Todos hemos tenido a lo largo de la vida, una o varias citas importantes: con amigos, familiares, conocidos…Hemos tenido citas con nuestros jefes en el trabajo, citas agradables, citas de compromiso…citas para alternar ante un acontecimiento importante…Tuvimos nuestra primera cita de amor… Hagamos un poco de memoria, y pensemos en aquella cita que marcó nuestra vida; podría ser una cita con alguien para cerrar un negocio importante, muy importante. Centrémonos en ella.
Para acudir a esa cita planeamos todo desde el principio: Buscamos el mejor traje, la corbata apropiada al acto, zapatos recién limpios, el pelo muy arreglado, afeitados o perfumados, según nuestra condición sexual.
Y empezamos a imaginar cómo causaríamos la mejor impresión: Seríamos agradables en el saludo, sin resultar desproporcionados; continuaríamos con una alabanza, habiéndonos informado previamente de los éxitos o logros de la persona o empresa que nos contrata, considerando las bondades adquiridas, y agradeciendo el que se hubieran fijado en nosotros.
Dejaríamos hablar al interlocutor, escucharíamos con interés sus palabras, intercambiando opiniones al respecto del asunto que se trataba. Muy probablemente cerraríamos el trato en un lugar tranquilo donde conversar, en una comida muy especial, intercambiando regalos, según el gusto de la persona que nos recibe, o un recuerdo de nuestra ciudad…Terminaríamos dando las gracias por las atenciones recibidas y felicitándonos por el futuro próximo que se nos presenta para trabajar en común.
Así es la celebración de la Misa, salvando la enorme, infinita diferencia, entre ambas situaciones. En la Misa nuestro interlocutor es DIOS. Él nos ha citado. Por eso es importante ir adecuadamente vestidos, no con lujos, sino con dignidad, indicando con ello la importancia de la “entrevista” que vamos a tener. Por ejemplo no iríamos con “bermudas”, aunque haga calor, no llevaríamos ropa que produjera escándalo en el vestir…Nuestra preparación sería de llegar unos minutos antes de la hora marcada, para, en silencio prepararnos ante nuestro “Personaje”..
En la Misa es igual: comenzamos con la Señal de la Cruz, que es como el saludo inicial que hacemos a Dios. Y, al ver la desproporción infinita entre Él y nosotros, nos sentimos doloridos del pecado de nuestra “falta de amor” a quien es AMOR. Le diríamos: Señor, no soy digno de que me llames, de que me recibas, pero te has fijado en mí, no por mis méritos, sino por tu Amor. Nuestro saludo es la Señal de la Cruz, recordando a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso el sacerdote nos invita, que en un minuto, pensemos en nuestras flaquezas, ante Dios, y le pidamos perdón.
Decíamos que alabamos al dueño de la casa con una alabanza, reconociendo sus méritos. Pues en la Misa hacemos igual: Cantamos el Gloria a Dios!! Y en este canto pedimos paz a los hombres a los que él ama. Y esta Paz, nos recordará Jesús, que Él no la da como la da el mundo (Jn 14,27). Nosotros alabamos, bendecimos, glorificamos y damos gracias a Dios, reconociéndole como el Rey del Cielo y de la Tierra.
Escuchamos su Palabra, con las lecturas de la Celebración: primero con una lectura del Antiguo Testamento, que abre nuestro entendimiento, que nos prepara para la llegada de Jesús Salvador. Continúa con un Salmo de Alabanza, nuestro saludo al Dios de dioses y Señor de señores, reconociendo en Él a nuestro Creador. Si es domingo, el día del Señor, habrá una segunda lectura, donde ya se recuerda que la Palabra, que es Jesucristo, se ha hecho carne, y ha muerto por nuestra salvación, recogiendo en Sí mismo todos nuestros pecados. Si no es domingo, también Él nos cita. Por tanto es muy bueno acudir a su llamada. Nosotros contestamos: “Palabra de Dios, te alabamos Señor”
Continuamos el “diálogo” con la Palabra de Dios, por excelencia: El Santo Evangelio. El Evangelio no es solamente un libro. Es Dios mismo, Jesucristo Palabra del Padre. En él, nos habla de su vida, de su Amor, del motivo por el que se encarnó en un Hombre como nosotros.
Pero es un “diálogo”: Nosotros contestamos, también hablamos, contestando “Gloria a Ti, Señor Jesús”. Le reconocemos como nuestro Dios y Señor, palabra que en la Escritura sólo se refiere a Dios.
Pero hemos de dar crédito a lo que vamos a vivir; hemos de decir públicamente, que Él es nuestro Creador, Hijo Único de Dios, que ha nacido por Gracia del Espíritu Santo; que ha instituido una Iglesia donde todos los hermanos hemos de vivir con Él. Es el momento de entonar este Acto de Fe: es el canto del Credo.
Y comienza el banquete: la mesa está preparada: es el altar, donde se va a realizar el Memorial del sacrificio cruento de Jesucristo, aunque ahora la Sangre y la Carne de Jesús son resultado de la transubstanciación; y comienza el intercambio de regalos: nosotros traemos el pan y el vino, que son transformados en su Cuerpo y su Sangre. En este banquete Jesús nos da sus regalos: Él mismo es el Regalo. Su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
Nosotros también le damos los nuestros: Nuestros pecados, nuestras angustias, los trabajos de cada día, los sufrimientos…las traiciones, el desamor a los hermanos, nuestra falta de fe. Le traemos nuestra pequeñez, las miserias de nuestra alma, las incongruencias de nuestra vida, las velas que le ponemos, guardando siempre algo bajo la manga, porque no nos fiamos del todo… le llevamos el amor al dinero, el seguimiento a otros dioses, la idolatría del corazón… ¿sigo? ¡Hay más regalos!
Hay una proporción desmesurada, infinita entre ambos presentes. Pero es que los que llevamos nosotros Él nos los pidió:”…Venid a Mí los que estáis cansados y fatigados, que yo os aliviaré…”
El Señor no se conforma con estos regalos que Él nos da. Dice el Evangelio de Juan que “…nos amó hasta el extremo…” (Jn 13,1-15). Quiere ser uno con nosotros, entrar dentro de nosotros, hacerse Carne con nosotros. Es el momento de la Comunión de su Cuerpo y de su Sangre.
Llega el momento de trabajar juntos: Él lo ha dicho todo, ¿y yo?: Señor, conoces mis miserias, pero todas las has recogido Tú; me quieres como soy, sólo pides amor; yo no te veo, pero te siento en el amor que debo a mis hermanos, los que me acompañan todos los días, y los que no te conocen; a esas ovejas que Tú amas las tengo que atraer a ti, e invitarles a que te conozcan a tu Mesa, a tu CITA. Si se fijan en mis palabras no acudirán, porque verán mis incongruencias…que puedan ver en mí a otro Cristo.
El sacerdote, en Nombre de Jesucristo Dios, nos despide dándonos la bendición, nombrando a la Santísima Trinidad. Con una recomendación: “Podéis ir en paz”
La Misa ha terminado, pero quedan ocultas aquellas palabras en latín “Ite, Misa est”, que el pueblo llano, desinformado, entendía: “marchaos, la Misa ha terminado”. Realmente lo que dicen estas, por breves, no menos bellas palabras: “sois enviados”, que es lo que significa el verbo acuñado en la palabra Misa. Somos enviados como testigos de la Pascua, del Paso del Señor, pues todos los días que se celebra la Eucaristía es “Pascua”, el paso de Dios. Enviados a comunicar a todos los hombres que la Salvación de Dios, revelada en el Antiguo Testamento a los Profetas, y anunciada y vivida por el último PROFETA JESUCRISTO, ha llegado a todos nosotros.
Con estos pensamientos la Misa, la CITA DE DIOS, es el momento más agradable del día.
La Misa no es únicamente una Cita con Dios. Se renueva el Misterio de la salvación del hombre, recordando como un Memorial, la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, Hijo Único del Padre. Hoy he querido contemplar este Misterio desde la perspectiva de la cita con Dios.
Alabado sea Jesucristo
(Por Tomás Cremades)
(Texto inspirado en una Catequesis del P. Angel Espinosa de los Monteros)
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