miércoles, 16 de octubre de 2024

Salmo 104(103).- Esplendores de la creación






1 iBendice, alma mía, al Señor!
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
Vestido de esplendor y majestad,
2 envuelto en luz, como en un manto,
extiendes los cielos como una tienda,
3 construyes tu morada sobre las aguas.
Haces de las nubes tu carro,
caminas sobre las alas del viento.
4 Tomas a los vientos por mensajeros,
a las llamas de fuego por tus ministros.
5 Asentaste la tierra sobre sus cimientos,
inconmovible por siempre, eternamente.
6 Cubriste la tierra con el manto del océano,
y las aguas se posaron sobre las montañas.
7 Pero huyeron ante tu amenaza,
se precipitaron, al fragor del trueno.
8 Subieron por los montes, bajaron por los valles,
hasta el lugar que les tenías fijado.
9 Fijaste un límite que no pueden traspasar,
y no volverán a cubrir la tierra.
10 Haces manar fuentes de agua por los valles,
y fluyen por entre los montes.
11 En ellas beben todas las fieras del campo ,
y los asnos salvajes sacian su sed.
12 Junto a ellas buscan refugio las aves del cielo,
dejando oír su canto por entre el follaje.
13 Desde tus altas moradas riegas los montes,
y la tierra se sacia de tu obra fecunda.
14 Tú haces brotar la hierba para los rebaños,
y plantas útiles para el hombre.
Él saca pan de los campos,
15 y el vino que alegra su corazón,
y el aceite que da brillo a su rostro,
y el alimento que le da fuerzas.
16 Los árboles del Señor se sacian,
los cedros del Líbano que él plantó.
17 Allí anidan los pájaros,
en su cima tiene la cigüeña su casa.
18 Los montes altos son para las cabras,
y las rocas, cobijo de los tejones.
19 Hiciste la luna para marcar los tiempos,
el sol conoce su propio ocaso.
20 Mandas las tinieblas y viene la noche,
y rondan las fieras de la selva;
21 rugen los jóvenes leones en busca de presa,
pidiéndole a Dios el sustento.
22 Cuando sale el sol, se retiran
y se guarecen en sus madrigueras.
23 El hombre sale a sus faenas,
a su trabajo hasta el caer de la tarde.
24 ¡Cuántas son tus obras, Señor!
¡Todas las hiciste con sabiduría!
La tierra está repleta de tus criaturas.
 25 Ahí está el vasto mar, con sus brazos inmensos,
donde se mueven, innumerables,
animales pequeños y grandes.
26 Por él circulan los navíos, y el Leviatán,
que formaste para jugar con él.
27 Todos ellos aguardan
que les eches la comida a su tiempo:
28 se la echas y ellos la recogen,
abres tu mano, y se sacian de bienes.
29 Escondes tu rostro y quedan atemorizados,
les retiras el aliento, y expiran,
y vuelven a ser polvo.
30 Envías tu soplo y son creados,
y así renuevas la faz de la tierra.
31 ¡Sea por siempre la gloria del Señor;
que él se alegre con sus obras!
32 Cuando mira la tierra, se estremece,
cuando toca los montes, humean.
33 Cantaré al Señor mientras viva,
alabaré a mi Dios mientras exista.
34 Que le resulte agradable mi poema,
y yo me alegraré con el Señor.
35 Que desaparezcan los pecadores de la tierra,
que los malvados no existan nunca más.
¡Bendice, alma mía, al Señor
¡Aleluya! 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 104
Grandeza de Dios y del hombre

Este salmo expone proféticamente la obra creadora de Yavé. 
El autor, inspirado en el primer capítulo del Génesis, 
expresa bíblicamente y con un estilo sublime las maravillas 
de la creación.
 Inicia su poema con una alabanza a la grandeza de Yavé a quien describe como un Ser envuelto en 
un manto de luz: «¡Bendice, alma mía, al Señor! ¡Señor, 
Dios mío, qué grande eres! Vestido de esplendor y majestad, 
envuelto en luz, como en un manto...». 
Recordemos que la primera palabra creadora que Dios pronunció sobre la tierra, amordazada por el manto de la oscuridad, fue: hagamos la luz (Gén 1,3).
Partiendo de la luz que envuelve a Yavé, el salmista describe en tono creciente, como si se tratase de una extraordinaria pieza maestra de ópera, las maravillas de su
creación. 
Dejemos que el salmista nos describa su exposición artística: «Construyes tu morada sobre las 
aguas. Haces de las nubes tu carro, caminas sobre las alas 
del viento... Haces manar fuentes de agua por los valles, y 
fluyen por entre los montes... Hiciste la luna para marcar 
los tiempos, el sol conoce su propio ocaso. Mandas las 
tinieblas y viene la noche, y rondan las fieras de la selva...».
 Así como toda ópera tiene su culmen, también este majestuoso poema tiene su vértice: la creación del hombre a su imagen y semejanza.
El autor, representando a toda la humanidad, se ve a sí mismo como plenitud de esta creación de Dios. Por eso siente la 
imperiosa necesidad de aclamar su gloria y exultar de 
alegría por la belleza de todas sus obras, entre las cuales 
se reconoce, el mismo salmista, como la cúspide de la creación.
Nuestra fe en Jesucristo nos atestigua que, si bien el 
himno del salmista, acerca de lo que es como hombre, tiene su 
real razón de ser, no es más que el pórtico de la gloria que Dios ha conferido al ser humano. En y por Jesucristo el hombre traspasa ese pórtico para entrar en un crecimiento que lo eleva hasta Dios, como tantas veces nos han afirmado los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, san Hipólito de 
Roma dice: "Dios se hizo hombre para que el hombre llegase a ser Dios."
Podemos desarrollar esta realidad, , señalando que cada persona lleva impresa en su nacimiento la semilla de la divinidad, 
en cuanto que la persona fué creada a imagen y semejanza de Dios.
En Jesucristo y por Él, esta nuestra semilla da su fruto hasta el punto de que el hombre llega a ser una nueva creación. Escuchemos a Pablo, quien categóricamente nos 
describe este imparable don de Dios: «Por tanto, el que 
está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo 
es nuevo. Y todo proviene de Dios que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando 
al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones 
de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la 
reconciliación» (2Cor 5,17-19).
Con qué fuerza señala el Apóstol que este don de llegar a ser divinizados nos viene por el Señor Jesús. Con qué amor dirige su mirada a Jesucristo apuntándolo como el eje de nuestra reconciliación con Dios. Recordemos la 
distancia que el hombre –todos somos Adán y Eva– ha 
mantenido siempre con (Dios) Él.
El mismo Apóstol nos dice,que nuestra reconciliación con Dios, ha sido posible a causa de la sangre, la muerte de Jesucristo: «Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, 
seremos salvos por su vida!» (Rom 5,10). El Señor Jesús es la semilla obediente al Padre que no tuvo reparo en entregarse y dejarse arrojar hacia lo más profundo del 
surco de la tierra. El fruto de la semilla resucitó. Se hizo manifiesta la vida eterna para toda la humanidad.
La resurrección de Jesucristo no fue sólo un triunfo 
personal suyo. Fue el triunfo que eleva a todo hombre hasta 
la vida eterna. De hecho, Jesucristo es llamado primogénito de todos aquellos que entran por el pórtico de la nueva creación: «Él es el principio y primogénito de entre los 
muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo 
a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar 
con él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la 
sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos»
(Ef 1,18-20).
Todo hombre que, de una forma u otra, vive abrazado al 
Evangelio, está dejando posar la semilla de su divinidad en 
el útero que le hará nacer como hijo de Dios. Hijo de Dios, 
no como título, sino en cuanto partícipe de su gloria y divinidad. 
El desarrollo y el crecimiento de la divinidad dentro de él, hace que un día pueda decir, al igual que 
Jesucristo: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10).
Esto que acabo de afirmar no es una evolución mística, 
privilegio de algún que otro personaje exclusivamente 
selecto. Es, ni más ni menos, lo que Dios quiere hacer con 
cada ser humano. Si es que hay una selección, esta no viene 
marcada por si la persona ha elegido una vida conventual o eremítica, 
sino por el amor con que la persona acoge, abraza y se hace uno con el santo Evangelio del Señor Jesús. Es entonces cuando puede decir, al igual que su Maestro, «Estoy en el 
Padre y el Padre está en mí». En definitiva, esto es la Fe y en esto consiste la grandeza del hombre.


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