Este Salmo se atribuye al rey David. cuando estaba en el desierto de Judá.
TEXTO BÍBLICO
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo.
Mi alma tiene sed de ti,
mi carne te desea con ardor,
como tierra reseca, agotada y sin agua.
Yo te contemplaba en el santuario,
viendo tu poder y tu gloria.
Tu amor vale más que la vida,
te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré,
y alzaré mis manos en tu nombre.
Me saciaré como de aceite y de manteca, y, con sonrisas, mi boca te alabará.
Cuando, en mi lecho, me' acuerdo de ti, paso la noche en vela meditando en ti,
pues tú has sido mi auxilio,
y, a la sombra de tus alas, grito de júbilo.
Mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene.
Pero los que me quieren destruir,
bajarán todos a lo profundo de la tierra.
Serán entregados a la espada,
se convertirán en pasto de chacales.
Pero el rey se alegrará con Dios,
se felicitarán los que juran por su nombre, cuando tapen la boca a los mentirosos.
REFLEXIONES: Mi alma está unida a ti
Este salmo se refiere al rey David, a su nostalgia por Dios, cuando tuvo que huir de Saúl y refugiarse en el desierto, donde vivió errante durante un tiempo.
En él, identificamos a todo hombre que busca a Dios, a veces «casi contra toda esperanza», pues
los desiertos sufridos por él amenazan por secar y marchitar su alma.
Sin embargo, en el salmo se aprecia con claridad que
el amor que tiene nuestro hombre afligido y exhausto, es superior a las pruebas por las que está pasando; lo que se evidencia por la siguiente exclamación: ¡Tu amor vale más que la vida!
Es más, cuando este hombre, profundamente probado, dirige sus pensamientos hacia Dios, Él le revela que nunca le faltará su auxilio.
Iluminado por Dios, nos transmite la razón de su confianza
inquebrantable: Dios me sostiene porque tengo mi alma unida
a Él.
Volvemos nuestros pasos a la Escritura, para fijarnos
en la experiencia parecida de uno de los patriarcas de Israel: Jacob. Este se encuentra en la soledad más terrible que jamás hubiera podido imaginar. Por una parte huye de su suegro Labán, a quien, con artimañas, le ha medio usurpado parte de su ganado. Por la otra, su hermano Esaú viene a su
encuentro con el intento de cumplir su amenaza de matarle por haberle arrebatado con engaño la primogenitura. Está en una situación sin salida. Es entonces cuando Dios, en forma de ángel, entabla un combate con él cuerpo a cuerpo. A un cierto momento, Dios le hiere en el fémur, y Jacob se
agarra desesperadamente a Él. Dios le dice: ¡Suéltame! A lo
que Jacob le responde: ¡No te soltaré hasta que no me
bendigas!, hasta que no pronuncies sobre mí una palabra que
me libre de los peligros que me acechan (Gén 32,23-27).
He aquí la sabiduría de Jacob: ¡No soltarse de Dios!
¡Unirse a Él! Sabe que de su determinación depende su
supervivencia. Es un vivir apegado a Dios para poder
participar de su fuerza. Jacob anticipa el grito de amor
del salmista: «Mi alma se sostiene porque está unida a ti».
Tanto Jacob como el saliste y como otros personajes de la Escritura, son pálidas figuras de Jesucristo, quien llevó a su plenitud la experiencia de vivir
continuamente unido a Dios, su Padre: «Yo no he hablado por mi
cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado
lo que tengo que decir y hablar... Por eso, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí» (Jn 12,49-50).
A partir de Jesucristo, este vivir unido a Dios, ya no es privilegio de unos pocos, como los personajes
anteriormente citados del Antiguo Testamento. Una vez que el Hijo de Dios resucitó, nos abrió la puerta para que todos aquellos que vivan abrazados al Evangelio, puedan
constatar que, en realidad, están viviendo unidos a Dios.
(P.Antonio Pavía)
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