1 Del maestro de coro. Salmo. De David.
2 Señor, sálvame del hombre perverso,
líbrame de! hombre violento.
3 En su corazón, planean el mal,
y provocan peleas todo el día.
4 Afilan su lengua como serpientes,
y bajo sus labios hay veneno de víboras.
5 Defiéndeme, Señor, de las manos del malvado,
guárdame del hombre violento.
Planean zancadillas para mis pasos.
6 Los soberbios me preparan trampas,
los perversos me tienden una red
y me ponen lazos en el camino.
7 Pero yo digo al Señor: «Tú eres mi Dios».
¡Señor, escucha mi voz suplicante!
8 iSeñor Dios, mi fuerte salvador
tú me cubres la cabeza en el día de la batalla!
9 iSeñor, no concedas los deseos de los malvados,
no favorezcas sus planes!
¡Que los que me rodean no alcen la cabeza!
10 ¡Que los cubra la maldad de sus propios labios!
11 ¡Lluevan sobre ellos ascuas encendidas!
¡Caigan en abismos y no logren levantarse!
12 ¡Que el que calumnia no se afirme en la tierra,
y que el mal persiga al violento hasta la muerte!
13 Yo sé que el Señor hace justicia al pobre
y defiende el derecho de los indigentes.
14 Los justos alabarán tu nombre,
y los rectos vivirán en tu presencia
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 140
La corona de Jesucristo
El presente salmo es atribuido al rey David. Nos sobrecoge su actitud orante y confiada. Sus enemigos, en especial Saúl, se ceban en él, por lo que acude a Yavé para que sea su auxilio y su escudo: «Señor, sálvame del hombre perverso, líbrame del hombre violento. En su corazón, planean el mal, y provocan peleas todo el día. Afilan su lengua como serpientes, y bajo sus labios hay veneno de víboras».
David enfrenta la persecución de Saúl y su ejército con la misma inferioridad con que se enfrentó a Goliat. Su lógica es meridiana: Si Yavé estuvo a mi lado para derrotar al jefe de filas de los filisteos, que estaba armado hasta los dientes, con una simple piedra de mi honda, también me ha de ayudar ahora en esta persecución inicua que estoy padeciendo; de ahí su susurro: «Pero yo digo al Señor: “Tú eres mi Dios”. ¡Señor, escucha mi voz suplicante! ¡Señor Dios, mi fuerte salvador, tú me cubres la cabeza en el día de la batalla! ¡Señor, no concedas los deseos de los malvados, no favorezcas sus planes».
Vamos a detenernos con calma en la densidad de este susurro esperanzado de David. Llama a Yavé «mi fuerte salvador». El rey tiene conciencia de que Yavé es el que siempre ha salvado a Israel. Su confianza ilimitada en que Dios es salvador, le hace apropiarse de su don salvífico personalizándolo en sí mismo. Por eso le invoca diciéndole:
«¡Señor Dios, mi fuerte salvador!».
El Dios a quien invoca David, no está simplemente en los cielos observando plácidamente el universo que ha creado o el pueblo que ha elegido. Es alguien que se preocupa del hombre concreto, y más, como en el caso de David, si le ha encomendado una misión de cara a Israel. Por eso se dirige a él confiadamente. Le dice: sé que tú eres quien me va a librar de mis enemigos, tú eres la fuerza en mi debilidad y penuria. A continuación, y para dar más énfasis a su confesión de fe, le añade: sé que me tú cubres la cabeza en el día de la batalla.
En la cultura de Israel, la cabeza no es un miembro más del cuerpo humano, ni siquiera el más noble y
distinguido. La cabeza es sinónimo de la persona, se identifica totalmente con ella.
En este contexto, podemos decir que David está llamando a Yavé su protector, el que le defiende y guarda de sus enemigos en todo lo que él es en su totalidad, alma y cuerpo.
Como todos los salmos, también este es mesiánico, tiene su cumplimiento en Jesucristo. Nos llama poderosamente la atención que si, por una parte, David afirmó de Dios que él cubría su cabeza en sus batallas, por otra, contemplamos a Jesús, en su combate contra todo tipo de mal, abatido y, además, también con su cabeza cubierta... con una ignominiosa corona de espinas. Parece como si Yavé le hubiese abandonado a su suerte en la misión que le confió.
Sabemos que Dios resucitó a su Hijo y lo hizo vencedor de todo mal para nuestra salvación. Quiero, además, señalar que el autor de la Carta a los hebreos puntualiza que Dios, al resucitar a su Hijo, le cambió la corona de ignominia
entretejida de espinas por una honorífica de gloria: «Y a
aquel que fue hecho inferior a los ángeles por un poco, a
Jesús, le vemos coronado de gloria y honor por haber
padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la
muerte para bien de todos» (Heb 2,9). Es más, añade que los
padecimientos del Señor Jesús fueron nuestra medicina
saludable para que también nosotros pudiéramos ser
partícipes de su gloria: «Convenía, en verdad, que Aquel
por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos
hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento
al que iba a guiarlos a la salvación» (Heb 2,10).
El Señor Jesús, el que enfrentó la muerte revestido de
ignominia y humillación sobre su cabeza, cubre la nuestra
en nuestro combate. Permanecer y crecer en la fe no es sino
enfrentar cada día el mal. No hablamos solamente del mal
que nos rodea sino, y sobre todo, del que a causa del
pecado original llevamos dentro, y alimentamos con nuestras
opciones y decisiones hechas al margen de la sabiduría de
Dios.
En este combate que libramos a lo largo de nuestra
vida, el Señor Jesús es nuestro escudo, nuestra espada,
nuestro yelmo de salvación, el que cubre y protege nuestra
cabeza en cada enfrentamiento que hacemos contra el poder
de Satanás. Así nos lo atestigua el apóstol san Pablo: «¡En
pie!, pues; ceñida vuestra cintura con la verdad y
revestidos de la justicia como coraza, calzados los pies
con el celo por el Evangelio de la paz..., tomad también,
el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu que es la
palabra de Dios» (Ef 6,14-17).
El autor del libro del Apocalipsis nos anuncia la
victoria de todos aquellos que combatieron apoyados en el
Señor Jesús: «Ellos lo vencieron gracias a la sangre del
Cordero y a la palabra de testimonio que dieron, porque
despreciaron su vida ante la muerte» (Ap 12,11).290
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