Dios te castigó por las obras de tus hijos, mas
tendrá otra vez piedad de los hijos de los justos. Confiesa
al Señor cumplidamente y alaba al Rey de los siglos para
que de nuevo levante en ti, con regocijo, su tienda, y
llene en ti de gozo a todos los cautivos y muestre en ti su
amor a todo miserable por todos los siglos de los siglos»
(Tob 13,9-10).
Lo que nos impresiona de este texto es ver cómo Tobías
empieza reconociendo que Jerusalén ha caído en manos de
gentiles a causa de su infidelidad para con Dios. Admitida
y asumida la culpa, veremos cómo declara dichosos,
bienaventurados, a todos aquellos que, en vez de hacer leña
del árbol caído, han tenido lágrimas para llorar su castigo
y destrucción. A estos les profetiza algo que va a elevar y
fortalecer su ánimo, una noticia que hará que sus ojos,
secos y desgastados por tantas lágrimas derramadas, rompan
en rayos de luz como sucede cuando despunta la aurora:
«¡Dichosos los que te amen! ¡Dichosos los que se alegren en
tu paz! ¡Dichosos cuantos hombres tuvieron tristeza en
todos tus castigos, pues se alegrarán en ti y verán por
siempre toda tu alegría! Bendice, alma mía al Señor y gran
Rey, que Jerusalén va a ser reconstruida y en la ciudad su
casa para siempre» (Tob 13,14-16).
Hemos dado a conocer el maravilloso testimonio de
Tobías y pasamos ahora a exponer uno de los muchos cantos
de salvación que nos ha legado el profeta Isaías. Nos lo
imaginamos transportado por el mismo Yavé al entonar su
poema: «¡Pasad, pasad por las puertas! ¡Abrid camino al
pueblo! ¡Reparad, reparad el camino y limpiadlo de piedras!
¡Izad pendón hacia los pueblos! Mirad que Yavé hace oír
hasta los confines de la tierra; decid a la hija de Sión:
mira que viene tu salvación; mira, su salario le acompaña,
y su paga le precede. Se les llamará pueblo santo,
rescatados de Yavé; y a ti se te llamará buscada, ciudad no
abandonada» (Is 62,10-12).
Todas estas bendiciones y alabanzas dirigidas a la
Jerusalén que va a ser reconstruida, nos hablan en todos
sus matices del Mesías. Él es el bendito de Dios enviado
para bendecir a los hombres. Graba en el mundo el sello
definitivo de la bendición de Dios fundando la Iglesia, de
la que la Jerusalén reconstruida es figura. Envía a sus
discípulos con la misión de ser sal y luz del mundo o, como
testimoniaba Diogneto, autor de la Iglesia primitiva, Dios
ha llamado a los cristianos a ser el alma del mundo.
Es tan importante la misión de la Iglesia –la nueva
Jerusalén– para el mundo, que Jesucristo la funda sobre sí
mismo, siendo, como es, la roca de Yavé. Recordemos cuando
Jesús pregunta a los apóstoles quién dice la gente que es
Él. Sabemos que las respuestas fueron variadas: que si
Jeremías, que si Elías, que si un profeta más... Jesús
entonces se dirigió a ellos y les dijo: muy bien, esto es
lo que dice la gente; pero vosotros ¿quién decís que soy
yo? Recordemos la respuesta de Pedro: Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo. Entonces Jesús le dijo: «Bienaventurado
eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la
carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.
Yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia» (Mt 16,17-18).
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