Celebramos hoy la fiesta de los fieles Difuntos, los que, como dice el Apocalipsis, mueren en el Señor. Alcanzaron la Victoria de todas las victorias porque -cada cual a su manera- vivieron abrazados al Evangelio que hace posible que la muerte solo sea un trámite para encontrarnos con Dios. Leemos en el Evangelio que en el principio existía la Palabra, que en ella estaba la vida y que ésta es la luz de los hombres que brillando sobre las tinieblas las disipan (Jn 1, 1). Penetramos en este pasaje sabiendo que nos adentramos en el Misterio de Dios. El Evangelio de Jesús que sus discípulos intentamos hacer nuestro, está lleno de Vida y de Luz; ambas nos llevan de la mano a una categoría existencial infinitamente más sublime de la que nos puedan ofrecer todos los sabios y santurrones de este mundo pues la Vida y la Luz del Evangelio al tiempo que nos introduce en el Misterio de Dios, capacita nuestra alma, y con ella todo nuestro ser para vivir en intimidad con Él. Cuanto más crece el Evangelio en nuestro corazón mayor es nuestra intimidad con el Señor. Es entonces cuando sentimos la urgencia de compartir nuestro Fuego interior con los demás, cercanos o lejanos. Un compartir al que Jesús puso este titular: ¡¡Anunciad mi Evangelio para que el hombre viva!!
P. Antonio Pavía
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